II

Se puso bien tieso de repente y, aguzando el oído, escuchó mientras sus ojos pequeños y marrones se paseaban suspicaces por toda la habitación. Se acercó de puntillas a la puerta, volvió a prestar atención, descorrió el pestillo a toda prisa y la abrió de golpe; se asomó al pasillo oscuro. Luego volvió a la bolsa negra. Abrió más la raja, vació el contenido y lo desparramó encima de la cama. Una montaña de papel de color verde grisáceo, toda una pila de billetes, dividido limpiamente en pequeños fajos rodeados por una faja de papel. De mil, de cien, de diez, de veinte, de cincuenta. Se quedó un largo rato boquiabierto, hechizado, jadeando; luego tapó a toda prisa la pila de billetes con una de las mantas grises y raídas de la cama y se dejó caer de pura flojera junto al montón.

A continuación, el deseo de saber a cuanto ascendía el botín se abrió paso entre su estupefacción y Joe se puso a contar el dinero. Lo hacía despacio y con dificultades, sacando de uno en uno los fajos del escondrijo y metiéndolos debajo de otra manta al terminar. Contó todos los paquetes que iba cogiendo, billete por billete, sin tener en cuenta las cifras anotadas en los envoltorios. Se detuvo al llegar a cincuenta mil y calculó que habría sumado un tercio de toda la pila. La emoción que hervía en su interior, añadida al esfuerzo que el inusual ejercicio de sumar exigía a su cerebro, provocó que su curiosidad se desvaneciera.

La mente, liberada de la carga matemática, sufrió el ataque de un pensamiento alarmante. El director del hotel, que también atendía la recepción, había visto entrar a Joe con la bolsa; y aunque el aspecto de la misma no tenía nada de especial, cuando se publicaran los periódicos vespertinos cualquier bolsa negra estaba destinada a atraer no solo las miradas ajenas, sino también la especulación. Joe decidió que tendría que salir del hotel y deshacerse de la bolsa.

Con mucho trabajo, y a costa de dos grandes ampollas, fue dando tajos a la bolsa con su navaja desafilada hasta que, envuelta en un viejo papel de periódico, quedó apelotonada en un amasijo irreconocible. Luego se repartió todo el dinero por el cuerpo, llenando los bolsillos y hasta metiendo algún fajo por dentro de la camisa. Contempló su imagen en el espejo al terminar y el resultado no le pareció satisfactorio: tenía un aspecto clara y graciosamente rellenito.

No servía. Sacó su maltrecha maleta de debajo de la cama y metió en ella el dinero, bajo unas pocas prendas de ropa.

Nada retrasó su partida del hotel: era de esos en los que todas las facturas se pagan por adelantado. Pasó por cuatro contenedores de basura antes de reunir el valor suficiente para librarse de los trocitos de bolsa, pero en el quinto sí tuvo el coraje de tirarlos. Luego caminó, casi a la carrera, unos diez minutos, doblando esquinas y escabulléndose por callejones hasta que estuvo seguro de que nadie lo vigilaba.

Llegó a un hotel que quedaba en el extremo de la ciudad opuesto a aquel en que había tenido su último hogar, reservó una habitación y subió de inmediato. Con las persianas cerradas y la cerradura tapada y el montante de ventilación cerrado, volvió a sacar el dinero. Tenía la intención de terminar de contarlo —el recorrido por la ciudad le había reanimado el deseo de conocer el alcance de su riqueza—, pero al darse cuenta de que lo había apelotonado todo y había mezclado los fajos ya contados con los que no lo estaban todavía, pensó en la inmensidad de la tarea pendiente y renunció. Contar era un «trabajo duro»; ya le informarían los vespertinos de lo que había ganado.

Quería mirar el dinero, regocijarse la mirada con él, acariciarlo, pero la abundancia lo incomodaba, incluso le daba miedo, por mucho que allí estuviera a salvo de miradas curiosas. Había demasiado. Le ponía nervioso. Mil dólares, o quizás incluso diez mil, le hubieran dado una alegría brutal, pero aquella pila… Con movimientos furtivos, lo volvió a meter todo en la maleta.

