El taxi dobla por Olleros tal como le indica Elena, y sube dos cuadras, son dos o tres no me acuerdo, le aclara ella, y el taxista en cuanto se lo permite la mano de la calle dobla a la derecha, avíseme si ve una puerta de madera con herrajes de bronce, dice Elena todavía recostada sobre el asiento trasero con la vista clavada en el techo del auto, ¿ninguna otra seña, señora?, y una clínica o consultorios médicos, agrega ella, le canto, señora: verdulería, inmobiliaria, edificios de departamentos, restaurante mexicano, como si nos hiciera falta la comida extranjera con lo que tenemos acá, se queja el hombre y sigue, un veinticuatro horas, un bar y se termina la cuadra, clínica nada, ¿y herrajes de bronce?, pregunta Elena, a ver, espere, eh, don, ¿una clínica por acá?, ¿clínica?, repite la voz a la que el taxista pregunta, por acá que yo sepa no, hay un sanatorio en José Hernández, no, no, tiene que ser en esta cuadra o la que sigue, insiste el taxista, no, por acá nada, ¿y herrajes de bronce?, pregunta Elena pero ni el taxista ni la voz contestan, en cambio la voz grita, ¡María, ¿una clínica en esta cuadra o la que sigue?!, o consultorios médicos, agrega el taxista, consultorios médicos había hace unos años, contesta una voz de mujer, no, María, ¿cuándo hubo médicos acá?, antes de que vos vinieras, si yo estoy hace más de diez años, entonces será hace once, ¿dónde?, donde está el mexicano, ¡no ve!, sacaron los médicos para poner esa comida de mierda, se queja el taxista, y la voz responde, diga que los de al lado no quisieron vender que si no, nos metían ahí otra torre como hicieron con el estacionamiento, ¿sabe dónde nos vamos a tener que meter los autos de tanta gente nosotros? El taxista estaciona frente al restaurante mexicano, en un lugar prohibido por una línea amarilla. Junto al restaurante, una puerta de madera con herrajes de bronce que no llega a ver. Me va a tener que dar una mano para bajar, dice Elena. El hombre mira hacia atrás y estira un brazo, pero enseguida se da cuenta de que con eso no alcanza. Abre la puerta y baja, resopla. Da la vuelta al taxi pero se detiene y vuelve a su lugar a sacar la llave del contacto, a ver si todavía me terminan afanando. Abre la puerta de Elena, le extiende una mano y ella se la aferra, pero él no tira, espera que lo haga ella. Tire, le dice Elena, y hace un gesto con el brazo que no es más que un intento por ayudar al hombre a entender qué tiene que hacer. El taxista entiende y tira. Ella sube, se tambalea, se ayuda haciendo palanca en el apoyacabezas que se inclina, el taxista lo vuelve a su lugar con su mano libre y termina de subirla a la vereda. Elena se acomoda, abre la cartera y pregunta, ¿cuánto le debo?, el taxista se inclina para mirar el importe por la ventanilla y dice veintidós con cincuenta. Elena abre la cartera y busca, encuentra un billete de veinte y dos de dos, quédese con el vuelto, dice, gracias, le responde el hombre y pregunta, ¿me voy nomás?, sí, claro, ya me trajo, contesta Elena apoyada sobre sus pies en la misma baldosa donde la paró el taxista. El hombre bordea otra vez el auto y se sienta. No bien Elena da su primer paso y sale de esa baldosa el taxista arranca y se olvida de ella. Elena no lo ve irse, pero se lo imagina, tarareando otro bolero o hablándole al locutor, quejándose con él, insultando y tocando la bocina porque quien va delante de él no se apura haciendo que en la siguiente esquina lo detenga un semáforo rojo.
Elena camina hacia el frente del restaurante mexicano, y luego dobla y avanza pegada a la pared en el mismo sentido en el que venía en el taxi, arrastrando los pies, pero andando. El ladrillo caliente le raspa el brazo pero a ella no le importa, porque llegó, porque está ahí. En cuanto se termina la pared del restaurante aparecen las bisagras de una puerta de madera, y unos pasos más allá un picaporte y herrajes de bronces lustrados. Elena da unos pasos más y los alcanza, los acaricia, los recorre como si los lustrara, cierra sus puños sobre las argollas que cuelgan, sólo porque son ellas, las mismas a las que se aferró Isabel aquella tarde, y suplicó, y pidió, no me hagan entrar, y Elena agradece que en veinte años nadie hubiera decidido cambiarlas por otras, porque gracias a eso, gracias a ellas, Elena sabe, llegó al lugar que salió a buscar esa mañana cuando tomó el tren de las diez.