VI

«MANDÍBULAS VELOCES Y BABOSAS»

Una vez en Burlingame, a Phil no le costó encontrar la casa de los Kapaloff. En el primer garaje en que preguntó no les sonaba el nombre, pero sí sabían dónde vivían «los rusos». Ni siquiera la oscuridad le impidió reconocer la casa que le había descrito el mecánico. Pasó por delante, dejó el coche prestado en la sombra más oscura que encontró y volvió a pie. El edificio se alzaba inmenso en la noche, una gran estructura gris en medio de un parque, rodeada por una verja alta de hierro recubierta de seto vivo. La casa más próxima estaba a casi un kilómetro de distancia.

No se veía ninguna luz en la casa y Phil comprobó que la puerta principal estaba cerrada. Cruzó la calle y se acuclilló bajo un árbol, a unos sesenta metros. Su plan consistía en poco más que esperar por ahí hasta que viera a Romaine y encontrara el modo de comunicarse con ella, u ocurriese cualquier acontecimiento que, gracias a su buena suerte, le brindara alguna solución al misterio que albergaba aquella casa, al otro lado de la calle. Todo hacía pensar que Romaine vivía allí como prisionera; de lo contrario, ya se hubiera puesto en contacto con él. Su reloj marcaba las 10.15.

Esperó.

Cuando el reloj marcaba la 1.30, su juventud y su fe en la buena suerte se impusieron a su paciencia. Daba lo mismo quedarse en la cama que seguir allí esperando que pasara algo. Cuando estás en racha… Fue siguiendo el seto hasta que encontró un árbol que tendía una rama por encima de la verja. Escaló el árbol, trepó por la rama tendida, se columpió para tomar impulso y se dejó caer. Cayó, a gatas, sobre la marga blanda y húmeda. Avanzó con cuidado, manteniéndose en todo momento al amparo de un grupo de árboles interpuesto entre él y la casa. Se detuvo al llegar a la maleza. Entre los árboles y la casa ya no quedaba ningún lugar donde esconderse y le dio miedo aventurarse bajo la pálida luz de las estrellas. Se quedó en cuclillas y esperó.

Pasaron tres cuartos de hora y luego oyó el sonido de algún objeto de metal rascado contra la madera. No veía nada. Se repitió el sonido y logró identificarlo: alguien abría un postigo y se detenía cada vez que el cierre emitía algún ruido. Un babel de ladridos estalló en la parte trasera de la casa y una jauría de perros de caza enormes salió a la carrera tras una esquina y se lanzó hacia una de las ventanas de la planta baja. Phil oyó que el postigo se cerraba de golpe. Un hombre avanzaba a trompicones detrás de los perros. El postigo se volvió a abrir y Kapaloff se asomó para hablar con el hombre del patio. Por encima de las palabras del hombre, Phil oyó la voz de Romaine Kapaloff, cargada de rabia. En el rectángulo de luz que se proyectaba desde la ventana, seis perros lobo se retorcían y saltaban: no eran los galgos rusos, sosegados y bien criados, que suelen pasear junto a las damas, sino unos lobos asesinos de las estepas, grandes y peludos, cuya estatura alcanzaba la mitad de la de un hombre, casi cincuenta kilos de maquinaria de pelea. Phil contuvo el aliento, se encogió en su escondrijo y rezó por que fuera cierto lo que alguna vez había oído acerca de que aquellos perros se guiaban por la vista para cazar, y no por el olfato, confiando en que así sus narices no detectaran su presencia. Kapaloff retiró la cabeza y cerró el postigo. El hombre del patio gritó algo a los perros. Estos lo siguieron hacia la parte de atrás. Una puerta se cerró y ahogó los ladridos de los animales. Phil estaba empapado de sudor, pero ya sabía que los perros se guardaban dentro de la casa.

De un piso superior llegó un grito ahogado y el sonido de algo que golpeaba un postigo. Luego, silencio. El ruido había llegado de la parte delantera. Phil decidió, por pura intuición: la habitación de la esquina del tercer piso.

