«¡MENUDA GATITA ELEGANTE, ESA MUJER!»
A las once de la mañana, cuando llegué a las oficinas de la policía, fresco y enérgico después de dormir cinco horas, me encontré a O’Gar desfondado ante su mesa, mirando aturdido un zapato negro, media docena de botones de cuello, una llave plana oxidada y un periódico arrugado que tenía alineados ante sí.
—¿Qué es todo esto? ¿Recuerdos de tu boda?
—Como si lo fueran. —Tenía la voz cargada de indignación—. Escucha esto: un conserje del Seamen’s National Bank ha encontrado un paquete en el vestíbulo esta mañana, cuando se disponía a empezar la limpieza. Era este zapato, el que le faltaba a Gantvoort, envuelto en esta página del Philadelphia Record de hace cinco días, con estos botones de cuello y esta llave en su interior. Como verás, alguien ha arrancado el tacón del zapato, que brilla por su ausencia. Whipple lo ha identificado sin problema, así como dos de los botones, pero dice que nunca ha visto esa llave. Los otros cuatro botones de cuello son nuevos, de los más comunes, bañados en oro. Da la sensación de que la llave lleva mucho tiempo sin usarse. ¿Adónde te lleva todo eso?
No me llevaba a ninguna parte.
—¿Cómo es que el conserje lo ha entregado?
—Ah, es que ha salido toda la historia en el periódico esta mañana, con detalles sobre el zapato desaparecido y los botones.
—¿Qué sabes de la máquina de escribir? —le pregunté.
—Alguien la usó para escribir la carta y la lista, efectivamente. Pero todavía no hemos conseguido descubrir de dónde salió. Hemos controlado al médico dueño del cupé y está limpio. Hemos podido comprobar sus movimientos a lo largo de la noche. Lagerquist, el tendero que descubrió a Gantvoort, también parece limpio. ¿Qué has hecho tú?
—Nadie ha contestado a los telegramas que mandé ayer. He pasado por la agencia esta mañana al bajar hacia aquí y tengo a cuatro agentes controlando hoteles y buscando a cualquiera que se llame Bonfils; hay dos o tres familias con ese apellido en el listín. También he enviado un cable a nuestra sucursal de Nueva York para que manden revisar los registros de los vapores, a ver si ha llegado últimamente algún Emil Bonfils; y otro a nuestro corresponsal de París, a ver qué puede encontrar por allí.
—Supongo que deberíamos ir a ver al abogado de Gantvoort, Abernathy, y a esa señora Dexter antes que nada —propuso el sargento.
—Supongo que sí —concedí—. Probemos primero el abogado. Tal como están las cosas, ahora es el más importante.
Murray Abernathy, abogado de oficio, era un viejo caballero alto, fibroso, de hablar lento, que seguía llevando camisas con la pechera almidonada. Estaba tan lleno de su propia idea de la ética profesional que no nos ayudó tanto como habíamos esperado. Pero cuando le dejamos hablar, cuando permitimos que se enrollara a su manera, sí obtuvimos un poco de información. Lo que nos dijo se resume así:
El muerto y Creda Dexter tenían la intención de casarse el siguiente miércoles. Al parecer, el hijo de él y el hermano de ella se oponían a la boda, de modo que Gantvoort y la mujer planeaban casarse en secreto en Oakland y embarcarse hacia Oriente esa misma tarde. Suponían que al volver de su larga luna de miel se encontrarían con un hijo y un hermano, respectivamente, resignados a la idea del matrimonio.
Había un testamento nuevo en el que la mitad del legado de Gantvoort quedaba para su nueva esposa y la otra mitad iba a parar a su hijo y a su nuera. Pero el testamento nuevo estaba aún sin firmar y Creda Dexter sabía que así era. Ella sabía también —y este era uno de los puntos que Abernathy afirmó de manera tajante— que en el testamento anterior todo era para Charles Gantvoort y su esposa.
La herencia de Gantvoort, según dedujimos de las afirmaciones y alusiones indirectas de Abernathy, rondaría el millón y medio de dólares, una vez convertido en efectivo. El abogado dijo que no había oído hablar de Emil Bonfils y que nunca se había enterado de ninguna amenaza o intento de asesinato que afectara al muerto. No sabía, o no quería contarnos, nada que arrojara luz alguna sobre la naturaleza de aquello que, según se acusaba en la carta de amenaza, había robado el muerto.
Del despacho de Abernathy fuimos al apartamento de Creda Dexter, en un edificio nuevo y lujoso, a escasos minutos de paseo de la residencia de los Gantvoort.
Creda Dexter era una mujer baja de veintipocos años. Lo primero que llamaba la atención eran sus ojos. Eran grandes y profundos, del color del ámbar, y sus pupilas nunca descansaban. Cambiaban de tamaño constantemente, se expandían y se contraían, a veces lentamente, otras de manera repentina, variando sin cesar del tamaño de la cabeza de un alfiler a una amplitud que amenazaba con desparramarse sobre el iris ambarino.
