«¡NO ESTÁ MAL!»
A continuación, O’Gar y yo llevamos a Gantvoort al depósito de cadáveres, a ver a su padre. Incluso para O’Gar y para mí, que apenas lo conocíamos de vista, la visión del cuerpo del muerto no era muy agradable. Yo lo recordaba como un hombre pequeño y huesudo, siempre vestido con mucha elegancia y dotado de un brío elástico que le hacía aparentar menos años de los que tenía.
Ahí estaba ahora con la parte alta de la cabeza convertida en un amasijo pulposo y rojo. Dejamos a Gantvoort en el depósito y nos fuimos caminando a la comisaría central.
—¿Qué es ese rollo tan profundo que te estás marcando con ese Emil Bonfils y París en 1902? —preguntó el agente en cuanto estuvimos en la calle.
—Esto: el muerto llamó a la agencia por la tarde y dijo que había recibido una carta de amenaza de un tal Emil Bonfils, con quien había tenido algún problema en París en 1902. También dijo que Bonfils le había disparado la noche anterior por la calle. Quería que alguien se presentara esta noche para hablar con él de este asunto. Y dijo que bajo ninguna circunstancia debíamos incluir en esto a la policía, que prefería que lo atrapara Bonfils antes que permitir que el problema saliera a la luz pública. Era todo lo que podía decir por teléfono; y por eso dio la casualidad de que yo estaba allí cuando notificaron a Charles Gantvoort la muerte de su padre.
O’Gar se detuvo en medio de la acera y soltó un suave silbido.
—¡No está mal! —exclamó—. Espera a que lleguemos a la comisaría. Te voy a enseñar una cosa.
Cuando llegamos a la comisaría, Whipple estaba esperando en la sala de reuniones. A primera vista, tenía la cara tan inexpresiva, tan parecida a una máscara como cuando me abrió la puerta en la casa de Russian Hill unas horas antes, aquella misma tarde. Pero bajo sus modales de sirviente perfecto, estaba crispado y temblaba.
Lo llevamos al despachito en que habíamos interrogado a Charles Gantvoort.
Whipple confirmó todo lo que nos había dicho el hijo del viejo. Estaba seguro de que ni la máquina de escribir ni el joyero, los dos cartuchos o la cartera nueva habían pertenecido a Gantvoort.
No conseguimos que dijera en voz alta su opinión sobre los Dexter, pero era fácil ver que no contaban con su aprobación. La señorita Dexter, dijo, había llamado por teléfono tres veces a lo largo de la noche: a las ocho, a las nueve y a las nueve y media. Había preguntado cada vez por Leopold Gantvoort, pero no había dejado ningún mensaje. Whipple opinaba que estaba esperando a Gantvoort y este no había llegado nunca.
Dijo que no sabía nada de Emil Bonfils, ni de ninguna carta de amenazas. Gantvoort había salido la noche anterior desde las ocho hasta la medianoche. Whipple no lo había visto con tanto detenimiento como para confirmar si estaba nervioso o no. Gantvoort solía llevar unos cien dólares en el bolsillo.
—¿Hay algo que a usted le conste que el señor Gantvoort llevara encima y no esté ahora entre los objetos de esa mesa? —preguntó O’Gar.
—No, señor. Parece que todo está aquí: reloj y cadena, dinero, dietario, cartera, llaves, pañuelos, estilográfica. Que yo sepa, está todo.
—¿Charles Gantvoort ha salido esta noche?
—No, señor. Tanto él como la señora Gantvoort han estado en casa toda la noche.
—¿Seguro?
Whipple se quedó pensando un momento.
—Sí, señor. Estoy bastante seguro. Lo que sé es que la señora Gantvoort no ha salido. A decir verdad, no he visto al señor Charles desde las ocho, más o menos, hasta que ha bajado con ese caballero —añadió, señalándome— a las once. Pero estoy bastante seguro de que él también ha estado en casa toda la noche. Creo que la señora Gantvoort ha dicho que él estaba aquí.
Entonces O’Gar hizo otra pregunta, una que en ese momento me sorprendió:
—¿Qué clase de botones de cuello llevaba el señor Gantvoort?
—¿Se refiere al señor Leopold?
—Sí.
—Unos de oro lisos, de una pieza. Llevaban la marca de un joyero de Londres.
—Si los viera, ¿los reconocería?
—Sí, señor.
Entonces dimos permiso a Whipple para que se fuera a casa.
—¿No te parece…? —sugerí cuando O’Gar y yo nos quedamos a solas con todas aquellas pruebas que cubrían la mesa y que para mí aún carecían de significado—. ¿No te parece que ya va siendo hora de que te sueltes y me cuentes qué pasa aquí?
—Supongo que sí. Escucha esto: un hombre llamado Lagerquist, tendero, iba esta noche conduciendo por el Golden Gate Park y ha pasado junto a un coche parado en una carretera oscura con las luces apagadas. Le ha parecido que la manera de permanecer el conductor sentado al volante era extraña y se lo ha dicho al primer policía de patrulla que ha visto.
»El policía ha investigado y se ha encontrado a Gantvoort sentado al volante, muerto, con la cabeza aplastada y este artilugio —añadió, con una mano apoyada en la máquina de escribir ensangrentada— en el asiento contiguo. Eran las diez menos cuarto. El médico dice que a Gantvoort lo mataron al partirle el cráneo con esta máquina de escribir.
