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Rita murió una tarde en que amenazaba lluvia. En la repisa de su cuarto había un lobo marino de vidrio que se ponía rosa violáceo cuando la humedad ambiente se acercaba a la centena y entonces no quedaba otra alternativa más que el agua precipitada. Ese color tenía el día de su muerte. Se lo había comprado un verano en Mar del Plata. Elena y Rita habían salido de vacaciones como cada año par. Veraneaban todos los años pares hasta que la enfermedad de Elena convirtió sus movimientos en intentos indignos. Los impares se quedaban en casa y usaban los ahorros para pintar o hacer arreglos impostergables, como reparar un caño roto, cavar un nuevo pozo ciego cuando el detergente había acabado con todos los gusanos que aireaban las paredes de tierra del viejo, cambiar el colchón vencido. El último año impar tuvieron que cambiar casi la mitad de las baldosas del patio trasero que habían levantado las raíces de un árbol que ni siquiera era de ellas, un paraíso que desde el otro lado de la medianera se metía subrepticia y subterráneamente dentro de su casa. Alquilaron un departamento de dos ambientes en la calle Colón, una cuadra antes de que la avenida empezara a subir sobre la loma que luego cae al mar. Rita dormía en el cuarto y Elena en el living comedor, te levantás tan temprano, mamá, que mejor que estés cerca de la cocina así no molestás. Como todos los años pares Rita había marcado sobre el diario los avisos clasificados que ofrecían departamentos dentro de su presupuesto, para luego elegir aquel cuyos dueños vivían más cerca de su casa, y así no tener que ir a pagar y buscar la llave demasiado lejos, si total todos son más o menos iguales, un plato más o un plato menos, o el tapizado de los sillones, no nos van a cambiar las vacaciones. Fueron juntas a cerrar el trato. A pesar de que lo iban a alquilar de cualquier manera pidieron fotos y los dueños se las mostraron, unas fotos que resultaron ser bastante poco fieles a la realidad, donde la mugre no aparecía. Pero eso tampoco fue un problema, porque a Elena le gustaba refregar cuando todavía su cuerpo podía, la tranquilizaba y hasta milagrosamente le hacía disminuir sus dolores de espalda. En una tarde el departamento fue el que era pero limpio. No iban a la playa. Demasiada gente, demasiado calor. A Rita no le gustaba cargar la sombrilla, y Elena no se aventuraba a la arena si no tenía sombra garantizada. Pero cambiaban de aire, y eso era bueno. Dormían un poco más, desayunaban con medialunas recién hechas, cocinaban platos con mucho pescado fresco, y todas las tardes, cuando el sol se escondía detrás de los edificios de departamentos, salían a caminar por la Rambla. Caminaban de sur a norte por la vereda del mar, y volvían de norte a sur por la que bordeaba la avenida. Discutían. Siempre, todas las tardes. De cualquier cosa. Lo importante no era el asunto sino esa elegida manera de comunicarse a través de la pelea, una pelea que disfrazaba otra disputa, la que se movía oculta y a su antojo dentro de ellas, y que excedía cualquier tema en cuestión. Discutían como si cada palabra lanzada fuera un látigo, primero pegaba una, luego la otra. Latigazo tras latigazo. Quemaban el cuerpo de la rival con palabras, como si fueran cuero en movimiento. Ninguna acusaba el dolor, sólo se limitaban a pegar. Hasta que una de las dos, generalmente Rita, abandonaba la lucha, más por miedo a las propias palabras que a ningún dolor sentido o provocado, y terminaba caminando dos metros delante de la otra, mascullando.

