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Elena se decide por un taxi; atraviesa el hall central de Plaza Constitución adivinando obstáculos. Como una nadadora obligada a mirar el fondo de una pileta, trata de respetar el andarivel que ella misma se traza, y avanza. Pero los demás no entienden de andariveles y se le cruzan, desde cualquier dirección, hacia cualquier dirección. Los atentos la esquivan, los que no lo son, la empujan. Ella sigue, como si no existieran, como siente que ella no existe para ellos. Pero existen, avanzan, se alejan, pares de pies unos junto a otros yendo y viniendo. Y Elena en el andarivel que sólo ella conoce y respeta. Alguien la empuja y le pide disculpas sin esperar respuesta. Otro la esquiva pero la mochila que lleva sobre su hombro la golpea en el suyo con brutalidad e irreverencia. Muchos pies forman un círculo imperfecto a dos metros de su marcha. Palos que deben sostener estandartes, o banderas o carteles. Palos que sostienen quejas. Sueldos que no se pagan, despidos, vendedores ambulantes que no quieren ser echados, a Elena no le importa, ella también lleva el palo con su queja aunque nadie lo vea. Alguien que grita por un megáfono, y el círculo aplaude. Alguien que habla de Dios, de algún dios, y del Hijo de Dios. Otra larga cola de zapatos, zapatos que calzan a quienes van a reclamar un papel que confirme que el tren en el que viajaron, otra vez, llegó tarde, y así no le descuenten el día en sus trabajos. Taxi mejor que subte, piensa, mientras rodea el círculo imperfecto de zapatos que ahora aplauden y vivan a la voz del micrófono, o a Dios, o a su Hijo. Taxi mejor que subte. No porque el subte sólo la lleve a Carranza y de ahí le queden aún diez cuadras, como le dijeron en la remisería de la esquina de su casa. Taxi mejor que subte porque en media hora no podrá levantarse del asiento, cualquier asiento, el que sea donde haya dejado caer su cuerpo. Y no quiere que eso le pase en el túnel de un subte. A pesar de que hace tiempo, años, que no sube a uno se acuerda muy bien, entonces elige taxi. Recuerda haber visto los trenes vacíos desaparecer en el hueco de la terminal de subterráneos, mientras en la plataforma inversa reaparecía otro tren dispuesto a hacer el camino inverso. No sabe si era el mismo. Nunca antes le había importado, pero ahora puede que se siente y no consiga pararse cuando lo necesite, entonces le importa. Sabe que el tren tragado por el hueco necesariamente saldrá porque si no ese espacio se llenaría de coches y ya no cabrían, ¿pero cuándo? ¿Esa misma tarde? ¿Ese mismo día? ¿Antes de que la próxima pastilla empiece a hacer efecto? ¿O después? El tiempo de Elena no es como el tiempo de los trenes que andan bajo tierra de una terminal a la otra. No tiene cronogramas ni horarios acordados que deban ser cumplidos. Su tiempo se cuenta en pastillas. Esas pastillas de distintos colores que lleva en la cartera, en un pastillero de bronce con varios compartimentos que le regaló Rita para su último cumpleaños. Para que no hagas lío, le dijo, y lo dejó sobre la mesa. No estaba envuelto sino metido en una bolsa de plástico blanca casi transparente, sin nombre, como las que dan en los supermercados, pero más débil y sin estampa. ¿Y la velita?, preguntó Elena. Entonces Rita buscó en el último cajón del aparador de la cocina hasta encontrar una vela usada, de las muchas que guardaban por si se cortaba la luz, chorreada de cera, sucia de mugre acumulada en tanto tiempo perdida en un cajón donde iba a parar de todo, enclenque, quebrada al medio pero sostenida por la mecha interna. Le acomodó la punta de la mecha quemada, le raspó la dureza con las yemas de sus dedos y la encendió, la acercó a Elena y le dijo, soplá. Y Elena sopló, torciendo la cabeza de costado para que el soplo llegara, llevando los labios de lado como en la seña del siete de velo, babeando sobre la mesa de fórmica, será posible que nunca tengas a mano el pañuelo, mamá. La llama de la vela apenas se movió, soplá otra vez, mamá, y Elena otra vez llevó los labios de lado, trató de inflar las mejillas y juntar más aire en la boca, de apuntar directo al blanco, de estirar el cuello torcido hacia la vela un poco más, y hubiera soplado, si no fuera que en ese momento una gota de cera derretida cayó sobre la mano de Rita esta vez sí la habría apagado, puta mierda, dijo su hija, agitó la vela en el aire, una, dos, tres veces, hasta que se apagó, y Elena tuvo que tragarse el aire.

