LA CHICA DE LOS OJOS DE PLATA

I

Me despertó el tintineo de un timbre. Rodé hasta el borde de la cama y descolgué el teléfono. La voz clara del Viejo —el director de la Agencia de Detectives Continental de San Francisco— llegó a mis oídos:

—Lamento molestarte, pero tienes que levantarte y acudir a los apartamentos Glenton, en la calle Leavenworth. Un hombre llamado Burke Pangburn, que vive allí, me ha llamado por teléfono hace unos minutos para pedir que le mandase a alguien de inmediato. Parecía bastante nervioso. ¿Te puedes encargar tú? A ver qué quiere.

Dije que sí y —bostezando, estirando los músculos y maldiciendo a Pangburn, quienquiera que fuese— despojé a mi cuerpo regordete del pijama y le puse la ropa de calle.

El hombre que había interrumpido mi sueño de mañana dominical, según descubrí al llegar a los Glenton, era una persona de cara pálida, de unos veinticinco años, con ojos grandes marrones, enrojecidos en ese momento por la falta de sueño, o por el llanto, o por ambas causas a la vez. Su cabello largo y moreno estaba alborotado cuando me abrió la puerta; llevaba una bata de color malva con grandes loros estampados en el color del jade y, debajo, un pijama de color vino.

Me invitó a pasar a una sala donde parecía que estuviera a punto de iniciarse una subasta, aunque también podía haber sido uno de esos salones de té que hay en algunos callejones. Jarrones azules y rechonchos, jarrones rojos de formas tortuosas, jarrones de diversas formas y colores; estatuillas de mármol, estatuillas de ébano, estatuillas de cualquier material; faroles, lámparas y candelabros; cortinas, tapices y toda clase de alfombras; piezas sueltas de muebles que destacaban por la extrañeza de su diseño; fotos peculiares colgadas aquí y allá, en lugares inesperados. Una sala en la que era difícil sentirse cómodo.

—Mi prometida —empezó de inmediato, con una voz aguda, al límite de la histeria— ha desaparecido. ¡Le ha pasado algo! ¡Alguna desgracia horrible! Quiero que la encuentre, que la salve de eso tan terrible que…

Lo seguí hasta ese momento y luego renuncié. De su boca iba saliendo un revoltijo de palabras —«desaparecida como un espíritu… algo misterioso… atraída hacia la trampa»—, pero eran tan inconexas que no se podía hacer nada con ellas. Así que renuncié a seguir intentando entenderlo y esperé hasta que de pura charlatanería se le agotaran las palabras.

He oído a algunos hombres por lo general sensatos volverse incluso más locos que aquel joven de mirada enloquecida bajo el estrés de la excitación; pero aquella vestimenta —la bata de loros y el pijama afeminado— y el entorno —el delirio de muebles de aquella sala— volvían demasiado teatral el contexto y hacían que sus palabras sonaran absolutamente irreales.

Él mismo, en situación normal, debía de ser un tipo de bastante buena apariencia: tenía una cara de rasgos bien separados y, aunque la boca y la barbilla resultaban algo blandas, la remataba una buena frente ancha. Sin embargo, mientras escuchaba alguna frase suelta y melodramática que lograba rescatar del bullicio de ruidos que me dirigía, pensé que en vez de loros tenía que haber llevado estampadas en la bata unas buenas cabras.

Al fin se le acabaron las palabras y se quedó con las manos tendidas hacia mí en un gesto de llamada, mientras decía:

—¿Lo hará? —Una y otra vez—: ¿Lo hará? ¿Lo hará?

Moví la cabeza en señal de asentimiento con la intención de tranquilizarlo y me di cuenta de que las lágrimas le humedecían las mejillas.

—Supongamos que empezamos por el principio —sugerí mientras me sentaba con cuidado en un banco de madera labrada que no parecía demasiado resistente.

—¡Sí! ¡Sí! —De pie ante mí, con las piernas abiertas y pasándose los dedos por el cabello—. El principio. Recibía una carta suya cada día hasta que…

—Eso no es el principio —objeté—. ¿Quién es ella? ¿A qué se dedica?

—¡Es Jeanne Delano! —exclamó, sorprendido por mi ignorancia—. Y es mi prometida. Y ahora ha desaparecido y yo sé que…

Frases como «víctima de un engaño», «en una trampa» y otras parecidas empezaron a fluir de nuevo en plena histeria.