Vio el lobo marino de vidrio el primer día de aquellas vacaciones, en un negocio donde vendían collares de caracoles, ceniceros con la forma del Torreón del Monje, alhajeros con conchillas incrustadas intentando algún dibujo, sacacorchos donde el resorte erecto ocupaba un lugar de la anatomía de un niño, un cura, o un gaucho que ninguna de las dos se atrevía a mirar, y otros recuerdos similares. Rita se paró en la vidriera y golpeando sobre el vidrio con la uña recién limada de su dedo índice le dijo a Elena, antes de irnos me lo voy a comprar. Lobito del tiempo: azul sol, rosa lluvia, decía el cartel escrito a mano, con birome azul en imprenta mayúscula, que habían pegado a la vidriera. Elena no estuvo de acuerdo, no gastes tu plata en pavadas con lo que te cuesta ganarla, la voy a gastar en darme un gusto, mamá, gusto atrofiado, no hablemos de atrofias, cierto, para atrofiado está tu amigo del banco, al menos tengo un hombre que me quiere, si eso te hace feliz, hija, difícil ser feliz al lado tuyo, mamá, lanzó Rita creyendo que era un latigazo final y la dejó atrás, avanzando dos metros con pasos exagerados. Desde la retaguardia Elena siguió el camino trazado por su hija manteniendo la distancia establecida, y apenas unos pasos después lanzó otra vez su látigo, con ese carácter podrido nunca vas a ser feliz, lo que se hereda no se roba, mamá, será, retrucó Elena y ya no hablaron más. A la altura del Hotel Provincial pegaron la vuelta en dirección sur. Repitieron la misma rutina el resto de los días. La caminata, los latigazos, la distancia, y por fin el silencio. Cambiaban las palabras, el motivo de la pelea, pero el canto, el tono, la rutina, eran siempre los mismos. No volvieron a mencionar el lobo, aunque una tarde al pasar frente al local de los recuerdos y caracoles Elena se rió y dijo, ¿por qué no le llevás el sacacorcho del cura al Padre Juan?, a su hija no le causó gracia, sos un animal, mamá.

Antes de terminar la quincena, tal como lo había sentenciado, Rita se compró el lobita del tiempo. Lo pagó en efectivo. Tenía una tarjeta de débito que le habían dado en el colegio cuando la blanquearon y empezaron a pagarle el sueldo en una caja de ahorro, pero nunca llevaba la tarjeta con ella por temor a que se la robaran. Pidió que lo embalaran con mucho papel para que no se rompiera. En lugar de papel, usaron ese plástico lleno de burbujas infladas que con el tiempo Rita se ocupó de hacer explotar una por una. Y en el colectivo el lobo viajó en lugar privilegiado, sobre su regazo.

Elena todavía lo conserva, como conserva cada cosa que fue de Rita. Metió todo en una caja de cartón que le regaló un vecino; una caja de televisor de 29 pulgadas. El vecino la había sacado para que se la llevaran con la basura y Elena se la pidió. Para guardar lo de Rita, le dijo, y él se la dio sin decir más nada, pero como si le diera el pésame. Hasta la ayudó a entrarla en su casa. Elena metió todo ahí dentro. Todo menos la ropa; la ropa no pudo, conservaba su olor, el olor de su hija. La ropa siempre conserva el olor que tuvo en vida el muerto, Elena sabe, aunque se la lave mil veces con distintos jabones, un olor que no responde a un perfume determinado, ni a un desodorante, ni al jabón blanco con el que se la lavaba cuando todavía había quien la ensuciara. Un olor que no es el de la casa ni el de la familia porque la ropa de Elena no huele de la misma manera. Olor al muerto cuando estaba vivo. Olor a Rita. No iba a soportar sentido y que detrás de ese olor no apareciera su hija. Le pasó con la ropa de su marido, pero entonces no sabía cuánto más podía doler ese olor cuando el muerto era un hijo. Entonces, la ropa no. Tampoco quiso dársela a la iglesia y que un día apareciera el pulóver verde de Rita dando vuelta la esquina abrigando otro cuerpo. Quemó la ropa en una pila que ordenó en el patio de atrás. Necesitó cuatro fósforos antes de que prendiera. Lo