EL TERCER GRADO
Phil se despertó con un escozor en las fosas nasales por el amoniaco que le administraba el hombre de la cicatriz. Intentó apartar la botella de un empujón, pero tenía las manos atadas. Los pies también. Miró alrededor, volviendo la cabeza a uno y otro lado. Estaba tumbado en una cama, en una habitación lujosamente amueblada, vestido por completo, salvo por la chaqueta y los zapatos. En el fondo de la habitación estaba Kapaloff, mirándolo con una sonrisa medio burlona. A un lado de la cama estaba el hombre de la cicatriz. Al otro, su acompañante en el robo del piso de Phil. Cumpliendo una orden de Kapaloff, este ayudó a Phil a incorporarse hasta quedar sentado.
Phil tenía un dolor de cabeza atroz y sentía el estómago extrañamente vacío, pero tomó ejemplo de Kapaloff y trató de mantener la compostura como si nada de aquella situación le resultara desconcertante. Kapaloff se acercó a la cama y le dijo en tono solícito:
—Confío en que esta vez tampoco tenga ninguna lesión grave, ¿eh?
—Creo que no. Pero si sus matones se siguen empeñando, al final me arrancarán la cabeza —dijo Phil, en tono ligero.
Kapaloff mostró los dientes en una sonrisa amable.
—Tiene la suerte de poseer una cabeza dura. Aunque espero que no demuestre ser tan poco permeable a la persuasión como lo ha sido a la fuerza.
Phil guardó silencio. Necesitaba hasta la última pizca de su voluntad para mantener una expresión de calma. El dolor de cabeza era insoportable. Kapaloff siguió hablando y en su voz había una mezcla de amabilidad y burla.
—La tenacidad que ha demostrado para aferrarse al bolso, en otras circunstancias, sería admirable; pero ahora, de verdad, hay que ponerle fin. Debo insistir en que me diga dónde está.
—¿Y si resultara que mi cabeza también es dura por dentro? —sugirió Phil.
—Sería una gran lástima. Pero será razonable, ¿verdad? Cuando se encontró con este asunto vio, o sospechó, muchas cosas que no se notaban en la superficie, como joven extremadamente perspicaz que es, y creyó que podía desvelar lo que estuviera escondido y practicar un pequeño… Bueno, quizá no chantaje, aunque algún crudo intelecto podría llamarlo así. Ahora, debe percatarse de que cuento con ventaja; estoy seguro de que tendrá el suficiente espíritu deportivo para reconocer la derrota y aceptar las mejores condiciones posibles.
—¿Y cuáles son esas condiciones?
—Devolverme el bolso y firmar unos cuantos papeles.
—¿Papeles para qué?
—¡Ah! Los papeles no tienen importancia. Solo es una precaución. Usted no sabrá exactamente qué contienen. Solo unas pocas afirmaciones supuestamente hechas por usted: confesiones de ciertos crímenes, quizá, para que yo pueda tener la seguridad de que luego no irá a molestar a la policía. Seré sincero: no sé dónde ha metido el bolso. Después de que entrase tan amablemente por la ventana que Mijail le había dejado abierta, Mijail y Serge volvieron a su casa. No encontraron nada. Por eso le ofrezco estas condiciones. El bolso, su firma y recibirá quinientos dólares, aparte del dinero que había dentro.
—¿Y si sus condiciones no me gustan?
—Eso sí sería una gran desgracia —lamentó Kapaloff—. Serge —añadió, mientras se movía hacia el hombre que acababa de ayudar a Phil a incorporarse— es extraordinariamente hábil con un cuchillo caliente. Y, recordando la ridícula derrota que él y Mijail sufrieron el otro día en sus manos, me da la sensación de que le encantaría tenerle como objeto de sus jugueteos.
Phil volvió la cabeza y fingió mirar a Serge, pero apenas lo veía. Pretendía convencerse de que aquella amenaza era un farol, de que Kapaloff no se atrevería a recurrir a la tortura; pero apenas lo lograba. Si de algo le valía su capacidad para interpretar el comportamiento de los hombres, aquel ruso no se iba a detener ante nada con tal de lograr lo que pretendía. Phil decidió no exponerse a un sufrimiento insoportable para salvar el bolso. En primer lugar, ignoraba qué valor tenía aquel papel; en segundo, daba la sensación de que él era el único aliado de la chica y tenía la vanidad de considerarse más valioso que cualquier carta como posible ayuda. Sin embargo, estaba dispuesto a defender hasta el último milímetro, a mantener el farol hasta el momento final.
—No puedo aceptar ninguna condición mientras no hable con su sobrina.
Kapaloff objetó en tono amable, pero con firmeza.
—Eso no puede ser. Lo siento, pero ha de entender que mi posición es muy delicada y no puedo permitir que se complique más todavía.
—Sin hablar, no hay trato —dijo Phil, en tono concluyente.
Kapaloff permitió que la ansiedad le arrugase la frente.
—Piénselo bien. Ha de saber que la necesidad de hacerle sufrir no me brindará ningún placer. De hecho —añadió con una sonrisa extravagante—, el único participante que disfrutará con ello será Serge.
—Pues adelante con el cuchillo —dijo Phil en tono frío—. Sin hablar, no hay trato.
Kapaloff hizo una indicación a Serge con un movimiento de cabeza y este abandonó la habitación.
—No hay ninguna prisa, tampoco pasa nada por unos pocos minutos de retraso. —Luego, Kapaloff insistió—: Reconsidere su situación. ¡Piense! Bajo las manos hábiles de Serge cantará, no lo dude. Pero en ese caso perderá los quinientos dólares extras, además de causarme una angustia nada desdeñable. Y eso por no hablar de sus propios apuros.