Si ella no pudiera levantarse cuando tuviera que bajar del coche, desaparecería dentro de ese túnel negro donde no sabe qué pasa y, lo que es peor, donde Elena no sabe cómo se mide el tiempo. Ese otro tiempo tan distinto del que mide ella sin agujas. Como el limbo, piensa, un lugar eterno de donde nunca se sale ni para ir al cielo ni para ir al infierno. O el cielo o el infierno, pero eso de quedarse a mitad de camino, siempre le pareció la peor alternativa. Limbo o purgatorio, se pregunta; ya no se acuerda de la diferencia entre limbo y purgatorio, aunque sabe que la hay y que ella, en algún tiempo, la sabía. Se pregunta si hoy, yendo de camino a la casa de Isabel Mansilla a hablar de su hija muerta, tiene importancia no acordarse. Le da risa la palabra purgatorio porque ella se purga, todos los días, su cuerpo es un purgatorio que camina, que a veces, a ratos, camina. Se purga con laxantes desde que Ella convirtió a sus intestinos en perezosos. No es que funcionen mal, le dijo el doctor Benegas cuando se quejó de los tantos días que pasaban sin que ella fuera al baño, los intestinos de los que padecen Parkinson se ponen perezosos, Elena, nada que no se pueda solucionar con una compota de ciruela todas las mañanas o con un buen plato de acelga al mediodía. Purgas. Por eso, y aunque duda de que exista alguno de los tres, ni cielo, ni infierno, ni purgatorio, elige un taxi. Sale del edificio y busca la parada. Pregunta en un puesto de diarios. ¿Usted para dónde va?, le pregunta el diariero y Elena se da cuenta de que ni siquiera viendo, el hombre entiende. Porque no importa cuál sea la parada que tiene mejor orientación de acuerdo con el destino que Elena lleva. Lo que importa es que sea la más cercana. La posible mientras su cuerpo todavía responda con sus pasos arrastrados. Mientras no se apague y la deje sola, detenida en esa ciudad ajena. Sola, sin cuerpo. ¿Se puede ser algo sin cuerpo que obedezca?, Elena piensa mientras arrastra los pies hacia el lugar que le indicó el diariero. ¿Qué es uno cuando no es su brazo que no se mueve para calzarse una campera, ni su pierna que no se eleva en el aire dispuesta a dar un paso, ni su cuello que no se yergue impidiéndole andar de cara al mundo? Si uno no tiene un rostro para enfrentar el mundo, ¿qué es? ¿Uno es el cerebro, que no puede mandar a nadie pero sigue pensando? ¿O es el pensamiento mismo, algo que no se puede ver ni tocar fuera de ese órgano rugoso guardado dentro del cráneo como un tesoro? Elena no se plantea que uno sin cuerpo sea el alma, porque no cree ni en el alma ni en la vida eterna. Aunque nunca se haya atrevido a contárselo a nadie. Apenas sí se lo dijo a ella misma, cuando ya no pudo mentirse más. Porque Antonio, su marido, era un católico practicante, y no la habría entendido. Además de no entenderla le habría dado un disgusto, tantos años trabajando en el colegio parroquial, no sólo como celador y portero sino como catequista, y venirse a enterar de que su mujer, la madre de su hija, no creía en el alma ni en la vida eterna. Insensata, ahora sabe Elena, porque así la llamó el Padre Juan el día del velorio de su hija, ella o cualquiera que se quedara viendo la muerte como si después de la vida en esta Tierra no existiera nada. Tal vez por eso el compromiso con la fe católica de Rita haya sido tan ambivalente, casi esquivo. Porque la educó un católico ferviente, y una que mentía serio. Por eso Rita llevaba una cruz colgando del cuello pero se atrevía a faltar a misa cuando llovía, porque le tenía más miedo a los rayos que a la doble falta que cometía, mentir y no ir a misa. Y no confesaba todos sus pecados sino algunos. Ni rezaba todas las noche, hay días que no se Lo merece, decía. Pero visitaba siete iglesias todos los Viernes Santos, y hacía ayuno y abstinencia no sólo el viernes de Semana Santa sino también el jueves, el Miércoles de ceniza, y todos los viernes de la Cuaresma. Estrenaba una bombacha rosa todas las Navidades aunque bien supiera que eso poco podía tener que ver con los preceptos de la iglesia y los Evangelios, y le regalaba otra a Elena, que ella siempre terminaba cambiando por una negra, ¿cómo se te ocurre que yo puedo ponerme una bombacha rosa, Rita?, ¿qué problema te hacés, si nadie más