VISITAS INESPERADAS
Aquella noche Phil volvió pronto a casa. Ahora que su mente estaba ocupada con un juego que amenazaba con ser más grande y complicado, las cartas no le habían ayudado mucho. Se devanó los sesos con la carta en ruso, pero sus caracteres no significaban nada para él. Intentó pensar en alguien que pudiera traducírsela, pero el único ruso que conocía era un hombre que no le merecía confianza en ninguna circunstancia. Intentó leer una revista, pero pronto abandonó y se metió en la cama para dar vueltas a uno y otro lado, fumarse una buena cantidad de cigarrillos y, al final, ceder al sueño.
Hasta el ladrón más inexperto se habría reído ante las dificultades que encontraron los dos hombres que forzaron la puerta del piso de Phil y el ruido que, consecuentemente, hicieron; en cambio, ni el más desesperado habría encontrado risible su obvia determinación. Estaban decididos a entrar en el piso y el jaleo producido por sus chapuceros ataques a la cerradura no les producía el menor desconcierto. Era evidente que pensaban forzar la entrada aun si para ello se veían obligados a derribar la puerta. Al fin sucumbió la cerradura, pero para entonces Phil ya estaba escondido detrás de la puerta del baño, con una pistola en la mano y una sonrisa confiada en la cara. La tosquedad del procedimiento con la cerradura eliminaba cualquier duda que, en circunstancias ordinarias, pudiera haber tenido sobre su capacidad para valerse por sí mismo.
La puerta de la entrada se abrió de golpe, pero no entró ninguna luz. Habían anulado la lámpara del vestíbulo. Las bisagras crujieron un poco, pero Phil, mirando por la rendija que quedaba entre la jamba y el marco, no alcanzó a ver nada. Un susurro y la consiguiente respuesta le indicaron que había al menos dos ladrones. Habían hecho mucho ruido con la puerta, pero ahora guardaban silencio. Un leve roce y después nada. Como no sabía dónde estaban, Phil no se movió. Sonó un leve clic en el dormitorio y luego llegó un débil y breve reflejo de una linterna en el pasillo vacío. Phil se desplazó sin hacer ruido hacia la habitación. Cuando llegó a la puerta vio que la linterna volvía a encenderse y esta vez se quedaba fija, iluminando la cama vacía. Encendió las luces de un golpe.
Los dos hombres que había junto a la cama, uno a cada lado, se dieron media vuelta al unísono y avanzaron un paso, para detenerse luego ante la amenaza del arma que sostenía Phil. Los dos tenían una apariencia similar: las mismas cabezas ahuevadas, los mismos ojos verdes bajo cejas enmarañadas, las mismas bocas amargas y pómulos altos y amplios. Pero el que sostenía una cachiporra en la mano aún alzada era más grueso y ancho que el otro, y tenía en el puente de la nariz la muesca de una cicatriz oscura que iba de una mejilla a la otra, justo por debajo de los ojos. Durante quizá un par de segundos los dos hombres permanecieron quietos. Luego el más alto encogió sus hombros gigantescos y gruñó una sílaba a su acompañante. La confusión momentánea abandonó sus rostros, sustituida por miradas decididas mientras avanzaban hacia Phil.
Su mente iba a toda velocidad. Eran «el secretario y el ayuda de cámara» de Kapaloff, por supuesto; y si la indiferencia hacia los ruidos que habían hecho en la puerta era un testimonio de su determinación a hacer cuanto fuera necesario a cualquier precio, la que ahora demostraban hacia la pistola de Phil transmitía el mismo efecto. Como los tenía tan cerca, difícilmente podía aspirar a tumbar a los dos; y aunque lo consiguiera, toda la historia acabaría saliendo en la subsiguiente investigación policial y sus posibilidades de sacarle a aquel asunto algún beneficio mayor quedarían arruinadas.
Cuando los dos hombres, que avanzaban juntos como partes simétricas de una misma máquina, contraían ya sus músculos para saltar, Phil dio con una salida. Saltó hacia atrás para cruzar la puerta de la habitación, giró sobre sí mismo y saltó al salón, desde donde gritó:
—¡Socorro! ¡Policía!
Sonaron unos gruñidos junto a la puerta, una refriega y el ruido de dos hombres que huían corriendo por el pasillo oscuro hacia la puerta de entrada. La risa acumulada en la garganta de Phil silenció sus gritos; disparó al suelo y regresó a su dormitorio. Tumbó suavemente una silla y arrastró unos cuantos libros y unos papeles de la mesa hasta el suelo. Luego se dio media vuelta con los ojos muy abiertos, en un remedo de nerviosismo, para dar la bienvenida a las curiosas que aparecieron con camisones de distintas clases en respuesta a sus bramidos. Luego llegó un policía blanco y Phil le contó su historia.
—Me ha despertado un ruido y he visto a un hombre en la habitación. He cogido la pistola y le he gritado, pero me había olvidado de quitar el seguro. —Luego, con falsa vergüenza—: Supongo que estaba asustado. Entonces me he acordado del seguro y le he disparado, pero era tan oscuro que no he podido ver si le daba. He revisado mis cosas y creo que no se ha llevado nada, así que supongo que nadie ha salido perdiendo.
Después de contestar a la última pregunta y despedir al último curioso, Phil cerró la puerta, corrió el pestillo y juntó las manos para celebrar. «Bueno —pensó—, eso aclara la historia de Kapaloff. Y ahora le llevas una mano, muchacho, así que no quiero volverte a ver aceptándole un farol».