«HE AQUÍ EL SEÑOR SMITH»
Con o sin razón, eso es lo que hicimos. Guardamos aquellas pistas tan bonitas en un armario, lo cerramos con llave y nos olvidamos de ellas. Luego salimos a buscar a todos los conocidos de Creda Dexter y pasarlos por el cedazo hasta aislar al asesino.
Pero no era tan simple como parecía.
Pese a todo lo que excavamos en su pasado, no conseguimos sacar a la luz un hombre a quien pudiéramos considerar su pretendiente. Ella y su hermano llevaban tres años en San Francisco. Seguimos su rastro durante ese tiempo, de apartamento en apartamento. Interrogamos a cualquiera que pudiera conocerla, aunque solo fuera de vista. Y nadie pudo hablarnos de un solo hombre que se hubiera interesado por ella, aparte de Gantvoort. Al parecer, nadie la había visto nunca con un hombre que no fuera Gantvoort o su hermano.
Todo eso, si bien no nos permitía avanzar, al menos nos convenció de que estábamos sobre la pista correcta. Tenía que haber, decíamos, por lo menos un hombre en su vida durante aquellos tres años, aparte de Gantvoort. O mucho nos equivocábamos, o no era precisamente el tipo de mujer que desalentaba la atención masculina: y desde luego estaba dotada para atraerla por naturaleza. Y si había otro hombre, el mero hecho de que lo hubiera mantenido tan en secreto reforzaba la posibilidad de que estuviera implicado en la muerte de Gantvoort.
Fracasamos en el intento de averiguar dónde habían vivido los Dexter antes de llegar a San Francisco, pero tampoco nos interesaba demasiado su vida anterior. Claro que cabía la posibilidad de que algún amante de los viejos tiempos hubiera vuelto a salir a escena; pero en ese caso tenía que ser más fácil encontrar la conexión reciente que la antigua.
Según demostraron nuestras exploraciones sin ninguna duda, la suposición de que los Dexter eran cazadores de fortunas había sido correcta. Todas sus actividades apuntaban a eso, aunque no parecía haber en su pasado ningún acto que pudiera considerarse delictivo.
Fui a ver a Creda Dexter de nuevo y pasé una tarde entera en su apartamento, taladrándola con una pregunta tras otra, todas dirigidas al asunto de sus antiguas relaciones amorosas. ¿A quién había dejado tirado a cambio de Gantvoort y su millón y medio? Y la respuesta siempre era «nadie». Una respuesta que yo escogí no creer.
Hicimos seguir a Creda Dexter día y noche y no adelantamos ni un milímetro. Quizá sospechara que la vigilábamos. De todos modos, apenas salía de su apartamento y cuando lo hacía era para las tareas más ingenuas. Mantuvimos su apartamento bajo vigilancia tanto si estaba ella como si no. Nadie lo visitó. Pinchamos su teléfono y las escuchas no llevaron a nada. Intervinimos su correo, pero no recibía ni una carta, ni siquiera publicidad.
Mientras tanto, habíamos averiguado ya de dónde procedían los tres anuncios encontrados en la cartera: de las páginas de anuncios por palabras de un periódico de Nueva York, otro de Chicago y otro de Portland. El de Portland había salido cinco días antes del asesinato; el de Chicago, cuatro días antes y el de Nueva York, cinco días. Los tres podían haberse conseguido en cualquier quiosco de San Francisco el mismo día del asesinato; disponibles para quien quisiera comprarlos y recortarlos con la intención de encontrar material que pudiera confundir a los investigadores.
El corresponsal de la agencia en París había encontrado a nada menos que seis Emil Bonfils, todos ellos irrelevantes en cuanto concernía a nuestra investigación, y tenía pistas sobre otros tres.
Pero a O’Gar y a mí ya no nos preocupaba ningún Emil Bonfils; aquel enfoque estaba muerto y enterrado. Íbamos avanzando en nuestra tarea: la búsqueda del rival de Gantvoort.
Así fueron pasando los días y así estaban las cosas cuando llegó el día del regreso de Madden Dexter de Nueva York. Nuestra sucursal de allí lo había mantenido vigilado y nos había avisado de su partida, de modo que yo sabía en qué tren iba a llegar. Quería hacerle unas cuantas preguntas antes de que lo viera su hermana. Él podía decirme lo que yo quería saber y tal vez estuviera dispuesto, siempre y cuando lo cogiera antes de que su hermana tuviese ocasión de mandarle callar.