primero en arder fueron unas medias de nylon, que desaparecieron derretidas por el calor convertidas en lava sintética, luego poco a poco fue ardiendo todo; en medio de las cenizas aparecían los alambres de un corpiño, algunos broches machos y hembras, cierres. Metió el amasijo en una bolsa de residuos y lo sacó para que se lo llevara el basurero. La ropa no fue a la caja que le dio el vecino. Sí los zapatos, un par de guantes de lana sin estrenar que no olían a nada, fotos viejas, su libreta de teléfonos, los documentos, todos menos el DNI, que hubo que entregarlo a la empresa de servicios fúnebres para que se ocupara de su entierro, su agenda, las tarjetas del banco, el tejido a medio terminar, la foto del diario local donde aparece en el patio del colegio parroquial con todo el personal docente el día en que inauguraron las aulas del secundario, la Biblia dedicada que le regaló el Padre Juan, ojalá la palabra de Dios te acompañe tanto como acompañó a tu padre, los anteojos de leer, las pastillas de la tiroides, una estampita de San Expedito que le había regalado la secretaria del colegio cuando tardaba en salir la pensión de Elena, el recorte del diario del día en que nació la hija de Isabel. Isabel y Marcos Mansilla tienen el agrado de participar del nacimiento de su hija María Julieta, en la ciudad de Buenos Aires, a los veinte días del mes de marzo de 1982. Un aviso cortado a mano, respetando los bordes tanto como el pulso lo había permitido. El bibliorato con las tarjetas que les mandaron los Mansilla cada Navidad. La caja de bombones con forma de corazón que le había regalado su amigo del banco y que, vacía de chocolate, guardaba pirotines inútiles y un manojo de cartas, mal dobladas y atadas con una cinta de raso rosa, que Elena no se atreve a leer no por respeto a la intimidad de su hija sino por ella, por no venirse a enterar a esta altura de detalles de una historia que nunca quiso conocer. Puede ser que en algunos casos leer las cartas de amor de un novio a su hija sea para una madre, aunque prohibido, un asunto placentero, Elena piensa, confirmar que la hija se ha hecho mujer, que es deseada, que va camino a cumplir con su deber con la especie, nacer, crecer, reproducirse y morir, que continúa en el mundo la posta que ella deja. Elena mira el manojo de cartas y se pregunta de dónde le viene esa palabra, posta. Posta. No era el caso, Rita ya no era una joven que encuentra su pretendiente ni Roberto Almada estuvo ni siquiera años atrás a la altura de las circunstancias. Eran dos desahuciados, dos perdedores del amor, o ni eso, dos que nunca jugaron, que se conformaron con mirar desde la platea y para Elena, habría sido más digno que a esa altura su hija se hubiera abstenido de jugar. Pero jugó, a una edad en la que ella ya había quedado viuda. Sospecha que poco, no más que algunos besos y manoseos torpes, toqueteos en la plaza cuando el sol desaparecía detrás del monumento a la bandera, o en la casa de Roberto antes de que llegara la madre de la peluquería. Sea lo que fuere, prefiere no saber, mucho menos leerlo en esas cartas, le tiene más miedo a las palabras que haya escrito Roberto en respuesta a las de su hija, que a lo que hayan hecho. Por eso no desanudó la cinta de raso, no dejó que el lazo y el moño se deshicieran y dejaran libres esos papeles llenos de palabras, apenas las tocó para ponerlas otra vez dentro de la caja de bombones que depositó en esa otra caja que le dio el vecino, junto con todo lo que quedó de su hija después de que el fuego se llevó lo que olía a ella.

Todo menos el lobito. El lobito del tiempo lo puso sobre el mueble del comedor, entre la radio y el teléfono, pero unos centímetros más adelantado. Una distancia proporcional a la que mantenían Rita y Elena después de cada pelea. En un lugar destacado. Para verlo todos los días, para nunca olvidarse de que esa tarde, en la que murió Rita, amenazaba lluvia.