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Elena avanza hacia la estación. Son sólo cinco cuadras. Eso es lo que le espera. Lo que tiene por delante. Ahora, lo inmediato. Caminar cinco cuadras para luego poder buscar con el rabillo del ojo la ventanilla abierta de la boletería, decir ida y vuelta a Plaza Constitución, abrir el monedero, sacar las monedas que apartó la noche anterior por el importe exacto del boleto, extender la mano, dejar que el boletero retire las monedas y apoye el boleto sobre ella, apretar fuerte ese papel que la habilita a viajar para que no se le caiga, meterlo en el bolsillo de su saco, y una vez segura de que no lo perderá, bajar la escalera del lado del pasamanos, si es posible del lado derecho porque ése es el brazo que mejor responde a lo que su cerebro pide, bajar todos los escalones, doblar a la izquierda, atravesar el túnel, ignorar el olor a orina que impregna las paredes, el techo y el piso sobre el que Elena arrastrará sus pasos, el mismo olor agrio desde el día en que atravesó ese túnel por primera vez cuando todavía no necesitaba ninguna pastilla que le ayudara a andar, cuando no sabía de reyes derrocados ni de chasquis, con Rita de la mano mientras era una niña o dos metros delante de ella cuando dejó de serlo, siempre ese olor a orina que le arde en la nariz de sólo pensarlo, siempre la boca cerrada y apretada para no tragarlo, y sin dejar de apretar la boca esquivar a la mujer que vende ajos y pimientos, al chico que vende cedés copiados que ella no tendría dónde escuchar, a la chica que vende llaveros con luces de colores y despertadores que suenan a su paso, o al señor de las piernas cortadas que extiende la mano por monedas como ella la habrá extendido unos minutos antes por su boleto de tren, doblar otra vez a la izquierda, subir la misma cantidad de escalones que antes bajó y entonces sí, por fin, salir al andén. Pero todo eso, Elena sabe, será recién una vez que pueda dejar atrás esas cinco cuadras que aún no caminó. Apenas terminó de andar la primera. Alguien la saluda. Su cuello rígido que la obliga a caminar mirando el piso no le deja ver quién es. Esternocleidomastoideo se llama el músculo que la obliga. El que tira de su cabeza para abajo. Esternocleidomastoideo, le dijo el doctor Benegas, y Elena le pidió que se lo escribiera, en imprenta mayúscula, doctor, que si no, no le entiendo la letra, para nunca olvidarse, para saber el nombre del verdugo aunque lleve capucha e incluido en el rezo de su espera. El que la saludó sigue su marcha y aunque ella mira por el rabillo del ojo no reconoce la espalda que se aleja en sentido contrario, pero igual dice, buenos días, porque quien la saludó dijo, buenos días, Elena, y si sabe su nombre merece su saludo. En la primera esquina espera que pase un auto y luego cruza. Con la cabeza gacha sólo alcanza a ver los neumáticos gastados que avanzan, pasan frente a ella y luego se alejan. Entonces baja el cordón, camina rápido con pasos cortos, raspa con la suela el asfalto caliente, sube el cordón de la próxima cuadra, se toma un instante, sólo un instante, y reanuda la marcha. Unos pasos más adelante las baldosas en damero negro y blanco le indican que está pasando frente a la casa de la partera. Rita no volvió a pisar la vereda de damero a partir del día en que se enteró de que en esa casa se hacían abortos. Abortera, no partera, mamá, ¿quién te lo dijo?, el Padre Juan, ¿y cómo