Por fin logré calmarlo y, aunque embutida entre diversos estallidos emocionales, pude sacarle una historia que se resume así: el tal Burke Pangburn era un poeta. Unos dos meses antes había recibido una nota de una tal Jeanne Delano —enviada por medio de su editorial—, en la que elogiaba su último libro de poemas. Daba la casualidad de que Jeanne Delano vivía en San Francisco, aunque hasta entonces hubiera ignorado que él también. Pangburn había contestado a la nota y después había recibido otra. Pasaron un tiempo así y luego se vieron por primera vez. Si ella era tan guapa como decía él, no se le podía culpar por haberse enamorado. Pero, fuese o no verdaderamente hermosa, a él se lo parecía y había caído hasta los huesos.

La chica Delano llevaba muy poco tiempo viviendo en San Francisco y cuando el poeta la conoció vivía sola en un apartamento de la avenida Ashbury. Él no sabía de dónde era, ni ningún otro detalle de su vida previa. Sospechaba —por ciertas sugerencias indefinidas y algunas peculiaridades de su comportamiento que no era capaz de describir con palabras— que alguna clase de nube la perseguía; que ni su pasado ni su presente estaban libres de dificultades. Pero no tenía ni la menor idea de cuál podía ser la naturaleza de las mismas. No le había importado. No sabía absolutamente nada de ella, salvo que era hermosa, y que la amaba y que ella le había prometido casarse con él. Luego, cumplido un tercio del mes —exactamente veintiún días antes de aquel domingo por la mañana—, la chica había abandonado San Francisco. Él había recibido una nota por medio de un mensajero. La nota, que me mostró tras mi insistencia radical en que debía verla, decía así:

Burkelove:

Acabo de recibir un telegrama y tengo que desplazarme al este con el primer tren. He intentado ponerme en contacto contigo por teléfono, pero no he podido.

Te escribiré en cuanto sepa qué dirección voy a tener. Si la tengo. [Esas tres últimas palabras estaban borradas y apenas podían leerse con grandes dificultades].

Ámame hasta que vuelva contigo para siempre. Tuya,

JEANNE

Nueve días más tarde había recibido otra carta suya desde Baltimore, Maryland. Esta, a la que aún me costó más echar un vistazo, decía:

Adorado poeta:

Parece que hayan pasado dos años desde que te vi por última vez y me temo que pasarán entre uno y dos meses antes de que pueda verte de nuevo. Ahora no puedo contarte, querido, qué me ha traído hasta aquí. Hay cosas que no pueden escribirse. Pero en cuanto vuelva contigo te contaré toda esta desgraciada historia.

Si ocurre algo —quiero decir, si me ocurriese algo—, me seguirás queriendo para siempre, ¿verdad, amado? Pero qué tontería. No va a ocurrir nada. Solo es que acabo de bajar del tren y estoy cansada de tanto viaje.

Mañana te escribiré una carta muy, muy larga para compensarte por esta. Mi dirección aquí es 215 North Stricker. ¡Por favor, querido, una carta cada día!

Tu Jeanne

Durante nueve días había recibido carta diaria, con dos el lunes para compensar la que no recibió el domingo. Y luego se habían acabado. Y las que él mismo había enviado cada día a la dirección que ella le proporcionara —en el número 215 de la calle North Stricker— habían empezado a llegarle devueltas con el aviso de que la destinataria era desconocida en aquella dirección. Había enviado un telegrama y la compañía le había notificado que su oficina de Baltimore no lograba encontrar a ninguna Jeanne Delano en aquel número de la calle North Stricker.

Había esperado tres días, confiado a cada hora en que le llegarían noticias de la chica, pero no había sabido ni palabra de ella. Entonces había comprado un pasaje para Baltimore.

—Pero —resumió—, me daba miedo ir. Sé que tiene algún problema, eso lo presiento, peo soy un poeta tonto. No soy capaz de enfrentarme a un misterio. O bien sería incapaz de descubrir nada, o si diera con la pista adecuada por pura suerte lo más probable es que no hiciera más que estropearlo todo; provocaría complicaciones nuevas, quizá pondría aún más en peligro su vida. No puedo ir metiendo la pata de esa manera sin saber si la voy a ayudar o si le hago algún daño. Entonces pensé en su agencia. Tendrá cuidado, ¿verdad? Puede ser, yo qué sé, que no necesite ayuda. Tal vez puedan ayudarla sin que ella se entere. Ustedes están acostumbrados a estas cosas: podrá hacerlo, ¿verdad?