Si lo hubiese conocido de vista podría haberlo recogido cuando bajara del tren en Oakland, pero no lo conocía; y no quería llevar conmigo a Charles Gantvoort o a cualquier otro para que me ayudara a reconocerlo.
Así que me fui esa mañana a Sacramento y allí monté en su tren. Metí mi tarjeta en un sobre y se lo di a un mensajero en la estación. Luego seguí al mensajero por todo el tren mientras él iba llamando: «¡Señor Dexter, señor Dexter!». En el último vagón, con barra de servicio y ventanas grandes para observar el paisaje, un hombre flaco, con el cabello oscuro, traje de lana de buena hechura, abandonó por un momento la contemplación del andén por una ventana y tendió una mano hacia el muchacho.
Lo estudié mientras rasgaba el sobre con gestos nerviosos para abrirlo y leía mi tarjeta. Justo en ese momento le tembló levemente la barbilla, un temblor que subrayaba la debilidad de un rostro que ni en su mejor expresión podía parecer fuerte. Le calculé entre veinticinco y treinta años; peinado con raya en medio y gomina; ojos grandes, marrones y demasiado expresivos, nariz pequeña y bien formada; bigote moreno bien cuidado; labios muy rojos y suaves… Ese tipo de hombre.
Cuando él alzó la mirada me dejé caer en la silla vacía que había a su lado.
—¿Es usted el señor Dexter?
—Sí —respondió—. Supongo que me querrá ver por la muerte del señor Gantvoort, ¿no?
—Ajá. Quería hacerle algunas preguntas y como daba la casualidad de que estaba en Sacramento me ha parecido que si volvía con usted en el tren podría planteárselas sin robarle demasiado tiempo.
—Si hay algo que pueda decirle —me aseguró—, lo haré encantado. Pero ya dije a los agentes de Nueva York todo lo que sabía y no pareció que lo encontraran demasiado valioso.
—Bueno, la situación ha cambiado un poco desde que usted salió de Nueva York. —Mientras hablaba, le miraba la cara con atención—. Lo que entonces nos parecía de nulo valor, puede ser justo lo que ahora nos interesa.
Hice una pausa mientras él se humedecía los labios y me esquivaba la mirada. Tal vez no sepa nada, pensé, pero desde luego está que salta. Le hice esperar unos momentos más mientras fingía pensar algo en profundidad. Estaba convencido de que, si me lo camelaba bien, podía darle la vuelta por completo. No parecía estar hecho de un material demasiado duro.
Íbamos sentados con las cabezas bastante juntas, de modo que los otros cuatro o cinco pasajeros del vagón no pudieran oír nuestra conversación; y esa postura me favorecía. Una de las cosas que sabe cualquier agente es que a menudo resulta fácil obtener información, o incluso una confesión, por parte de alguien de naturaleza débil, si acercas tu cabeza a la suya y hablas con un tono fuerte. Yo allí no podía hablar muy alto, pero la cercanía de nuestras cabezas representaba por sí misma una ventaja.
—De todos los hombres con quienes se relacionaba su hermana —ataqué por fin—, aparte del señor Gantvoort, ¿quién era el más atento?
Tragó saliva con tanta fuerza que hasta pude oírlo. Luego miró por la ventana, me dirigió una mirada fugaz a mí y de nuevo a la ventana.
—La verdad es que no sabría decidirlo.
—De acuerdo. Veámoslo de esta manera. Supongamos que repasáramos de uno en uno a todos los hombres que mostraban algún interés por ella o, al contrario, que generaban su interés. —Él seguía mirando por la ventana—. ¿Por quién empezamos? —Lo apreté.
Su mirada se desplazó hasta encontrarse con la mía durante un segundo, con una especie de tímida desesperación en los ojos.
—Ya sé que sonará estúpido, pero yo, su hermano, no podría darle ningún nombre de un hombre en el que Creda tuviera interés alguno antes de conocer a Gantvoort. Que yo sepa, nunca había sentido nada por un hombre antes de conocerlo. Por supuesto, puede que hubiera alguien y yo no me enterase, pero…
Sí que sonaba absurdo, desde luego. La Creda Dexter con la que yo había hablado —una gatita huidiza, como la llamaba O’Gar— no me pareció capaz de ir demasiado lejos sin llevar al menos a un hombre atado al remolque. El guapito que tenía delante me estaba mintiendo. No se me ocurría otra explicación.
