Hay un estrato de la sociedad criminal norteamericana cuyos constituyentes —casi sin excepción, ya sean bandidos o ladrones; los primeros, antaño predominantes, son ahora una minoría menguante— son principalmente indigentes. Tienen toda la conciencia de casta que corresponde a los vagabundos, todo su desprecio por los modos de vida más gentiles. Los vemos a menudo en las ciudades, pero llevan consigo el orgullo de su tribulaciones, de su independencia, de su capacidad de hacer cuanto haya que hacer por sí mismos.
No es común verlos por las guaridas vulgares de los delincuentes de ciudad; incluso antes de la ley seca preferían comprar su licor en forma de alcohol puro y luego diluirlo a su gusto; fingen un fino desprecio por las mujeres y sus contactos con ellas son infrecuentes y breves. Su morada ideal en una ciudad es una casa en algún barrio bajo suburbial o, si eso no es posible, un piso, una habitación con cocina en la que puedan vivir ajenos al trato con cocineros y otros avatares de la civilización. En resumen, son marginales y se enorgullecen de ello. Y les gusta tratar a las ciudades como si no fueran tales en absoluto, sino meramente otro tipo de campo.
Itchy —que ahora pasaba la mayor parte de días ociosamente en su habitación, releyendo los tres recortes de periódicos de colores y rumiando la frase: «dandis caballerosos de ficción»— pertenecía a esa tribu. Y se vanagloriaba de que su lugar entre ellos no era inferior al de nadie. Era duro como el que más, tan capaz de prescindir de las comodidades de existencias menos endurecidas como de cuidar de sí mismo.
Y sin embargo, tampoco era como si no hubiera nacido para esa otra vida. Ya puestos, su gente era tan buena como cualquiera. ¿No había sido cartero su padre durante veinticinco años? No, su gente no era chusma, de ninguna manera. Y le habían dado una buena educación hasta que abandonó el nido: había llegado a séptimo curso en la educación básica. Así que si era un fulano era por elección, no porque —como Pete, por ejemplo— no sirviera para otra cosa. Si quería, podía hacer otras cosas. Y a lo mejor querría. Quizás hubiera algo en eso de los ladrones caballerosos. Se habían escrito libros sobre ellos…
Una vendedora de una librería del centro de la ciudad le dijo que sí tenía historias de ladrones caballerosos y le vendió cinco.
Al final, los encontró decepcionantes e insignificantes. Después de todo no tenían nada que ver con la vida. Dejó cuatro tras leer solo parcialmente sus primeros capítulos, pero con el quinto le cogió el tranquillo a la cosa, se lo leyó entero, volvió a los otros, los leyó y volvió por más a la librería.
Los libros no le resultaron nada satisfactorios. En primer lugar, la mayoría trataban de ladrones de casas. Y aunque aquellos tipos eran indudablemente de categoría superior, con su ropa elegante y sus modales, con su charla ingeniosa y su valiente osadía, Itchy no podía negarles una buena parte del desprecio que sentía por los ladrones de casas. Además, en muchas historias el ladrón resultaba ser, hacia el final, un detective que se desviaba, de mala manera, y con muchos problemas, en su búsqueda de las joyas robadas, o de lo que fuera. Y si era un ladrón de verdad lo más probable era que se reformara en los últimos capítulos; aunque como solían mejorar su situación financiera con la reforma, no se les podía culpar demasiado por ello.
Las chicas con las que aquellos tipos acababan liándose antes o después sí que le gustaban. El hecho de que fueran tan distintas de todas las que había conocido hacía que le parecieran más auténticas. Las mujeres con las que había mantenido algún que otro contacto de vez en cuando no habían sido precisamente maravillosas, más allá de la misoginia de su pose tribal. Pero aquellas eran diferentes. Se parecían más a… La chica de la librería era más o menos de ese tipo.
De todas formas, por mucho que pudiera decirse sobre esos hombres de los libros —que olvidaban las más simples precauciones, se dejaban sorprender siempre en plena faena, demostraban ser innecesariamente ingenuos y solo triunfaban gracias a los favores milagrosos del azar—, algo sí tenían. Conseguían grandes botines, se lo pasaban bien, la gente escribía historias sobre ellos… Estaba, por ejemplo, aquel que le decía a un detective: «Estoy harto de usted. Me aburre. Me agota. Me exaspera. Y ahora, lárguese». No estaba nada mal. Solo había que imaginarse la cara de un poli si alguien le decía eso. Aunque, como era natural, había que estar seguro de tener las de ganar antes de soltar algo así.
Claro que no se podía ir por ahí dando palos como hacían esos tipos: en el sentido práctico no eran nada buenos. Sin embargo, un hombre que conociera a fondo el negocio, si copiaba sus modales, su vestimenta y su manera de hablar, no solo podría aumentar los beneficios gracias a la capacidad de entrar en lugares que le estarían vedados sin ese lustre, sino que encima se lo pasaría de maravilla. Y a los periódicos les encantaba. Solo había que ver el lío que habían armado con aquellos dos trabajitos suyos, y eso que él ni siquiera había intentado hacerlos en plan fino.
En la segunda visita a la librería se agotaron las provisiones de ficción de ladrones caballerosos, pero descubrió que lo que buscaba se encontraba de vez en cuando en la pantalla y a menudo en las revistas.