Por un momento sintió la tentación de irse de allí y recurrir a los servicios de la policía: sin embargo, no estaba acostumbrado a aliarse con ellos; en las contadas ocasiones en que había tenido algún asunto con la ley, se había encontrado del otro lado. Además, ¿no cabía la posibilidad de que el locuaz Kapaloff se aprovechara de sus modales aristocráticos, su posición como propietario y su situación en el mundo, tan firme en apariencia? Contra todo eso, Phil tendría solo su palabra y una historia vaga, apoyada en tres años de vida sin lo que la policía llamaba «medios perceptibles de manutención». Podía imaginar el resultado. Tendría que jugar aquella mano sin ayuda. Bueno, entonces…

Abandonó la protección de la maleza y se arrastró hacia la parte delantera de la casa. Al doblar la esquina se detuvo a repasar el edificio con la mirada. Hasta donde podía determinar en la oscuridad, todas las ventanas tenían postigo. Le daba miedo probar los de la planta baja; además, era poco probable que uno de ellos se hubiera quedado sin cerrar. Las ventanas de arriba eran más prometedoras para entrar. Avanzó hasta la veranda, se quitó los zapatos y se los metió en los bolsillos de la cintura. Se puso en pie sobre la barandilla de la veranda, rodeó una columna con brazos y piernas y trepó hasta que los dedos pudieron agarrarse al borde del techo. Tiró en silencio hacia arriba y se quedó tumbado boca abajo sobre las tablas de madera. Ningún ruido en la casa, ni en el terreno. Se acercó a gatas a todas las ventanas y probó los postigos. Todos cerrados a cal y canto.

Se puso en pie y estudió las ventanas del segundo piso. La del extremo izquierdo tenía que pertenecer a la habitación de la que habían procedido los últimos ruidos: la de Romaine Kapaloff, si su razonamiento era correcto. Por la esquina bajaba un desagüe desde el que podía alcanzarse la ventana. Si el desagüe aguantaba su peso, podría asomarse y arriesgarse a hacerle una señal a la chica. Reptó hasta allí, inspeccionó el desagüe y lo probó con las dos manos. Temblaba un poco, pero decidió correr el riesgo.

Encontró un espacio para encajar los dedos del pie, dentro del calcetín, dio un tirón a pulso con las manos para subir un poco y tanteó con el otro pie en busca de apoyo. Se oyó un rasguido, un tintineo de latón y Phil cayó al techo de la veranda con un trozo de tubería en la mano. Rodó, soltó el tubo y se agarró justo a tiempo para evitar la caída. La pieza metálica golpeó el techo con un repique y rodó hasta el borde para resonar luego enloquecida al golpear el pavimento.

De pronto la noche se llenó de gruñidos. La jauría dobló la esquina corriendo, se lanzó hacia la veranda y correteó de un lado a otro por el patio: ágiles siluetas envilecidas a la luz de las estrellas, con mandíbulas veloces y babosas. Phil se asomó por el borde del techo y vio a un hombre que corría detrás de los perros, con un brillo metálico en las manos.

Algo sonó detrás de Phil. Estaban abriendo una ventana del primer piso. Se arrastró hasta ella como un gusano y se quedó tumbado justo debajo, pegado a la pared. El postigo se abrió de golpe y se asomó un hombre: el de la cicatriz en la cara. Phil se quedó inmóvil, sin respirar, con el cuerpo tenso, el índice rígido en torno al gatillo de la pistola, la boca del cañón a menos de dos metros del cuerpo que se inclinaba hacia él. El hombre preguntó algo a alguien que estaba en el patio. La puerta delantera se abrió y sonó la voz tranquila de Kapaloff en ruso: el hombre contestó. Luego el hombre de la ventana se retiró, se oyó cómo se alejaban sus pasos y se cerraba una puerta en la habitación. La ventana seguía abierta. Phil remontó el alféizar enseguida y se metió en la habitación a oscuras. Cuando el pie tocó el suelo notó que algo no iba bien, oyó un gruñido y se lanzó ciegamente hacia delante. Un baile de luces llenó la habitación y un rugido le invadió los oídos…