»Descubrimos que alguien había vaciado los bolsillos del muerto; todo lo que hay encima de la mesa, excepto la cartera nueva, estaba desperdigado por el coche; algunas cosas en el suelo, otras en los asientos. El dinero también estaba allí: casi cien dólares. Y entre los papeles estaba esto.
Me pasó una hoja de papel blanco en la que, escrito a máquina, podía leerse lo siguiente:
«L. F. G. —Quiero lo que es mío. Nueve mil kilómetros y veintiún años no bastan para esconderte de la víctima de tu traición. Pienso quedarme lo que robaste.
E. B.».
—L. F. G. podría ser Leopold F. Gantvoort —dije—. Y E. B. podría ser Emil Bonfils. Veintiún años es el tiempo transcurrido entre 1902 y 1923 y nueve mil kilómetros es, más o menos, la distancia entre París y San Francisco.
Solté la carta y cogí el joyero. Era de imitación de piel negra, forrado de satén blanco y sin ninguna clase de marca.
Luego examiné los cartuchos. Había dos del calibre 45, S. W. Ambos tenían unas cruces marcadas en la parte blanda de la punta, un viejo truco que sirve para que la bala, al chocar, se expanda como un plato.
—¿Eso también estaba en el coche?
—Sí. Y esto.
O’Gar sacó de un bolsillo del chaleco un mechón corto de cabello rubio.
Pelos de entre tres y cinco centímetros de largo. Estaban cortados, no arrancados de raíz.
—¿Algo más?
Al parecer, había un torrente interminable de cosas. Cogió la cartera de la mesa, la misma que según Whipple y Charles Gantvoort no pertenecía al muerto, y me la pasó.
—Esta la encontraron en la carretera, a un metro, o metro y medio, del coche.
Era de escasa calidad y no llevaba iniciales del fabricante ni del dueño. Dentro había dos billetes de diez dólares, tres recortes de periódico pequeños y una lista mecanografiada con seis nombres y direcciones, encabezada por Gantvoort.
Al parecer, los tres recortes procedían de las páginas de anuncios por palabras de distintos periódicos, porque cambiaba la tipografía. El texto decía:
GEORGE.
Todo está arreglado. No esperes demasiado.
D. D. D.
R. H. T.
No contestan.
FLO.
CAPPY.
Doce en punto y ponte elegante.
BINGO.
En la lista mecanografiada, debajo del de Gantvoort, se leían los siguientes nombres y direcciones:
—¿Qué más? —pregunté después de examinar la lista.
La provisión de objetos del sargento no se había agotado todavía.
—Los botones del cuello del muerto, tanto delante como detrás, estaban arrancados, pese a que él aún llevaba puesto el cuello e incluso la corbata. Y le faltaba el zapato izquierdo. Lo buscamos por todas partes en los alrededores, pero no encontramos ni el zapato ni los botones.
—¿Y ya está?
Estaba preparado para cualquier cosa.
—¿Qué demonios quieres? —gruñó—. ¿No te parece suficiente?
—¿Hay huellas dactilares?
—Nada por ese lado. Todas las que hemos encontrado pertenecían al muerto.
—¿Y el coche en que lo encontraron?
—Un cupé de un médico, un tal Wallace Girargo. Llamó a las seis de la tarde para decir que se lo habían robado cerca del cruce de la calle McAllister con Polk. Estamos revisando su historia, pero creo que es legal.
Las cosas que Whipple y Charles Gantvoort habían identificado como propiedades del muerto no nos decían nada. Había muchas entradas en el dietario, pero ninguna parecía tener nada que ver con el asesinato. También las cartas resultaban irrelevantes. Las repasamos con atención, pero fue en vano. Descubrimos que a la máquina de escribir le habían quitado el número de serie, aparentemente limándolo para borrarlo.
—Bueno, ¿qué opinas? —preguntó O’Gar cuando dimos por finalizado el examen de las pistas y nos sentamos a quemar tabaco.
—Creo que hemos de buscar a don Emil Bonfils.
—No estaría mal —gruñó—. Supongo que nuestra mejor opción consiste en ponemos en contacto con las cinco personas de la lista encabezada por el nombre de Gantvoort. ¿Y si fuera una lista de víctimas? ¿Y si ese tal Bonfils se propone cargárselos a todos?
—Puede ser. En cualquier caso, nos pondremos en contacto con ellos. A lo mejor descubrimos que ya ha matado a más de uno. Pero tanto si están muertos como si aún los ha de matar, o lo contrario, está claro que alguna relación han de tener con este asunto. Prepararé una tanda de telegramas a todas las sucursales de la agencia para que se ocupen de todos los nombres de la lista. Intentaré ubicar también los recortes de periódicos.
O’Gar miró el reloj y bostezó.
—Son más de las cuatro. ¿Y si lo dejamos por hoy y dormimos un poco? Dejaré un aviso para que el experto del departamento compare la máquina de escribir con la carta firmada por E. B. y con la lista, para saber si están escritas con ella. Supongo que sí, pero nos aseguraremos. Haré que registren todo el parque donde encontramos a Gantvoort en cuanto haya suficiente luz y quizás encuentren el zapato que falta y los botones del cuello. Y pondré a un par de muchachos a visitar todas las tiendas de máquinas de escribir de la ciudad, a ver si consiguen alguna pista sobre esta.
Me detuve en la oficina de telégrafos más cercana que encontré y mandé una serie de mensajes. Luego me fui a casa, a soñar con algo que no estuviera ni remotamente relacionado con crimen alguno, ni con la profesión de detective.