Lo ataqué con uñas y dientes, pero aquella noche, al llegar a Oakland, seguía con su afirmación original: que hasta donde él sabía Gantvoort era el único pretendiente de su hermana. Y yo entendí que había metido la pata, que había subestimado a Madden Dexter y había jugado mal mis cartas al intentar tumbarlo demasiado pronto y desvelar de un modo tan directo el verdadero interés que perseguía. O era mucho más fuerte de lo que yo había supuesto, o bien su interés en proteger al asesino de Gantvoort era mucho mayor de lo previsible.
Pero sí había conseguido algo: si Dexter mentía, ya no podía dudarse de que Gantvoort se había enfrentado a algún rival y Madden Dexter creía, o sabía, que dicho rival había asesinado a Gantvoort.
En Oakland, cuando salimos del tren yo ya sabía que había perdido, que no me iba a decir lo que yo quería saber; esa noche no, en cualquier caso. Sin embargo, seguí con él, me pegué a su lado cuando abordamos el ferry a San Francisco pese a que su deseo de librarse de mí resultaba obvio. Siempre cabe la posibilidad de que ocurra lo inesperado; así que seguí acosándolo con mis preguntas cuando el barco abandonó el muelle.
Al poco un hombre se acercó a donde estábamos sentados, un tipo grande y corpulento, con un abrigo largo y cargado con una bolsa negra.
—¡Hola, Madden! —saludó a mi compañero, al tiempo que se acercaba a él con una mano tendida—. Acabo de llegar y estaba intentando recordar tu número de teléfono —añadió mientras dejaba la bolsa en el suelo y le estrechaba la mano con calidez.
Madden Dexter se volvió hacia mí:
—Le presento al señor Smith —dijo. Luego dio mi nombre al gigantón y añadió—: Trabaja en la sede local de la Agencia de Detectives Continental.
La etiqueta —que sin duda conllevaba una advertencia a beneficio de Smith— me hizo poner en pie y prestar mucha atención. Sin embargo, el ferry estaba abarrotado: habría un centenar de personas a la vista, todas sentadas alrededor de nosotros. Me relajé, mostré una sonrisa agradable y estreché la mano del señor Smith. Fuera quien fuese, y más allá de la relación que pudiera tener con el asesinato… —y, si no la tenía, ¿por qué había tenido Dexter tanta prisa por hacerle saber quién era yo?— allí no podía hacerme nada. La cantidad de gente que nos rodeaba me beneficiaba. Ese fue mi segundo error del día.
La mano izquierda de Smith acababa de meterse en el bolsillo del abrigo o, mejor dicho, por uno de esos cortes verticales que llevan algunos abrigos para que se pueda alcanzar el bolsillo interior sin necesidad de desabrochar la prenda. La mano había cruzado ese corte y el abrigo se había retirado lo suficiente para permitirme atisbar una automática de cañón corto que, protegida de la visión de todos los demás, apuntaba hacia mi cintura.
—¿Vamos a la cubierta? —preguntó Smith. Y era una orden.
Dudé. No me gustaba la idea de abandonar a toda aquella gente que tan ciegamente permanecía en torno a nosotros. Pero la cara de Smith no era la de un hombre cauteloso. Tenía la pinta de alguien dispuesto a hacer caso omiso de la presencia de un centenar de testigos sin demasiado problema.
Me di media vuelta y eché a andar entre la gente. Él llevaba la mano derecha apoyada en mi hombro, con actitud de familiaridad, mientras caminaba detrás de mí; la izquierda sostenía el arma que, bajo el abrigo, me presionaba la columna.
La cubierta estaba desierta. Una densa niebla, húmeda como la lluvia —la niebla característica de las noches de invierno en la bahía de San Francisco—, cubría el barco y el agua y hacía que la gente prefiriese buscar refugio en el interior. Nos envolvía, gruesa e impenetrable; pese a las luces que brillaban en lo alto, yo no alcanzaba a ver el fin de la embarcación.
Me detuve. Smith me empujó por detrás.
—Más allá, donde podamos hablar —retumbó su voz en mi oído.
Seguí caminando hasta que llegué a la borda. Un fuego me ardió de pronto en todo el cogote… Minúsculos puntitos de luz brillaban en la negrura que tenía ante mí, iban creciendo, se abalanzaban sobre mí…