II

EL ANUNCIO MISTERIOSO

Phil se despertó a mediodía. Todavía le molestaba la cabeza al tacto, pero había desaparecido la inflamación. Caminó hacia la parte baja de la ciudad, compró las primeras ediciones de los matinales y se los leyó mientras desayunaba. No encontró mención alguna de la pelea en la calle Washington, ni vio en las columnas de Objetos Perdidos ninguno de los objetos del bolso. Esa noche jugó al póquer hasta el alba y ganó doscientos cuarenta y pico dólares. Leyó los periódicos en un comedor que no cerraba en toda la noche. Seguían sin mencionar la pelea, pero en la sección de anuncios por palabras del Chronicle:

A primera hora del martes por la mañana, un bolso negro de señora, ribeteado de plata y con dinero, un anillo, un lápiz, una carta, etc. Quien lo encuentre puede quedarse el dinero si devuelve lo demás en las oficinas del Chronicle.

Primero sonrió, luego frunció el ceño y se quedó mirando el anuncio con gesto especulativo. Aquella oferta tenía una pinta extraña. El anillo no podía valer trescientos dólares. Lo sacó del bolsillo, tapándolo con la mano para esconderlo de la mirada casual de los presentes en el comedor. No; cincuenta dólares ya le parecía mucho premio. El lápiz, la polvera y la funda del pintalabios eran de oro; pero ciento cincuenta dólares, por decir algo, bastaban para volver a comprar todo lo que había en aquel bolso. Quedaba aquella carta indescifrable… ¡Tenía que ser un elemento importante! Una pelea entre una mujer y unos hombres a las cuatro de la mañana que no salía en los periódicos, un bolso perdido que contenía un papel lleno de caracteres en algún idioma extranjero, y luego aquella oferta tan generosa… ¡Podía significar casi cualquier cosa! Por supuesto, lo más inteligente sería hacer caso omiso del anuncio y quedarse con lo que había encontrado, o aceptar aquella oferta y mandar al Chronicle todo menos el dinero. En cualquiera de los dos casos él quedaba a salvo. Pero cuando un hombre tiene una buena racha ha de apurarla hasta el final. Hay momentos, como sabe todo jugador, en que un hombre se mete en una racha de suerte y todo lo que toca le da beneficios. Y entonces su jugada consiste en empujar la suerte hasta que se despida, reventar la caja mientras la diosa veleidosa siga sonriendo. Pensó en algunos hombres que habían pagado cara su timidez ante el rostro de la Suerte, hombres que habían ganado apenas unos dólares donde había miles por ganar; hombres condenados a ser tacaños toda la vida por haber carecido del coraje necesario para forzar la suerte cuando venía de cara, por su inhabilidad para seguir el vuelo de sus estrellas. «Y ahora tengo una buena racha», susurró al anillo que sostenía en la mano. «Mil pavos en dos días, después de la sequía que venía arrastrando».

Volvió a guardarse el anillo en el bolsillo y repasó la secuencia de incidentes que le habían llevado hasta aquel anuncio: el aullido había sonado musical pese al terror y aquellos ojos que se habían clavado en los suyos eran muy bonitos, aunque no tenía ni idea de cómo podían ser los rasgos de su dueña. Dos elementos influyentes: pero la pregunta inmediata era si había alguna recompensa en metálico que pudiera obtenerse por afrontar los peligros que se presentaran. Se decidió mientras terminaba el café.

«Me voy a sentar en este chanchullo, cualquiera que sea, por lo menos un poquito más; a ver qué saco de esto».