1

Elena conoció a Isabel hace veinte años, la tarde en que Rita la arrastró dentro de su casa. Hacía frío, ella tejía sentada junto a la estufa; un tacho con agua caliente y cáscara de naranja perfumaba la casa. La puerta se abrió de un golpe, como si Rita le hubiera dado una patada, ocupadas sus manos en cargar a la mujer que llevaba. Entró de espaldas, primero su cuerpo y luego el otro, el que arrastraba. ¿Quién es esa mujer?, le preguntó Elena, no sé, le contestó su hija, ¿cómo no sé, hija?, se siente mal, mamá, dijo Rita y empujó a la mujer hasta meterla en su cuarto y recostarla sobre su cama. La mujer lloraba y se desvanecía en forma intermitente. Traé una palangana o un balde, mamá. Elena le llevó lo que pedía, Rita lo acomodó en el piso a la altura de la cara de la mujer, por si vomita otra vez, dijo. Luego fue a la ventana, cerró el postigo de madera y encendió la luz. ¿Llamo a un médico?, preguntó Elena, pero Rita no contestó, volvió donde estaba la mujer, volcó el contenido de su cartera sobre la cama y revolvió. ¿Qué hacés?, busco, ¿qué cosa?, un número de teléfono, una dirección, por qué no le preguntás a ella, porque no me contesta, mamá, ¿no ves que no contesta?, llora, dijo Elena, sí, ahora llora. Sobre la colcha rodó un rouge que Rita atajó justo antes de que cayera, una caja de Valium, una billetera, papeles, dos sobres, monedas sueltas. Elena se acercó a la cama, todavía dueña de su cuerpo, veinte años atrás, sin arrastrar los pies, con la cabeza en alto. La mujer lloraba abrazada a la almohada, tapándose la cara con ella. Elena preguntó una vez más, ¿quién es esa mujer?, ¿por qué volviste?, y esta vez su hija le contó. Rita la había encontrado de camino al colegio parroquial, cuando volvía de almorzar con su madre como todos los días, caminaba apurada para llegar en horario a cumplir con su trabajo, tocar la campana que daba inicio al turno tarde, pero nunca llegó a dar el campanazo, porque allí estaba Isabel, en la vereda contraria, la que ella no pisaba, la que tampoco dejaba que pisara Elena, esa donde las baldosas dibujan un damero. Isabel, agarrada a un árbol, se doblaba sobre la cintura y vomitaba. Rita dio una arcada y apuró el paso tratando de no mirarla. La imagen le producía asco, pero poco a poco el asco fue cediendo y apareció otra cosa, no sabía qué, algo que la hizo detenerse, un llamado, mamá, fue un llamado, iba a entrar, está embarazada, me dije, y va a entrar, giré, volví sobre mis pasos, le ofrecí ayuda sin subir el cordón, no, gracias, no necesito nada, me dijo en medio de un vómito, y yo le dije, en ese estado no podés dar un paso, y ella insistió, no tengo que andar mucho. Tenía un papel con la dirección en la mano, y un nombre, vos sabés qué nombre, mamá, Olga. Entonces Rita le dijo que no, que no qué, que no lo hagas, te vas a arrepentir, vos qué sabés, todas las que vienen acá se arrepienten, ¿qué sabés?, yo sé, no te metas, es pecado mortal, no creo en Dios, pensá en tu hijo, no tengo hijo, vas a tenerlo, no, llevás una vida dentro, estoy vacía, cuando lo oigas latir lo vas a querer, vos qué sabés, no lo mates, andate, no te saques el hijo, no hay ningún hijo, sí que hay, para que haya hijo tiene que haber madre, vos ya sos madre, yo no quiero ser madre, esta mujer me decía que no quiere ser madre, mamá, ¿podés creer?, pero yo le dije, ésa no es tu decisión, ¿y de quién entonces?, se atrevió a preguntar, mamá, y yo le grité, tenés un hijo dentro, adentro no tengo nada, volvió a decir, pero yo también insistí, dije, late, y ella, no hay hijo ni madre, no lo mates, callate, vas a vivir siempre con la culpa, ¿y cómo voy a vivir si no?, ninguna de las que lo hacen se olvida, no se puede obligar a nadie a ser madre, lo hubieras pensado antes, siempre lo pensé, nunca quise ser madre, pero lo sos, no, no soy, oyen llorar a un bebé todas las noches, vos qué sabés, los bebés abortados te lloran dentro de la cabeza, yo soy la que lloro dentro de mi cabeza, no mates a un inocente, yo también soy inocente. La mujer se llevó la mano a la boca y vomitó otra vez, Rita desde esa distancia vio su alianza en el dedo anular. Sos casada, sí, hay un padre, mamá, ¿te das cuenta?, ¿y él qué dice?, le pregunté, no me importa lo que diga, tiene derecho a decir, es el padre, ¿o no es el padre?, no te metas, si él se entera te mata, ya me mató, no podés ir contra lo que Dios manda, no entiendo sus mandatos, Él sabe, vos no tenés que entender sino confiar, no quiero llevar lo que llevo dentro, no lo llames así, le dije, ponele un nombre a tu hijo, y ella me la sigue, mamá, me volvió a decir que lo que lleva dentro no es un hijo, y que para que haya hijo tiene que haber madre, y que adentro no tiene nada, pero ahí se descompuso otra vez y después un nuevo vómito, estaba tan mareada que entonces se me ocurrió, le dije, madre va a haber, y sin decir agua va aproveché el mareo, la tomé del brazo y la traje. No fue difícil, la mujer ya no tenía fuerzas, Rita sí, y arrasó con ella. Aquella tarde, Rita, que no era madre ni nunca lo sería, obligó a otra mujer a serlo, forzando el dogma aprendido hasta llegar al cuerpo de otro.