que yo te la va a ver, mamá? No entraba en la iglesia con los hombros descubiertos. No mordía la hostia. Hacía ayuno de una hora antes de comulgar. Llegaba a misa siempre antes de que empezara el credo para que le valiera. Se persignaba cada vez que pasaba frente a una iglesia. Como si su religión se basara más en la tradición, en lo que el folklore y la gente fue instituyendo como rito, que en el dogma o en la fe. Rita, a su manera, tuvo Dios, un Dios propio al que ella fue armando como un rompecabezas con sus propias reglas. Su Dios y su dogma. Elena no. ¿Por qué entonces le quedan dentro esas palabras que no son su rezo? ¿Por qué le siguen apareciendo el cielo y el infierno? ¿Por qué aparecen la resurrección, el credo, el pésame Dios mío y me arrepiento, la penitencia, el pecado, y en el nombre del Padre? Palabras sí, pero ni Dios ni dogma. Ni cuerpo ahora, piensa, y cuando lo hace piensa en ella, pero también en Rita, enterrada bajo tierra. Dos cuerpos muertos. El suyo, y ese otro que alguna vez estuvo dentro de ella, alimentándose de ella, respirando el aire que ella respiraba, y que ahora volvió al barro que somos, como pide el Evangelio. El cuerpo de su hija. Ojalá pudiera creer en el alma y en la vida eterna, y que fuimos barro y al barro volveremos, piensa, pero sabe, Elena, que el único barro al que volvemos una y otra vez es ése que descubre en sus zapatos mientras se sube al taxi y dice derecho por 9 de Julio hasta Libertador, y por Libertador hasta que se convierte en Figueroa Alcorta y entonces derecho hasta el Planetario, y ahí a la izquierda hasta el Monumento a los Españoles, y otra vez por Libertador hasta Olleros, y aunque no dice una dirección exacta el taxista sabe dónde ir, o al menos le alcanza, porque sin hacer preguntas se mueve, casi tan torpe como ella, atravesando con su cuerpo el asiento de lado a lado para encender el reloj que marca la tarifa, y acomodar algo en la guantera. Elena sabe aunque no pueda verlo porque lo oye moverse y porque el lugar que ella ocupa se oscurece repentinamente como si una nube hubiera tapado el sol que antes entraba por el parabrisas delantero. El hombre vuelve a su lugar y se dispone a arrancar pero se detiene, a tiempo, porque ve por el espejo que la puerta trasera sigue abierta. Elena termina de acomodar la cartera cruzada sobre su vientre, pero todavía no cierra la puerta. Apenas entró una de las dos piernas con la que arruga una alfombra de papel del lavadero donde el hombre lavó su taxi, la otra no entra, todavía no puede, apunta con la rodilla hacia fuera, el pie se mantiene en el aire esperando que Elena lo pueda acomodar en el piso empujando con sus dos manos. El hombre se impacienta, ¿la ayudo?, no hace falta, dice Elena, y usando de apoyo la pierna que ya está dentro, hace entrar la otra, girándola en ángulo recto como si fuera una barrera y luego hace fuerza sobre el muslo hacia abajo hasta que el pie pisa. Recién entonces sabe que lo ha logrado. ¿Estamos?, dice el taxista, y ella se estira un poco más, se agarra de la manija, tira la puerta hacia su cuerpo con fuerza, como si fuera la soga de la que se vale cada mañana para levantarse. Estamos, dice Elena, ahora sí. Se imagina al taxista mirándola por el espejo retrovisor, mirando la raya de su pelo sembrada de canas, las pequeñas manchas de caspa de las que Rita se quejaba al ver asomar junto a la raíz, usá el anticaspa, mamá. Por pudor intenta hacer un esfuerzo por levantar la cabeza y mirado. Pero su tiempo, el tiempo de Elena, se detuvo. Ya no hay resto de levodopa que la ayude a moverla. Nada, Elena sabe. Sabe que viene la espera, unos minutos hasta que le toque la próxima pastilla y luego el tiempo necesario para que la droga se disuelva y recorra su cuerpo. Su espera, ese tiempo que se mide sin agujas, el que ella usa para decir su rezo, el que a ella le sirve porque la acompaña. El rezo en que aparecen Ella, y el chasqui, el rey derrocado y el emperador sin traje, las calles que separan su casa de la estación y las otras que están por venir, las estaciones del ferrocarril que acaba de dejar, la levodopa y la dopamina, el músculo y otra vez Ella, el rey, el rey sin corona, desnudo.

El auto se mueve, y Elena agradece que alguien lo haga por ella.