Un chillido inconfundiblemente femenino y cargado de terror rasgó la niebla. Phil Truax, que avanzaba con prisas por la calle Washington, se detuvo a media zancada y se quedó tan inmóvil como el edificio residencial de piedra que se alzaba junto a la calzada. El chillido se inflamó, con un sonido parecido al de un violín, y terminó con una inflexión ascendente. Media manzana más allá, los faros de dos automóviles, quietos y extrañamente juntos, brillaron entre la bruma. Silencio, un gruñido gutural y… ¡otra vez el chillido! Solo que ahora contenía más rabia que miedo y se cortó de repente.
Phil permaneció inmóvil. Lo que estuviera ocurriendo allá delante no era de su incumbencia y él solo se metía en los asuntos ajenos cuando estaba seguro de obtener algún beneficio. Además, iba desarmado. Entonces pensó en los cuatrocientos dólares que llevaba en el bolsillo: las ganancias de la partida de póquer que acababa de abandonar. Hasta aquel momento, había tenido suerte esa noche; ¿podía ser que la racha se alargase un poco si le daba una oportunidad? Se encajó el sombrero con firmeza y corrió hacia las luces.
Aunque la niebla se aliaba con los faros para esconderle lo que estaba ocurriendo dentro de los coches mientras se iba acercando, se dio cuenta de que al menos un motor estaba en marcha. Rodeó uno de los coches, un descapotable, y se apoyó en un guardabarros para mantener el equilibrio. Se quedó allí durante una fracción de segundo, mientras unos ojos oscuros se clavaban en los suyos desde una cara blanca medio escondida por una mano musculosa.
Phil saltó hacia la espalda del hombre a quien pertenecía aquella mano: sus dedos se cerraron en torno a un cuello vigoroso. Una llamarada blanca le chamuscó los ojos: el suelo cedió y se onduló bajo sus pies, como si formase parte de la niebla. Todo —los ojos ardientes, la mano musculosa, las cortinas del automóvil— se le echó encima a toda prisa.
Phil se sentó en el pavimento mojado y se tanteó la cabeza. Los dedos encontraron una zona magullada e inflamada que iba desde encima de la oreja izquierda casi hasta la coronilla. Los dos automóviles habían desaparecido. No se veía ningún peatón. En algunas ventanas brillaba una luz; en muchas se veían siluetas y voces de curiosos que, entre la niebla, hacían preguntas. Dominando sus náuseas logró ponerse en pie con escaso equilibrio, pese a que deseaba tumbarse de nuevo en la calle, fría y húmeda. Tanteó en busca del sombrero y encontró un bolso pequeño y se lo metió en el bolsillo. Recuperó su sombrero junto a la alcantarilla, se lo puso algo inclinado para no rozar la herida y partió hacia su casa, haciendo caso omiso de las preguntas de los espectadores en pijama.
Vestido para acostarse, y satisfecho de comprobar que la herida de la cabeza era superficial, Phil centró su atención en el souvenir de su aventura. Era un bolso pequeño de seda negra, bordeado de cuentas de plata y húmedo todavía por el contacto con la calzada. Dejó caer su contenido sobre la cama y le llamó la atención un fajo de billetes. Los contó y descubrió que arrojaban una suma de trescientos cincuenta y cinco dólares. Se metió los billetes en el bolsillo de la bata y sonrió. «He ganado cuatrocientos y luego me han dado trescientos cincuenta a cambio de un golpe en la cabeza. ¡No está nada mal esta noche!».
Cogió los demás objetos, los examinó y los devolvió al bolso. Un lápiz de oro, un anillo de oro con un ópalo, un pañuelo de mujer con el borde gris y un dibujo irreconocible en una esquina, una polvera, un espejito, un pintalabios, unas cuantas horquillas y una hoja arrugada de un cuaderno de notas, llena de garabatos extraños y exóticos. Alisó el papel y lo examinó con atención, pero no consiguió entender nada. Tal vez fuera algún idioma asiático. Volvió a sacar el anillo del bolso y trató de calcular su valor. Sabía poco de gemas, pero decidió que aquel anillo no debía de valer demasiado: no más de cincuenta dólares. Claro que cincuenta dólares eran cincuenta dólares. Dejó el anillo con el dinero, encendió un cigarrillo y se fue a la cama.