El tren llega a Plaza Constitución. Elena espera que todos los pasajeros abandonen el vagón y sólo después lo intenta ella. Se desliza sobre el asiento de cuerina que recién descubre roto, se arrastra desde la ventana hacia el pasillo. El camino inverso al que ya hizo. El cierre de la pollera se le engancha en la gomaespuma que aflora de un tajo antiguo. Tira y logra soltarse. Se apoya en el apoyabrazos y se levanta. Se alegra de que todavía haya levodopa en su cuerpo. Mira el reloj, faltan más de dos horas para la próxima pastilla. Cuelga su cartera del hombro pero la apoya sobre su vientre y cruza sus brazos sobre ella; aunque hace tiempo que no viaja en tren sabe que no se puede andar alegremente por un andén de Constitución con la cartera colgando del hombro. Sabe que ella es una presa fácil para quien quiera sacarle algo y salir corriendo. Aunque buen chasco se llevaría el ladrón, Elena sabe, si apenas tiene en la cartera dinero para el viaje. Pero lleva el documento y las pastillas, el pañuelo, las llaves de su casa, un cartón con jugo y un sándwich de queso. El equipaje que necesita para ese viaje. Por eso cruza su cartera sobre el vientre y la aprieta, porque si pierde lo que lleva en un rato ya no podrá andar. Va hacia la puerta del vagón y sale al andén; camina, detrás de la muchedumbre que se agolpa como en la boca de un embudo para luego dividirse en improvisadas filas donde mostrar sus boletos. Un hombre se acerca y dice, ¿necesita que la ayude, abuela?, abuela un carajo, piensa, pero no dice nada, lo mira y sigue, como si además fuera sorda. Sorda como sus pies cuando no responden. Sorda como quienes no quieren escuchar que aquella tarde llovía. Un hombre que no debe tener más de diez años menos que ella. A lo mejor ni cinco. Pero que no tiene el cuerpo achicharrado como el suyo, entonces, porque no sabe como sabe Elena, se siente mucho más joven, se siente con derecho. El hombre mira su cuerpo y dice, abuela. Podría serlo a sus sesenta y tres años, pero no en el sentido desvalido en que lo usó el hombre que quiso ayudarla. A ella le hubiera gustado ser abuela, pero nunca pudo imaginarse a Rita madre. Siempre la imaginó estéril. Tal vez porque tardó tanto en menstruar, casi a los quince, la última de su clase en ser «señorita». Y siempre muy irregular, siempre poco, reglas amarretas tenés vos, Rita, mejor, mamá, menos tiempo sucia. Rita nunca manchó una sábana, nunca un dolor que le impidiera hacer la vida de todos los días. Como si su menstruación no tuviera la contundencia necesaria. Como si fuera un simulacro, apenas lo suficiente para que nadie se pregunte por qué no. En cambio Elena sí, ella siempre tuvo reglas abundantes, generosas, de esas que no dejan dudas de que todo, ahí dentro, funciona. Todavía se acuerda del día en que manchó la butaca del cine donde habían ido una tarde cuando Rita tenía diez o doce años, levantate, hija, y salí rápido, levantate ya mismo, pero Rita se tomó su tiempo, tenía que juntar sus golosinas, ponerse los zapatos, dije que te apures y salgas, volvió a decir Elena, esperá, mamá, ¿qué apuro hay?, este apuro, le contestó, y le dio vuelta la cara para que mirara la mancha sobre la butaca de pana marrón, entonces Rita se apuró, salió casi corriendo de ese cine, llorando, pero sin dejar de mirar hacia atrás para saber si alguien más veía la mancha de su madre. Que su vientre funcionaba estaba claro, pero del de su hija siempre tuvo dudas. Si Rita no era capaz de manchar como ella, Elena no podía estar segura. Cerca de los veinte años la llevó a consultar al doctor Benegas; ya no tenía edad para pediatra así que la llevó al médico de Elena de toda la vida, que también había sido médico de la madre de Elena. Y de sus tías. De casi todo el barrio. El mismo que años después les enseñaría lo que es la levodopa, la sustancia nigra, el esternocleidomastoideo, el Parkinson. Pero en aquel entonces, cuando esas palabras no existían porque nadie las había nombrado, el doctor Benegas le indicó un estudio que permitiera comprobar si su hija tenía útero, quien le dice nos llevamos una sorpresa, Elena, y ésta es una vaina sin semilla que no nos puede cumplir la posta para la que vino al mundo. En esa época no existían las ecografías de hoy donde se puede ver como en el cine lo que hay detrás de la piel y la carne. Antes, para ver, había que entrar de alguna manera, meterse dentro del cuerpo. Rita y Elena llegaron juntas al consultorio. Benegas las esperaba con dos asistentes. El día anterior Rita había tenido que hacer ayuno, lo último que había podido comer era jalea de membrillo y dos galletas sin gusto a nada. Y en las últimas seis horas ni siquiera agua. Tenía hambre, pero de sólo pensar en la jalea le daban arcadas. La pusieron en una camilla y trajeron un aparato del que Rita nunca supo el nombre pero idéntico a un inflador de pelota número cinco. Sólo que el pico se lo pusieron a ella. Lo clavaron en su vientre e inflaron. Una, dos, tres, diez veces. Rita lloraba. No podés decir que eso te duele, Rita, le dijo el doctor