Guiado por sus ojos descubrías que toda ella era exageradamente felina. Todos sus movimientos tenían la lentitud, suavidad y seguridad que transmiten los gatos; y el contorno de su cara, bastante hermosa, la forma de la boca, la nariz pequeña, la disposición de los ojos, la curvatura de las cejas, todo era felino. Su manera de llevar el pelo, denso y castaño, acrecentaba el efecto.
—El señor Gantvoort y yo —nos dijo una vez cumplidas las explicaciones preliminares— nos íbamos a casar pasado mañana. Su hijo y su nuera se oponían a la boda, igual que mi hermano Madden. Parece que todos consideraban excesiva nuestra diferencia de edad. Así que para evitar cualquier situación desagradable habíamos planeado casarnos sin hacer ningún ruido y luego irnos de viaje un año, o más, con la certeza de que a nuestra vuelta ya se habrían olvidado todas las quejas.
»Por eso el señor Gantvoort convenció a Madden para que fuera a Nueva York. Tenía algún asunto allí, algo que ver con la disolución de sus intereses en una mina de acero, y lo usó como excusa para quitarlo de en medio hasta que partiéramos de viaje de novios. Madden vivía aquí conmigo y me hubiera resultado prácticamente imposible hacer cualquier preparativo del viaje sin que él lo viera.
—¿Estuvo aquí anoche el señor Gantvoort? —le pregunté.
—No. Lo esperé porque íbamos a salir. Solía venir andando… Solo son unas manzanas. Cuando dieron las ocho y no había llegado llamé a su casa y Whipple me dijo que había salido casi una hora antes. Después volví a llamar dos veces más. Y luego, esta mañana, he llamado antes de ver el periódico y me han dicho que…
Tuvo que dejarlo ahí porque se le quebraba la voz: la única señal de pena que dio en toda la entrevista. La impresión que Charles Gantvoort y Whipple nos habían transmitido de ella nos había preparado para una exhibición de dolor más o menos elaborada por su parte. Pero nos decepcionó. No hubo ninguna vulgaridad en su desempeño: ni siquiera puso en marcha la fuente de lágrimas.
—¿Y anteanoche estuvo aquí el señor Gantvoort?
—Sí. Vino poco después de las ocho y se quedó hasta casi las doce. No salimos.
—¿Vino y se fue a pie?
—Que yo sepa, sí.
—¿Alguna vez le dijo algo acerca de una amenaza de muerte?
—No.
Movía la cabeza con determinación para subrayar la negativa.
—¿Conoce a Emil Bonfils?
—No.
—¿Nunca oyó al señor Gantvoort hablar de él?
—No.
—¿En qué hotel se hospeda su hermano en Nueva York?
Las negras pupilas inquietas se expandieron de pronto, como si tuvieran que derramarse hacia la zona blanca de los ojos. Fue la primera señal de miedo que vi en ella. Sin embargo, más allá de la delación de las pupilas, mantuvo la compostura.
—No lo sé.
—¿Cuándo salió de San Francisco?
—El jueves. Hace cuatro días.
O’Gar y yo recorrimos seis o siete manzanas caminando en silencio, pensativos, al salir del apartamento de Creda Dexter, y luego empezamos a hablar.
—Menuda gatita elegante, esa mujer. Si la acaricias en la dirección adecuada, se pone a ronronear. Como le des en sentido contrario, cuídate de sus uñas.
—¿Cómo interpretas la reacción de sus ojos cuando le he preguntado por su hermano? —pregunté.
—Hay algo, pero no sé qué es. No estaría de más controlarlo para ver si de verdad está en Nueva York. Si hoy está ahí, podemos dar por hecho que anoche no estaba aquí, incluso los aviones de correos tardan veintiséis o veintiocho horas para ese viaje.
—Hagámoslo —accedí—. Da la sensación de que Creda Dexter no estaba segura de que su hermano no estuviera implicado en el asesinato. Y no hay ninguna prueba de que Bonfils no tuviera ayuda. En cambio, no me imagino a Creda metida en el asesinato. Ella sabía que aún no estaba firmado el testamento nuevo. No tenía ningún sentido que ella misma se deshiciera de los tres cuartos de millón que le correspondían.
Enviamos un largo telegrama a la sucursal neoyorquina de la Continental y luego pasamos por la agencia para comprobar si había llegado alguna respuesta a los cables de la noche anterior. Y así era. Nadie había podido encontrar a ninguno de los mencionados en la lista mecanografiada; ni rastro de ninguno de ellos. De hecho, en dos casos, la dirección era errónea. Ni siquiera había ninguna casa que, en aquellas calles, tuviera el número indicado en la lista. Nunca la había habido.