De los dos sobres que aparecieron en medio del revoltijo de cosas que cayó de la cartera de Isabel, uno era del laboratorio donde le confirmaron el embarazo y el otro una boleta de la luz a su nombre, Isabel Guerte de Mansilla, y una dirección, Soldado de la Independencia. Rita leyó la dirección dos veces. Era la primera vez que escuchaba una calle que se llamara así, ¿vos escuchaste alguna vez una calle que se llame Soldado de la Independencia, mamá?, pero Elena tampoco había escuchado. Los nombres de las calles por los que ellas andaban eran nombres de próceres o de países o de batallas, pero no recordaban haber andado una calle que nombrara a un ser anónimo, alguien sin nombre a quien hay que referirse por lo que hace o lo que hizo. Mujer que vomita. Mujer que detiene un aborto. Mujer que mira a la que detiene el aborto de la que vomita. Soldado de la Independencia. Qué soldado. Qué independencia. Consiguió un taxi, no fue fácil, veinte años atrás no había remises en cada esquina, la gente trabajaba de otras cosas, cuando se quedaba sin trabajo buscaba otro. Cerró con llave la puerta de su habitación dejando a la mujer dentro, cambiate, mamá, le dijo a Elena y salió. Elena se acercó a la puerta cerrada, a escuchar, pero no oyó nada, quizá, si hubiera escuchado otra vez el llanto habría entrado, pero no, entonces fue a cambiarse como le había ordenado su hija, no fuera cosa que se terminara enojando también con ella. Rita fue a la estación, donde veinte años atrás estaba la única parada de taxis del pueblo, y consiguió uno que condujo hasta su casa. Bajó, sacó a la mujer de su cuarto, ayudame, mamá, le dijo cargando con ella, y Elena la ayudó. Por la ventanilla abierta le dio al taxista el sobre con la dirección adonde se dirigían, subió a Isabel en el asiento trasero y detrás de ella hizo subir a Elena. Rita dio la vuelta y subió del otro lado mientras decía, no sea cosa que le dé por tirarse y se mate ella y al hijo.

Con las tres mujeres en el asiento trasero, el auto arrancó. El camino lo llevó a pasar por el lugar donde un rato antes Isabel y Rita se habían conocido, la vereda de la casa de Olga, la partera, abortera, mamá, esa donde los colores de las baldosas dibujan un damero negro y blanco. No hay hijo, volvió a decir la mujer que lloraba en medio de ellas y cerró los puños tan fuerte que cuando los abrió Elena llegó a ver la marca de sus uñas clavadas en la palma de su mano.

No hay hijo, repitió varias veces durante el camino. Pero ni Rita ni Elena la escucharon.