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Elena se deja llevar. Apura la medicación unos minutos. Sabe que puede hacerla, que aunque a Ella, a esa puta enfermedad puta le moleste, ella puede manejar su tiempo a fuerza de pastillas, apenas, un poco, pero puede. Abre la cartera, tantea dentro y saca un pedazo del sándwich de queso que puso allí esta mañana, sabe que es más fácil cuando la pastilla se confunde con la miga mojada, por eso lo hizo, por eso lleva ese pedazo de pan con queso junto a su billetera y a las llaves de su casa. Lo mastica, lo traga, algunas migas se caen en el piso del taxi y Elena se apura a taparlas con la alfombra de papel para que el taxista no las vea. Cuando termina de masticar abre otra vez la cartera, busca, saca el pastillero y un cartón con jugo, lo rasga como puede y pone la pajita de plástico dentro, toma la pastilla que le toca y se la mete en la boca, apretada entre el dedo pulgar y el índice, hasta el fondo. La sostiene con la lengua. Clava la pajita en la caja y sorbe. La pastilla no llega a la garganta, no pasa de la campanilla. Sorbe otra vez. El taxista le habla, ella lo ignora, respira profundo por la nariz para no ahogarse. Un bocinazo la estremece, y otro bocinazo más, será posible, se pregunta quien maneja el taxi, si Elena pudiera ver sabría que se refiere al hombre que no llegó al otro lado de la avenida antes de que la luz del semáforo cambiara, y lo peor es que si lo piso lo tengo que pagar por bueno. Ella sorbe otra vez, aprieta la caja de cartón para que el jugo suba, y aunque la pastilla no logra bajar empieza a disolverse de tanto líquido. Si pudiera apenas inclinar la cabeza hacia atrás lo lograría, pero no puede, ella no, a su cuerpo no le está permitido ese pequeño sacudón que cualquiera hace para tragar una aspirina, entonces se inclina de costado en el asiento, se desliza para que la pastilla logre pasar esa curva que no pasa, y esta vez lo consigue, ahora sí, la pastilla le raspa la garganta y desaparece, pero ella, relajada, cae sobre su propio brazo que todavía sostiene el cartón con el jugo, intenta enderezarlo para que no se derrame, queda recostada de lado. Espera. Una mano intenta limpiar el vidrio del parabrisas delantero, Elena llega a verla por el espacio que queda entre un asiento y otro, pero el taxista toca otra vez un bocinazo, esta vez constante, hasta que la mano limpia el detergente que echó sobre el vidrio y desaparece. Elena no ve de quién es esa mano, seguramente de alguien joven porque es chica, porque no tiene arrugas, pero son todas suposiciones, desde su posición ella sólo puede estar segura de lo que ve en el techo sucio del taxi que la lleva, qué barbaridad, dice el taxista y Elena no aventura a qué barbaridad se referirá el hombre, por eso calla, intenta correr su brazo aplastado para que no se le duerma apretado por el peso de su cuerpo, lo logra con esfuerzo y se siente aliviada por esa pequeña victoria sobre Ella. El taxista enciende la radio y eso le da una esperanza, cree que la voz lo mantendrá callado pero se equivoca, porque el locutor habla de las mismas cosas que el taxista, como si lo conociera, despotrica aún con más ahínco, enojado, actúa su enojo para que no queden dudas, es así nomás, apoya el taxista y la busca por el espejo, ¿se le cayó algo?, pregunta, me caí yo, contesta Elena, ¿está bien?, muy bien, muy bien, le dice ella desde su posición, ¿necesita ayuda?, no, no, ya tomé la medicación, ¿quiere que pare?, no, quiero que siga, ¿no estará por lanzar, no?, ¿lanzar qué?, vomitar, señora, pero no, hombre, estoy enferma, nada más, ¿qué enfermedad tiene?, Parkinson, dice Elena, ah, Parkinson, repite él, a mí una vez me dijeron que a lo mejor tenía pero no, era por la bebida, el tembleque que tenía era por la bebida, a mí me gusta la bebida, ah, qué bien, dice Elena, pero mi mujer me dio el ultimátum, o dejo de tomar o me echa de patitas a la