sabe?, porque confiesa a todo el barrio, mamá, cómo no va a saber, ¿y no tiene que guardar secreto de confesión?, no me dijo quién se hizo un aborto, mamá, sino dónde, ¿y eso no entra dentro del secreto de confesión?, no, ¿quién te dijo que no?, el Padre Juan. Elena por seguirle la corriente tampoco pisaba la vereda de damero, cruzaban la calle e iban por la vereda contraria, aunque después tuvieran que volver a cruzar, como si pisar esa vereda las contagiara de algo, o las hiciera cómplices, como si pisar esa vereda fuera pecado. Pero Rita ya no está, alguien la mató aunque todos digan otra cosa, Elena sabe, y a pesar del respeto a su memoria no puede permitirse hacer una maniobra semejante para cumplirle el ritual a su hija muerta. En esa vereda Rita conoció a Isabel, piensa, la mujer que sale a buscar esa mañana, por primera vez relaciona una cosa con otra, y entonces pisa con fuerza, tranquila, como si hubiera cobrado sentido ese damero que tantas veces su hija había maldecido. Cuando termina la segunda cuadra, duda. Si sigue derecho sólo le faltarán tres cuadras hasta llegar a la ventanilla donde deberá decir uno ida y vuelta a Plaza, pero ese camino la llevaría a pasar frente a la puerta del banco donde están pagando las jubilaciones, entonces sería probable que se encontrara con alguien, que ese alguien quisiera darle el pésame, que eso la retuviera más de la cuenta, y entonces perdiera definitivamente el tren de las diez. Si diera la vuelta a la manzana tendría que sumar tres cuadras más a su recorrido, y eso sería pedirle demasiado a su enfermedad. A Elena no le gusta deberle favores a Ella. Ni deudas ni favores. Ella se lo haría sentir, Elena sabe, porque la conoce casi tanto como conocía a su hija. Puta enfermedad puta. Al principio, cuando sólo le costaba calzar la manga izquierda en su saco, cuando nunca había oído hablar del Madopar ni de la levodopa y su paso arrastrado todavía no tenía nombre, cuando su cuello no la obligaba a mirar siempre sus zapatos, entonces evitaba la vereda del banco. Aunque entonces no hubiera riesgo de pésame, lo hacía sólo para no encontrarse con Roberto Almada, el amigo de Rita, el hijo de la peluquera, mi novio, mamá, no se puede tener novio a tu edad, ¿y cómo querés que lo llame?, Roberto, con eso basta y sobra. Pero esta vez no se anima. Cuando llega a las baldosas grises, más grandes y brillosas que ninguna otra en su camino, Elena sabe que está pasando frente al banco. Baldosas de alto tránsito, Elena, nacionales pero tan buenas como las italianas, le gustaba explicar a Roberto cada vez que salía el tema del brillo de la vereda del lugar donde trabaja desde los dieciocho años. Junto a ella, por el rabillo del ojo, ve una hilera de zapatos que forman fila frente a la puerta, puede ver a quienes los calzan hasta la altura de las rodillas. No ve zapatillas ni jeans. Sólo mocasines gastados, alpargatas, una chinela enfundando un pie vendado hasta la altura del tobillo. Pies morados, surcados de venas, pecosos, manchados, hinchados. Todos pies viejos, piensa, de viejos que tienen miedo de que se acabe la plata. No los mira, teme reconocer alguna pierna, y prefiere no detenerse. Cuando termina la fila y se siente a salvo, cuando ya no hay hilera de zapatos a su izquierda, alguien le dice, buen día, Elena, pero ella sigue como si no escuchara. Entonces ese alguien acelera sus pasos sobre las baldosas, la alcanza y le toca el hombro.