Por primera vez, lo contempló como si no fuera dinero —un objeto por sí mismo—, sino dinero: un potencial de mujeres, cartas, alcohol, vagancia… ¡Todo! Por un instante se quedó sin aliento al pensar en todo lo que el mundo podía ofrecerle ahora. Y se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo: todas aquellas cosas estaban ahí afuera, llamándolo, mientras él se quedaba en la habitación a soñar con ellas. Abrió la maleta, sacó dos puñados de billetes y se los embutió en los bolsillos.

Mientras bajaba la escalera que llevaba a la calle, se detuvo de pronto. Un hotel de aquella clase —o de cualquier otra— no era sin duda el lugar idóneo para dejar más de ciento cincuenta mil dólares sin vigilancia. Había que ser idiota para dejárselo allí y que se lo robaran.

Volvió corriendo a la habitación y, sin detenerse apenas a renovar las precauciones anteriores, se lanzó por la maleta. El dinero seguía allí. Luego se sentó y trató de pensar en la manera de proteger el dinero durante su ausencia. Tenía hambre —llevaba sin comer desde la mañana—, pero no podía dejar el dinero allí. Encontró un papel grueso, metió el dinero en su interior y lo envolvió con fuerza para formar un bulto irreconocible: la colada, quizá.

En la calle, los vendedores de periódicos vociferaban sus extras. Joe compró un periódico, lo plegó con cuidado para que no quedasen a la vista los titulares y fue a un restaurante de la Quinta Avenida. Se sentó en una mesa de un rincón, al fondo, con el paquete en el suelo y los pies encima del paquete. Luego, con una trabajosa pretensión de indiferencia abrió el periódico y leyó sobre el asalto en que, aquel mismo día, se habían robado doscientos cincuenta mil dólares de un automóvil que pertenecía al Fourth National Bank. ¡Doscientos cincuenta mil! Cogió el paquete del suelo con tanta prisa que hasta hizo ruido al golpearse la frente contra la mesa, y se lo puso en el regazo. Luego se sonrojó ante la idea repentina de que pudieran mirarlo, empalideció de puro miedo y soltó un bostezo exagerado. Tras confirmar que ninguno de los demás hombres del restaurante había reparado en su peculiar comportamiento, centró de nuevo la atención en la noticia del robo.

Habían detenido a cinco de los bandidos en el acto, según el periódico, dos de ellos con heridas graves. Los asaltantes, que, siempre según la prensa, tenían que haber obtenido de algún amigo desde el interior la información sobre el traslado de aquella cantidad excepcional, habían echado a perder el ataque al detener su automóvil demasiado lejos del de la víctima para que la retirada fuera eficaz. De todos modos, el sexto bandido había logrado huir con el dinero. Tal como cabía esperar, todos los bandidos negaban que hubiera un sexto miembro, pero la desaparición del dinero demostraba su existencia de modo indiscutible.

Desde el restaurante, Joe se fue a un salón de la calle Howard, compró dos botellas de licor blanco y se las llevó a la habitación. Había decidido que tendría que pasar aquella noche encerrado: no podía ir por allí con doscientos cincuenta mil dólares bajo el brazo. ¿Y si el papel tenía alguna brecha y de repente se abría por la presión del interior? ¿O si se le caía el paquete? ¿Y si alguien chocaba con fuerza con él?

Anduvo nervioso de un lado a otro de la habitación durante horas, sopesando su problema con toda la concentración que su mente apagada era capaz de brindarle. Abrió una de las botellas que había comprado, pero la dejó a un lado sin probarla: no podía arriesgarse a beber hasta que tuviera el dinero a salvo. Se trataba de una responsabilidad demasiado grande para mezclarla con alcohol. Las mujeres, las cartas y otras tentaciones no le preocupaban ahora: ya habría tiempo cuando el dinero estuviese a buen recaudo. No podía dejarlo en la habitación y no podía llevarlo a ningún sitio conocido. O, para el caso, a ningún sitio.