El vestíbulo de un teatro justo antes del cierre de la taquilla fue, una noche, el escenario del bautismo del traje. Al fin había dejado en casa, claro, el sombrero de copa; no servía de nada exagerar. Su gramática había mejorado tanto a esas alturas que casi nunca usaba la doble negación, aunque algunos tiempos verbales lo desconcertaban todavía, y su acento justificaba todos los esfuerzos que había invertido en él.
Con el abrigo ligero abierto por un lado para exponer todo el claroscuro de su vestimenta inmaculada, sonrió a la chica que lo miraba desde el otro lado de la reja y se fajó dignamente con lo que conocía del don del habla. Y la chica, una vez acostumbrada a la visión de la pistola en sus manos, disfrutó del robo tanto como él.
Aun así, hizo sonar la alarma en cuanto él se largó.
Resultó que esa noche solo había otros dos hombres vestidos con traje por las calles de San Francisco y uno de ellos era muy viejo y el otro era muy alto. Y así la policía, aunque le perdió la pista en algún momento en el cruce de las calles Powell y Geary, y de nuevo otra vez en Mason con Stutter, llegó a los cuarteles de Itchy —ahora tenía un apartamento en la calle California— solo unos minutos después de él.
Hubo una puerta rota, una bala perdida, uno o dos golpes, y se llevaron preso a Itchy.