Phil se esforzó por mostrar en su sonrisa la misma amabilidad que Kapaloff.
—Sería una pérdida de tiempo. Si no puedo hablar con la señorita Kapaloff, me planto.
Serge regresó con una lámpara de alcohol y un puñal pequeño. Dejó la lámpara sobre la mesa, la encendió y acercó la hoja a la llama. Phil observó los preparativos con cara de tranquilidad. De pronto notó que la mano que sostenía el puñal empezaba a temblar y, alzando la vista, vio que en la frente de Serge brillaban pequeñas gotas de sudor. Tenía la cara macilenta, con arrugas blanquecinas en torno a la boca. Mijail tumbó a Phil de nuevo en la cama y le agarró los tobillos con firmeza. Phil no dijo nada. Empezaba a parecerle divertida la idea de que una palabra suya bastaba para detenerlo todo. Ahora era perceptible el temblor de las rodillas de Serge; y los dedos de Mijail, humedecidos por el sudor, daban tirones en torno a los tobillos de Phil.
Phil sonrió y se dirigió a Kapaloff en tono de burla:
—Tendría que obligar a sus hombres a ensayar. Apuesto algo a que la tortura no se les da mejor que el robo.
Kapaloff soltó una risilla bienhumorada.
—Sin embargo, debería usted tener en cuenta que un torturador patoso puede obtener mejores resultados que uno experto.
Entonces Serge se acercó a la cama con el puñal reluciente en la mano temblorosa.
Phil siguió hablando sin darle importancia:
—Si no le importa, me gustaría sentarme para verlo bien.
—¡Por supuesto! —Kapaloff lo ayudó a incorporarse—. ¿Hay algo más que pueda hacer para que esto le resulte más soportable?
—No, gracias. Creo que ahora me las arreglaré bien.
Serge acercó la daga recalentada hacia las suelas de los pies de Phil, a quien Mijail había quitado los calcetines. La hoja vacilaba en la mano nerviosa de aquel hombre; los ojos se le salían de las cuencas y el rostro estaba empapado de sudor. Los dedos de Mijail apretaban tanto los tobillos que le aplastaban la carne de una manera dolorosa. Los dos ayudantes de Kapaloff respiraban con dificultad. Phil se obligó a olvidar el dolor que le causaba Mijail y sonreír con sorna. La punta del puñal estaba a pocos centímetros de su pie. Entonces Serge lo dejó caer al suelo y se apartó de la cama con un respingo. Kapaloff se dirigió a él. Lentamente, Serge se agachó para recoger el puñal y se acercó a la lámpara para volverlo a calentar, con todo el cuerpo temblando de pura calentura.
Se acercó de nuevo a la cama, con los dientes bien prietos tras unos labios tensos y lívidos. Se inclinó sobre la cama y Phil notó el calor del filo que se le acercaba. Dedicó una mirada perezosa a Kapaloff, listo para llevar su interpretación al punto culminante justo antes de rendirse. Entonces, con un grito ahogado, Serge apartó el puñal, se dejó caer de rodillas ante Kapaloff y se puso a suplicarle entre lamentos. Kapaloff respondió con una caballerosidad exagerada, como si hablara con un niño. Serge se levantó despacio y se alejó con la cabeza gacha. Kapaloff sacó una mano del bolsillo con una pistola. El cañón escupió una llama. Serge se palpó el cuerpo con las dos manos y se desplomó.
Kapaloff caminó sin prisas hasta el lugar en que había caído el hombre, apoyó la punta de un zapato impecable en el hombro de Serge y dio la vuelta al cuerpo. Luego, sosteniendo la pistola sin tensión junto al costado, le disparó en plena cara cuatro balas que desdibujaron sus rasgos en un borrón enrojecido.
Kapaloff se volvió y miró a Mijail con ojos que tan solo transmitían una educada expectación. Mijail había soltado los tobillos de Phil después del primer disparo y ahora permanecía erecto, con las manos en los costados. Tenía el pecho agitado y la cicatriz de la cara estaba escarlata, pero puso cara de palo y mantuvo la mirada fija en la pared. Durante un minuto entero, Kapaloff miró a Mijail y luego se volvió hacia el cuerpo que tenía a sus pies. En la punta del zapato que había usado para dar la vuelta al cadáver brillaba una gota de sangre. Frotó con cuidado el zapato contra el costado del muerto hasta que desapareció la sangre. Luego dijo algo a Mijail y este alzó el cuerpo sin vida en sus potentes brazos y salió de la habitación.
Kapaloff guardó la pistola en el bolsillo y una sonrisa de disculpa cortés se le subió al rostro; como si fuera una señora obligada a regañar a una sirvienta en presencia de un invitado. Phil estaba asqueado y mareado de puro horror, pero se obligó a aceptar el desafío de la sonrisa y, con un relativo semblante de diversión, dijo:
—No tendría que haberme engañado acerca del amor de Serge por los cuchillos calientes.
Kapaloff soltó una risilla.
—La persuasión queda aplazada a mañana. Me temo le tendré que dejar atado. Normalmente lo dejaría a cargo de Mijail; pero no estoy seguro de poder confiar en él en este momento. Serge era su hermano. —Recogió la lámpara y el cuchillo—. La desagradable escena que acaba de presenciar debería convencerlo, al menos, de que voy en serio.
Luego salió de la habitación y la puerta quedó cerrada con llave.