Ahora iba en serio. Llevaba el pelo con una cuidadosa raya en el centro y recogido con una densa sustancia pegajosa que compraba en grandes botes; pasaba largos ratos en la silla de barbero y hasta se sometía a la manicura. Y no descuidaba el sastre, el camisero, el sombrerero y el zapatero.
Leía en voz alta en su habitación por las noches y tenía la sensación de que su lenguaje había mejorado gracias a eso. Cada día, o cada dos, visitaba la librería con la intención aparente de preguntar si había libros nuevos, aunque en realidad acudía por la conversación de la vendedora. Los libros podían darle las palabras adecuadas y las combinaciones idóneas, pero no la pronunciación exacta. La vendedora, en cambio, sí podía; y además de la pronunciación también le enseñaba el acento preciso. Ella formaba las palabras en lo alto del paladar, de donde salían claras y redondas, con una forma que él, por puro instinto, sabía correcta. Al volver a su habitación repetía todo lo que le hubiera dicho ella, imitando con un esfuerzo doloroso todos los trucos de articulación.
Decidió que algún día daría un palo en la librería. No habría mucho dinero en el cajón (tenía que acordarse de llamarlo «caja registradora» si lo mencionaba) y, al encontrarse en el centro del barrio comercial, tenía una pésima ubicación para una huida rápida. Pero la vendedora era la única persona que conocía a la que consideraba capaz de distinguir infaliblemente lo falso de lo verdadero, y él sabría por su actitud en qué medida había triunfado. Sin embargo no lo iba a hacer todavía: aún no estaba listo para un examen tan severo y, además, ella tenía que recibir todavía algún libro de vez en cuando y no tenía sentido cortar esa fuente de provisiones.
Itchy aún tardó otro mes en comprarse ropa de noche. Sin embargo, como todos los libros insistían en eso —también parecía indicada una chaqueta para salir a cenar— terminó por aceptarlo. Pero no se compró ninguna chaqueta suelta para combinar con otros pantalones. Pensó que, ya que daba un paso adelante, debía darlo de manera decidida y no malgastar en el pacto entre formalidad e informalidad que representaba la chaqueta suelta.
Desde entonces, llevó todas las noches su traje nuevo, aunque eso lo obligó a quedarse en casa un tiempo, hasta que logró acostumbrarse a la nueva vestimenta. De todas formas, solía quedarse en casa por la noche. No tenía ningún deseo de relacionarse con sus familiares. Sabía cómo iban a recibir a aquel nuevo Itchy, con sus camisas y calcetines de seda, su cara y sus manos atendidas con tanto cuidado, su cabello brillante, su ropa acicalada. Y para quienes vestían como él —la vulgar raza de la ciudad— conservaba todo su desprecio. Así que pasaba mucho tiempo a solas.
En esa época empezó a tomar una incómoda consciencia de su apodo. Se había acostumbrado a usarlo, a pensar en él como algo más natural que el nombre Floyd, impuesto en la pila bautismal; en cambio ahora, al contemplarlo en el contexto de su nueva evolución, le parecía de mal gusto. Se lo había ganado cinco o seis años antes, sentado en torno a un fuego con un grupo de colegas una noche, en la «jungla» de los alrededores de Fresno. Se rascaba como un salvaje por las picaduras de pulga que cubrían su piel en esa época, y un viejo delincuente le había lanzado el nombre desde el otro lado de las llamas: Itchy, el del picor. Se había reído como los demás y el apodo se le había pegado. Itchy Maker. ¿Qué importancia tenía? Daba lo mismo un nombre que otro. Pero ahora ya no daba necesariamente lo mismo. Y aunque lo más probable era que nunca volviera a mezclarse con quienes lo conocían por ese apodo, podía surgir en el momento más inesperado para avergonzarlo. Si ahora encontraba nuevos socios —como sin duda iba a ocurrir en breve—, tenía la intención de darse a conocer como «Maker, el decoroso». Era mucho mejor que picajoso; de hecho sonaba mejor.
Al cabo de una quincena, Itchy llevaba ya la ropa de noche adecuada por las calles y en los vestíbulos de los mejores hoteles, en los que pasaba horas holgazaneando, dedicando una mirada condescendiente a quienes se encargaban de los turnos de noche y de día con atuendos más comunes. Y, a medida que aumentaba su familiaridad con ellas, las nuevas prendas empezaron a tentarlo con la idea de llevarlas en un robo. Pero durante un tiempo se resistió.
En los dos meses siguientes asaltó una joyería pequeña y la oficina de una cadena de lavanderías. Ahora se sentía muy seguro de sí mismo en ese papel y animó ambos asaltos con copiosas citas de los libros que había leído y hasta improvisó alguna salida. En la oficina de la lavandería tuvo la suerte de encontrarse con dos chicas adictas a ese mismo tipo de literatura, y su manera de apreciar sus modales le resultó gratificante. Y más gratificante todavía era la calidez con que la prensa aceptaba las historias de aquellas chicas, las pulía, las doraba y las lanzaba para que el mundo las viera. Itchy conseguía que le dedicaran una columna tras otra, incluso algún editorial.