Roberto Almada, aquél a quien Rita insistía en llamar mi novio. El atrofiado, como lo llamaba Elena delante de su hija para provocarla. O el jorobadito, como le decían de chico en el barrio. Pero Elena ya no puede verle la joroba, apenas si llega al pecho con mucho esfuerzo, y la espalda de Roberto se curva recién sobre el omóplato derecho. Hola, Doña Elena, vuelve a decir, y el doña se le clava a Elena en el medio de los dos ojos; ella dice, ah, Roberto, no te reconocí, por los zapatos, nuevos ¿no? Él se mira los zapatos y contesta que sí, que son nuevos. Los dos quedan en silencio, los zapatos gastados de Elena frente a los de Roberto. Roberto mueve sus pies incómodo, mi mamá le manda cariños y dice que cuando quiera pase por la peluquería, que si quedó conforme de la otra vez le regala un corte y un peinado, y Elena agradece, aunque sabe que la otra vez, la única vez que estuvo en la peluquería de la madre de Roberto fue la tarde en que murió su hija, entonces sus pensamientos están a punto de irse en dirección a aquel momento, pero los detiene, porque ella no puede darse ahora ese lujo. Volver a esa tarde la haría perder su tren, y a fuerza de voluntad la espanta para quedarse ahí, frente a Roberto. Lo único que necesitaría de la peluquería de su madre es que alguien le quitara otra vez ese bozo que le crece como una sombra, y que le cortara las uñas de los pies. Las de las manos se las corta sola, o se las lima, pero las de los pies no. Hace rato que ella no llega hasta allá abajo, después de la muerte de Rita la del dedo gordo se empieza a clavar en la punta del zapato y tiene miedo de que se le termine quebrando donde no debe, o rajando el cuero gastado, lo que sería peor aún. Rita se las cortaba cada quince días, traía la palangana con agua tibia, un pedazo de jabón blanco para que se derritiera dentro y ablandara las durezas, y una toalla limpia, siempre la misma, la que lavaba cada vez y guardaba con la palangana. Fruncía la cara de asco mientras se las cortaba, pero lo hacía, tratando de mirar apenas las uñas escamadas de viejas, infladas como una esponja seca, sucias. Colocaba un pie de Elena sobre su rodilla, y cortaba. Y cuando terminaba se lavaba las manos con detergente puro, una, dos, tres veces, algunas ocasiones con la excusa de desinfectar la toalla de posibles hongos se lavaba las manos con lavandina pura, qué harán los que no tienen como yo una hija que me corte las uñas, Rita, se las dejarán crecer mugrientas, mamá. Ya le deposité su jubilación en su caja de ahorro como quedamos, dice Roberto y Elena dice gracias otra vez y se olvida de sus uñas. Después de la muerte de Rita, Roberto se ofreció a cobrarle la jubilación para evitarle hacer colas en su estado. ¿Qué estado, Roberto?, preguntó Elena, para que no se tenga que molestar, ¿y desde cuándo te preocupa que yo me moleste?, yo siempre me preocupé por usted, Elena, y por su enfermedad, no sea injusta, andate a la mierda, Roberto, dijo ella, pero aceptó. Antes los trámites los hacía Rita, que ya no estaba, y aunque a Elena no le caía bien ese hombre, tener un amigo dentro del banco no dejaba de tener sus ventajas. Si usted supiera cuánto extraño a su hija, le oye decir, y a Elena la frase le molesta tanto como supone le molestarían las palabras escritas en las cartas que no leyó, esas que guarda en la caja del televisor que le dio un vecino, atadas con la cinta de raso que Rita eligió para ellas. Sabe que él no pudo matarla, no por lo que dice, ni por lo que hizo ese día, ni por lo que nunca pudo hacer, sino porque un contrahecho como él no habría podido con Rita. Son muy pocos los que habrían podido con ella, y aun así la verdad se le escurre, le cuesta entender quién pudo haber sido, por eso necesita ayuda, porque no hay imputados, ni siquiera sospechosos, ni motivos, ni hipótesis, sólo la muerte. Estoy apurada, pierdo el tren de las diez, le dice Elena que empieza a elevar un pie en el aire para ponerse en marcha, y él le pregunta, ¿se atreve a viajar sola?, vivo sola, Roberto, le dice ella sin interrumpir el paso que inició. Apenas después de un silencio breve él dice, vaya, vaya. Pero ella ya está yendo, hacia la estación, busca con el rabillo del ojo en las baldosas a su alrededor y sabe que Roberto está todavía detrás de ella, mirándola, porque sus zapatos siguen ahí, quietos, dos manchas de cuero negro que brillan casi tanto como las baldosas donde se apoyan, apuntando en dirección adonde ella va, sola, sin que nadie la acompañe, con la uña del dedo gordo clavándosele en la punta del zapato mientras recorre el camino que la llevará, dos cuadras mediante, a la boletería donde sacará su boleto, lo apretará con fuerza en su puño cerrado hasta guardado en el bolsillo de su saco, bajará la escalera, atravesará el túnel impregnado de olor a orina y subirá al andén a esperar, cansada, doblada, que llegue su tren.