«¿CONOCE… A EMIL BONFILS?»
—El señor Leopold Gantvoort no está en casa —dijo el sirviente que había abierto la puerta—, pero sí está su hijo, el señor Charles, si quiere verlo.
—No, tenía una cita con Leopold Gantvoort a las nueve, o un poco más tarde. Y ahora son las nueve. Seguro que no tardará en volver. Lo esperaré.
—Muy bien señor.
Se echó a un lado para dejarme entrar, recogió mi abrigo y mi sombrero, me guio a una sala del tercer piso —la biblioteca de Gantvoort— y me dejó allí. Cogí una revista de una pila que había encima de la mesa, me acerqué un cenicero y me puse cómodo. Pasó una hora. Dejé de leer y empecé a impacientarme. Al cabo de otra hora me inquieté. En algún lugar un reloj empezó a dar las once cuando entró en la sala un joven de veinticinco o veintiséis años, alto y delgado, con una piel llamativamente blanca y los ojos y el cabello oscuros.
—Mi padre no ha vuelto todavía —dijo—. Es una lástima que lleve tanto tiempo esperando. ¿No puedo hacer nada por usted? Soy Charles Gantvoort.
—No, gracias. —Me levanté de la silla y acepté la cortés invitación a despedirme—. Ya me pondré en contacto con él mañana.
—Lo lamento —murmuró.
Avanzamos juntos hacia la puerta. Cuando ya salíamos al vestíbulo, sonó el timbre suave de un supletorio telefónico que había en un rincón de la sala que estábamos abandonando y yo me detuve junto a la puerta mientras Charles se acercaba a responder. Me dio la espalda mientras hablaba por teléfono.
—Sí. Sí, ¡sí! —Brusco—. ¿Qué? Sí. —Muy débil—. Sí.
Se dio media vuelta y me miró con un rostro gris y atormentado, con los ojos como platos de pura sorpresa, boquiabierto, sin soltar el teléfono.
—Mi padre —jadeó— está muerto. ¡Asesinado!
—¿Dónde? ¿Cómo?
—No lo sé. Era la policía. Quieren que baje ahora mismo. —Alzó los hombros con esfuerzo para recuperar la compostura, colgó el teléfono y alivió en parte la tensión de las líneas de la cara—. Tendrá que perdonarme.
—Señor Gantvoort —interrumpí sus disculpas—, tengo relación con la Agencia de Detectives Continental. Su padre ha llamado esta tarde y ha pedido que le enviaran un detective esta noche para verlo. Ha dicho que tenía amenazas de muerte. De todos modos, no nos había contratado de manera definitiva. Así que, salvo que usted…
—¡Claro! ¡Queda contratado! Si la policía no tiene todavía al asesino, quiero que haga todo lo posible para atraparlo.
—¡Muy bien! Vayamos a la comisaría.
Ninguno de los dos habló durante el trayecto hasta la comisaría central. Gantvoort iba inclinado sobre el volante de su coche, adentrándose en las calles a una velocidad terrible. Había varias preguntas que requerían respuesta, pero si iba a seguir conduciendo a esa velocidad sin estamparnos contra algo era necesario que mantuviera toda su atención en la calzada. Así que opté por no molestarlo, quedarme tranquilo y guardar silencio.
Cuando llegamos a las oficinas de la policía nos esperaba media docena de agentes. O’Gar —un sargento obstinado que se viste como el jefe de la policía de un pueblo en las películas, con su sombrero negro de ala ancha y todo, pero a quien conviene no menospreciar por ello— estaba al mando de la investigación. Yo había trabajado con él antes en dos o tres casos y teníamos una relación excelente.
Nos llevó a uno de los despachos pequeños que había debajo de la sala de reuniones. Había unas docena de objetos, o más, desparramados sobre la mesa.
—Quiero que repase con atención estas cosas —dijo el sargento a Gantvoort— y escoja las que pertenecían a su padre.
—Pero… ¿dónde está él?
—Haga esto primero —insistió O’Gar— y luego podrá verlo.
Miré los objetos de la mesa mientras Charles Gantvoort hacía su selección. Un joyero vacío; un dietario; tres cartas en sobres abiertos, dirigidas al muerto; más papeles; un puñado de llaves; una estilográfica; dos pañuelos blancos de lino; dos cartuchos de pistola; un reloj de oro sujeto a una navaja y a un lapicero, ambos de oro también, por una cadena de oro y platino; dos carteras de piel negra, una muy nueva y la otra gastada; algo de dinero, tanto en billetes como en monedas; y una pequeña máquina de escribir portátil, machacada, retorcida y manchada de pelos y sangre. De los demás objetos, algunos estaban también manchados de sangre y otros limpios.