calle, así son las mujeres, terminantes, se creen que mandan, y uno las deja creer, total, cuando trabajo no, cuando trabajo casi nunca, pero me gusta la bebida, qué se le va a hacer. Y Elena piensa que ella no sabe si le gusta, pero que nunca toma. Piensa en el vino que no bebe mientras mira una araña que camina de una costura del techo a otra. Debería haberse emborrachado alguna vez en la vida, y aprendido a manejar, y usado biquini, piensa. Un amante, también tendría que haber tenido un amante, porque el único sexo que conoce es el que tuvo con Antonio, y eso era un orgullo, haber sido sólo de un hombre, pero hoy, vieja y doblada, caída sobre su brazo, sabiendo que nunca más habrá sexo para ella, Elena no siente orgullo, siente otra cosa, tampoco pena, ni bronca, siente un sentimiento que no sabe qué nombre tiene, eso que uno siente cuando se descubre tonto. Haber guardado la virginidad para quién, haber sido fiel por qué, haberse mantenido casta después de viuda con qué motivo, con qué esperanza, creyendo qué. Ni virginidad ni fidelidad ni castidad significan para ella hoy lo mismo, tirada en el asiento de ese taxi. Ni sexo. Se pregunta si podría tener sexo con alguien si quisiera. Se pregunta por qué no quiere, si por el Parkinson, por la viudez o por la edad. O por la falta de costumbre después de tanto tiempo sin siquiera pensar en eso. Se pregunta si una mujer con Parkinson que quisiera tener sexo podría. Se ríe imaginándose en la próxima consulta haciéndole la pregunta al doctor Benegas. ¿Y un hombre con Parkinson?, ¿podrá un hombre con Parkinson hacer el amor?, ¿podrá penetrar a una mujer? Para un hombre debe ser más difícil, piensa, porque no se trata sólo de dejar hacer. ¿Deberá un hombre enfermo como ella programar su sexo en función al horario de las pastillas que toma? Siente pena por ese hombre que no conoce, lo compadece, se alegra de no ser hombre. En la radio empiezan a pasar un bolero y el taxista lo tararea. Bésame mucho, dice el cantante y el taxista le contesta, como si fuera esta noche la última vez. Tararea un poco más y cuando se da cuenta de que no sabe más la letra vuelve a la charla del vino y la bebida, mi mujer me echa si sigo tomando. La última vez que Elena tomó fue un vino espumante con gusto a frutilla que trajo Roberto Almada la primera noche que fue a comer a su casa. Era la «presentación oficial», aunque se conocían de toda la vida, quién iba a sospechar que el jorobadito terminaría casi de la familia, ¿no, Rita?, no le digas el jorobadito, la verdad no ofende, claro que ofende, mamá, ¿querés probar si ofende? A Roberto y Rita los unieron sus certezas más que ninguna otra cosa, esas que les hacían decir como verdades absolutas conceptos de los más variados, arbitrarios, repetidos. Certezas de cómo hay que vivir cosas que nunca vivieron, de cómo hay que andar por la vida en los caminos que andan y en los que no, que pregonan lo que se puede y lo que no se puede hacer. La primera, la más profunda, grabada a fuego en alguna parte del pacto secreto que une a una persona con esa otra que le está designada, el miedo a las iglesias. Y en el caso de Roberto el espanto no se limitaba a los días de lluvia, sino a cualquier circunstancia climática. Lo traía desde chico, de sus épocas en Lima, cuando su madre, Marta o Mimí como se hacía llamar desde que habían vuelto, se había ido detrás de un novio bailarín de tango que no era su padre, uno que había venido a dar un show a beneficio al Club Sportivo donde ella atendía la barra los domingos y los días de fiesta. Se llevó al chico con ella, quién se lo iba a agarrar si de bebé ya se le notaba la joroba, basta, mamá, y al poco tiempo el bailarín se cansó de ambos y los largó sin un peso en ese país al que no los unía ninguna otra cosa que la calentura de su madre. Allá aprendió el oficio de peluquera, antes sólo sabía el de manicura, y se instaló en Barranco, en un cuarto que