FORZAR LA RACHA
Los Kapaloff llegaron a las tres y cinco el jueves por la tarde. Romaine Kapaloff escuchó la presentación de su tío en un inglés impecable y sencillo y agradeció cálidamente a Phil sus esfuerzos de la mañana del martes. Phil se encontró tomándole la mano y forzando al máximo su capacidad de control para no ponerse a boquear y tartamudear. La chica —no podía tener más de diecinueve años— lo miró con unos ojos marrones que se clavaban en los grises de Phil con simpatía y gratitud y le preguntó:
—¿Y de verdad que no te hicieron daño?
A Phil le parecía la criatura más adorable que había visto en su vida. Su intención previa de someterla a extorsión le resultaba ahora malvada y sórdida. Como sentía una amarga vergüenza por haber intentado aprovecharse de su tío y estaba tremendamente nervioso, contestó con brusquedad; y en sus esfuerzos por evitar que el caos se le asomase a la cara, la convirtió en una máscara de estupidez.
—¡Qué va! ¡De verdad! No fue nada.
Kapaloff se los quedó mirando con la sonrisa propia de quien ve cómo se disipan sus dificultades. Al fin se soltaron las manos y todos buscaron sillas donde sentarse. Hubo una pausa incómoda. Phil sabía que aunque se quedaran allí sentados hasta que cayera la noche no iba a ser capaz de sacar el asunto de la cordura de la muchacha y exigir que le corroborase la historia de su tío, excusa que había propiciado aquel encuentro. Kapaloff no dijo nada y permaneció sentado con una sonrisa benévola dirigida a los muchachos. La chica miró a su tío, como si esperara que él arrancase la conversación, pero al ver que él ignoraba su silenciosa petición se volvió hacia Phil en un gesto impulsivo y le tendió una mano.
—¿El tío Boris te ha contado lo de mi… lo de mi problema?
Phil asintió con un movimiento de cabeza, hizo ademán de tomar la mano que se le ofrecía, se lo pensó mejor y se aprisionó los dedos entre las rodillas.
—Entonces sabrás que ha sido una bendición que tu caballerosidad no llegara a buen término. No entiendo que no te partieras de risa al oír la historia del tío Boris… Debió de parecerte pura fantasía. Pero… ¡Ah, es horrible! Nunca podré volver a confiar en mí misma, digan lo que digan los médicos.
Phil se encontró con que, a fin de cuentas, volvía a sostener la mano de la chica. Miró a Kapaloff, que le sonreía con simpatía. Phil y la chica se levantaron y durante un instante brilló en los ojos de ella una enigmática súplica disimulada. Luego desapareció y ella se volvió hacia su tío. En ese momento, en la mente de Phil ya solo había una idea: entregar el bolso, deshacerse de aquella gente y quedarse a solas con su vergüenza y su repulsión. Avanzó hacia la puerta. —Voy a traer el bolso— anunció con voz cansada y débil.
El bolso plateado que pendía de la muñeca de la chica cayó al suelo con un repiqueteo. Cuando Phil volvió la cabeza al oír el ruido, Kapaloff se agachó para recoger el bolso y Romaine Kapaloff clavó su mirada en los ojos de Phil. Durante una milésima de segundo mantuvo una mirada ardiente como la que le había dedicado el martes por la mañana y el mero terror borró la belleza de aquel rostro joven y suave. Luego el tío le entregó el bolso y ella recompuso el semblante y Phil echó a andar hacia su habitación con el latido de la sangre en las sienes. Se sentó en un baúl, se mordisqueó el pulgar y, desesperado, se puso a pensar. Luego sacó el bolso del baúl, se lo escondió bajo la chaqueta y regresó con los visitantes.
—No está.
La educación pareció abandonar a Kapaloff. Se le oscureció la cara y dio un paso rápido adelante. Luego recuperó el control y preguntó con amabilidad:
—¿Está seguro?
—Si quiere, puede buscarlo.
Phil se acercó al teléfono y al cabo de unos segundos consiguió hablar con un agente de la comisaría del distrito.
—Esta noche ha entrado un ladrón. Uno de sus agentes ha venido luego y le he dicho que no echaba nada en falta. Ahora he descubierto que me falta un bolso de mujer. De acuerdo.
Se volvió hacia los Kapaloff.
—Esta mañana me he despertado y he descubierto que había dos ladrones en la habitación. Han huido y me ha parecido que todo estaba en orden. Me he olvidado del bolso y no he comprobado si seguía en su sitio. Lo siento.
Ninguno de los Kapaloff dio señales de saber algo del robo. Boris Kapaloff respondió con voz tranquila:
—Es una lástima, pero el bolso y su contenido no tenían tanto valor como para preocuparnos más de la cuenta por su desaparición.
—Esta tarde iré a la comisaría para darles una descripción del bolso. ¿Les digo que era de su propiedad y les pido que se lo entreguen a ustedes?
—Si es tan amable… Nuestra dirección es avenida de La Jolla, Burlingame.
La conversación fue decayendo. En varias ocasiones Kapaloff pareció a punto de hablar, pero cada vez se reprimió. Los ojos de la chica, cada vez que Phil los miraba, transmitían una pregunta que él ni siquiera intentaba contestar. Los Kapaloff se fueron. Phil les dio la mano a los dos y contestó a la pregunta tácita de la chica con un rápido apretón.
Cuando ya se habían ido sacó el bolso de debajo del chaleco, contó trescientos cincuenta y cinco dólares de los billetes que llevaba en el bolsillo y los metió en el bolso. Luego respiró hondo. Era el fin de tres años de buscar una «vida fácil». Desde que se licenciara del ejército había ido a la deriva, en desacuerdo con el mundo, apostando, metido en trabajos para grupos políticos. Quizá sin llegar a hacer nada demasiado perverso, pero sí mezclándose cada vez más con los bajos fondos. Al mirar hacia atrás, con el recuerdo fresco todavía de la vergüenza y la repulsión que había sentido unos pocos minutos antes, pensó que no se sentiría tan inútil si en el pasado hubiese cometido algún delito extraordinario, en vez de una legión de faltas menores. ¡Bueno, eso ya era el pasado! Cuando terminase aquel lío se buscaría un trabajo y volvería a las costumbres que había mantenido antes de que la guerra interrumpiera sus aspiraciones.
Envolvió el bolso con un papel grueso, lo ató y lo dejó bien empaquetado. Luego se fue a la parte baja de la ciudad y se lo entregó a un amigo, dueño de un salón de billar, para que se lo guardara en la caja fuerte.
Durante dos días Phil permaneció en su casa; cada vez que alguien llamaba por teléfono, daba un bote al oír el primer timbrazo. Intentó contactar con Romaine Kapaloff por teléfono, consiguió llamar a su casa y una voz brusca, en un inglés chapurreado, le dijo que no estaba allí. Lo intentó tres veces, siempre con el mismo resultado. La segunda noche casi no durmió. Se adormilaba y luego se despertaba de golpe, convencido de que había sonado el teléfono, corría hasta el aparato y se encontraba con la voz de la operadora, que le preguntaba: «¿A qué número quiere llamar?».
Entonces decidió no esperar más. Cuando un hombre está en racha tiene que forzar las cosas, no quedarse quieto hasta que llegue la mala suerte.