Gantvoort cogió el reloj y lo que llevaba encadenado, las llaves, la estilográfica, el dietario, los pañuelos, las cartas y los otros papeles, y la cartera más vieja.
—Todas estas cosas eran de mi padre —nos dijo—. Nunca había visto ninguna de las otras. Por supuesto, ignoro cuánto llevaba encima esta noche, de modo que no puedo decir qué parte de este dinero le pertenece.
—¿Está seguro de que ninguno de los demás objetos era suyo? —preguntó O’Gar.
—Creo que no, aunque no estoy seguro. Whipple sabría decírselo. —Se volvió a mí—. Es el hombre que le ha abierto esta noche. Él cuidaba de mi padre y sabrá con toda certeza si alguna de estas cosas le pertenecía o no.
Uno de los agentes se acercó al teléfono para decir a Whipple que acudiera de inmediato. Yo reanudé el interrogatorio:
—¿Falta algún objeto que su padre soliera llevar encima? ¿Algo de valor?
—Que yo sepa, no. Me parece que aquí está todo lo que se podría dar por hecho que llevaba encima.
—¿A qué hora ha salido de casa esta noche?
—Antes de las siete y media. Puede que incluso a las siete.
—¿Sabe adónde iba?
—No me lo ha dicho, pero supongo que iba a visitar a la señorita Dexter.
Las caras de los policías se iluminaron y a todos se les afiló la mirada. Supongo que a mí también. Hay muchos, muchos asesinatos en los que jamás aparece una mujer, pero casi nunca son muy brillantes.
—¿Quién es esa señorita Dexter? —O’Gar retomó el interrogatorio.
—Es… Bueno… —Charles Gantvoort titubeó—. Bueno, mi padre se llevaba muy bien con ella y con su hermano. Solía ir a verlos… a verla, varias tardes por semana. De hecho, sospecho que tenía la intención de casarse con ella.
—¿Quién es y a qué se dedica?
—Mi padre se empezó a relacionar con ellos hace seis o siete meses. Yo he coincidido con ellos varias veces, pero no los conozco muy bien. La señorita Dexter, Creda, ese es su nombre de pila, tendrá unos veintitrés años, diría yo, mientras que su hermano es cuatro o cinco mayor que ella. Él está ahora en Nueva York, a donde fue a manejar algunos negocios de mi padre, si no está volviendo ya.
—¿Le había dicho su padre que pensara casarse con ella? —O’Gar quería rematar a golpe de martillo la pista de la chica.
—No, pero era bastante obvio que estaba muy… eh, encaprichado. Tuvimos una discusión al respecto hace algunos días, la semana pasada. No fue una pelea, ya me entiende, pero sí un intercambio de palabras. Por su forma de hablar, temí que pensara casarse con ella.
—¿Qué quiere decir «temí»? —saltó O’Gar en cuanto oyó el verbo.
Charles Gantvoort carraspeó avergonzado y su rostro blanquecino se sonrojó.
—No quiero transmitirle una mala impresión de los Dexter. No creo… Estoy seguro de que no han tenido nada que ver con la…, con esto. Pero no sentía nada especial por ellos. No me gustaban. Me parecía que eran…, bueno, cazadores de fortunas. Mi padre no tenía una riqueza fabulosa, pero sí contaba con medios considerables. Y, aunque no era un hombre débil, había cumplido ya los cincuenta y siete, edad suficiente para que yo tenga la impresión de que a Creda Dexter le interesaba más el dinero que su persona.
—¿Qué sabe del testamento de su padre?
—En el último al que tuve acceso, escrito hace dos o tres años, nos lo dejaba todo a mi mujer y a mí, conjuntamente. El abogado de mi padre, el señor Murray Abernathy, le sabrá decir si hubo algún testamento posterior, pero me extrañaría.
—Su padre se había retirado de los negocios, ¿no?
—Sí, me pasó su negocio de importación y exportación hará cosa de un año. Tenía algunas inversiones repartidas, pero no estaba involucrado en la dirección de ningún negocio.
O’Gar se echó hacia atrás el sombrero de comisario jefe de pueblo y se rascó la cabeza ahuevada con expresión pensativa. Luego me miró.
—¿Quieres preguntar algo más?
—Sí. Señor Gantvoort, ¿conoce a un tal Emil Bonfils, ha oído alguna vez a su padre o a cualquier otra persona hablar de él?
—No.
—¿Alguna vez le dijo su padre que hubiera recibido una carta de amenaza? ¿O que le habían disparado por la calle?
—No.
—¿Estuvo su padre en París en 1902?
—Es muy probable. Solía viajar al extranjero todos los años hasta que se retiró de los negocios.