le alquiló una compañera del instituto donde le enseñaban a peinar, cortar, teñir. Lo lógico habría sido que hubieran vuelto, pero ella no estaba dispuesta a mostrar un fracaso que el pronto regreso habría hecho evidente, así que aunque en Perú apenas tenían para comer se mantuvo con su hijo en esa ciudad siempre cubierta de nubes y sin lluvia, donde el mar le recordaba cada día lo pequeños que eran. Los años fueron pasando sin conciencia de ellos, el chico creció y con él su joroba, y mientras sus amigos llevaban a las chicas al puente de los suspiros para mentirles amor eterno, él iba día por medio al mismo puente, solo, a mirar de lejos la Parroquia de la Ermita, esa donde decían que la campana había caído después de un terremoto y le había aplastado la cabeza al cura. Una mancha en el pavimento, que cada uno ubica donde le parece, recuerda la estampa de masa encefálica grabada para siempre, el cerebro del cura desparramado. Si te portás mal te va a llevar el cura sin cabeza, le decía la vieja que lo cuidaba cuando su madre trabajaba o lo que fuera. Y Roberto creció sintiendo terror no por el cura, porque él mal no sabía portarse, sino por los campanarios, calculando las probabilidades de que otra campana cayera y matara a alguien, alejándose siempre lo suficiente para que el decapitado no fuera él. Poco le importó a Roberto que en el con urbano bonaerense no hubiera antecedentes de terremotos, igual no se acercó a iglesia alguna. Por eso, Roberto no pudo haber matado a Rita y haberla colgado del campanario, porque además de que él no habría podido con ella tanto más fuerte que su pretendiente, Roberto tampoco se acerca a una iglesia, Elena sabe. Aunque a la hora de dejarlo libre de sospechas la policía se haya fijado en otros aspectos menos profundos, por ejemplo que estuvo todo el día en el banco con una auditoría interna, haciendo un arqueo de caja, con más de veinte personas que pueden dar testimonio, como le dijo el comisario cuando ella insistía sobre el asesinato, los sospechosos y sus móviles. ¿No tiene nadie que la acompañe?, señora, le pregunta el taxista en el mismo momento en que la araña desaparece por el marco apenas abierto de la ventana, no, no tengo, dice Elena, ¿sola en el mundo?, sí, ¡qué lo parió, y uno que se queja!, tenía una hija pero la mataron, se escucha decir Elena casi sin pensarlo, en este país no se puede vivir más, señora, uno sale a la calle y lo matan, es así, dice el taxista. Pero a ella no le importa que el taxista haya entendido cualquier cosa cuando dijo, tenía una hija pero la mataron, ni le importa quién es ese nosotros donde el taxista la incluye a ella ya su cuerpo, que se calle quisiera Elena, un rato, otro bolero, para poder concentrarse en su tarea privada, en mover ese cuerpo que hace tiempo, sabe, no le pertenece.

Aunque Elena no lo ve el taxi avanza por Libertador frente al Hipódromo, es el mediodía y calcula que el sol debe estar exactamente arriba de ella, calentando la chapa del techo. La frenada de un colectivo junto a ellos la asusta, pero enseguida se da cuenta de que no pasa nada, que es sólo un ruido, que un ruido no significa más que eso, y se concentra en sus asuntos, en que unas cuadras más allá habrá llegado a destino y ese cuerpo que la atrapa deberá moverse, deberá ponerse otra vez en marcha. Intenta dar la orden y que la escuchen. Desde su posición horizontal levanta el pie derecho, unos centímetros apenas, lo baja, luego el izquierdo. Los dos responden, prueba otra vez, derecho arriba, luego abajo, izquierdo arriba, abajo, y otra, una vez más. Luego descansa, a pesar de que no puede levantarse de donde está sin que alguien le dé una mano sabe que está lista, que cuando el taxi llegue a destino sólo necesitará un punto de apoyo de donde tirar para incorporarse, una mano, una vara extendida, una soga, y otra vez podrá marchar, un pie delante del otro, un tiempo, entre pastilla y pastilla.