Benegas. Y ella no contestó, sino su madre, claro que no le duele, doctor, lo hace para hacernos sentir mal a nosotros. Cuando la panza de Rita estuvo lo suficientemente inflada levantaron la camilla, los pies hacia el techo y la cabeza hacia abajo, dibujando una diagonal con el piso de mosaico gris. Y la estudiaron. Rita no sabe cómo porque cerró los ojos. Elena tampoco porque el doctor Benegas la hizo salir, se peleaban tanto madre e hija que el estudio peligraba. Pará de llorar, Rita, que si te ponés así por un estudio mejor que no puedas tener hijos en serio, si supieras lo que duele, ¿no, doctor?, ah, yo no sé cuánto duele, dijo Benegas y se rieron juntos, junto a su hija inclinada a cuarenta y cinco grados respecto del suelo, inflada de aire. Por la posición de la camilla las lágrimas de Rita hacían el recorrido inverso al llanto habitual, desde el lagrimal recorrían la curva del párpado superior, dibujaban el arco de la cejas y en la punta de ese arco lo abandonaban para correr por su frente y desaparecer dentro del flequillo. Rita sintió que alguien le rozaba la mano debajo de la sábana y luego la tomaba, fuerte, una mano fuerte apretando la suya. Abrió un instante los ojos y vio parado de ese lado, junto a la camilla, a uno de los asistentes del doctor Benegas. Cuando ella abrió los ojos él la estaba mirando. El asistente, al ver los ojos de Rita clavados en los suyos, hizo un movimiento, no la apretó más fuerte, sólo un movimiento, como si le acariciara la mano y le sonrió. Rita apretó los ojos más que antes y apartó la mano de la de él corriéndola junto a su cuerpo. Esperó, dura, tensa, pero nadie vino por su mano. Un rato después sintió que tiraban del pico clavado en su cuerpo y abrió los ojos, ya no había nadie de ese lado. No te pongas tan dura que te va a costar sacar el aire que te metimos, le dijo el doctor Benegas mientras apretaba la panza de Rita para que saliera el gas con el que la habían inflado. Y entonces todo se acabó, la bajaron, le enseñaron a apretarse la panza para sacarse el aire sobrante, si no dejás que lo hagamos nosotros lo vas a tener que hacer vos, y la mandaron a casa. Tiene útero, quédese tranquila, le dijo el médico a Elena mientras las despedía en la sala de espera.
A Elena le hubiera gustado ser abuela. Si fuera, hoy no estaría sola caminando por esos pasillos en una terminal de tren que huele a fritanga, haciendo el recorrido que cree que la llevará a encontrar un cuerpo que la ayude. Porque si tuviera un nieto le estaría hablando de Rita, contándole cómo era ella cuando tenía su edad, cómo era antes. Y él le preguntaría, y ella inventaría anécdotas, adornaría las que recuerda, inventaría la hija que Rita no fue, todo para él, para ese chico, el que le daría un nombre, abuela, aunque Rita estuviera muerta, y entonces el olor a fritanga desaparecería. Pero no desaparece, se le mete por la nariz y la recorre, recorre su cuerpo doblado, se le pega a la ropa, la toma toda, entera, mientras ella se arrastra. Los altoparlantes anuncian un nuevo tren con atraso, la gente a su alrededor protesta, silba, y Elena está ahí, en medio de los silbidos, sin nieto y sin hija. Todavía no decidió si una vez que abandone la estación ferroviaria va a viajar en subte o en taxi. Dependerá de cómo se sienta cuando termine de andar ese pasillo. Porque son las once y ése no es tiempo de otra pastilla, la próxima será recién pasado el mediodía, un rato después de comer algo que asegure que la medicación va a ser asimilada como debe serlo, algo que no tenga demasiadas proteínas, el doctor Benegas le prohibió las proteínas en el almuerzo, algo como el sándwich de queso que lleva en la cartera. Se coloca en una de las filas y se deja llevar por el resto de la gente. Se imagina que así debe ser en las canchas de fútbol cuando se juega un clásico. Nunca fue a una cancha. Rita tampoco. A lo mejor, si tuviera un nieto, iría. Avanza como puede. Vamos, vamos, apuren, dice el que pide los boletos. Y la gente avanza, empujándose uno al otro sin que a nadie le parezca raro ni el roce ni la fuerza de quien no conoce más que por compartir el mismo camino estrecho. Es el turno de Elena, parada junto al hombre que pide los boletos mete la mano en el bolsillo del saco y busca el suyo, hurga, mueve los dedos dentro del hueco de tela, llega hasta el fondo, sube vacía, la fila no se alarga detrás de ella porque ya no queda nadie por pasar, pero otro tren está entrando en la estación y pronto el lugar se llenará otra vez de personas apuradas, ansiosas por pasar por encima de ella o de quien fuera necesario con tal de llegar antes vaya ella a saber dónde, está bien, pase, le dice el guarda antes de que encuentre el boleto y la apura, pero ella sigue buscando, pase señora, pase, insiste. Elena lo mira sin levantar la cabeza, como ella sabe, o puede, estira los globos oculares hacia arriba y lo mira al ras de su frente, por entre las cejas. Le duelen los párpados y las mejillas, pero lo mira, mientras saca la mano del bolsillo y le extiende el boleto para que él también vea.