La desaparición del dictador abría perspectivas esperanzadoras a una sociedad atenazada por la violencia terrorista y la represión policial, y sumida a la vez en una crisis industrial que coincidía con la crisis económica general provocada por el aumento de los precios del petróleo. Pero era evidente, por otra parte, que la muerte de Franco, por sí sola, no iba a solucionar ninguno de los gravísimos problemas a los que la región se enfrentaba. El primer presidente del consejo de ministros de la flamante monarquía de Juan Carlos I era el mismo que había presidido el último gobierno de la dictadura, Carlos Arias Navarro, y no parecía dispuesto a modificar en lo más mínimo los fundamentos de la legalidad franquista. Por su parte, las dos ramas de ETA seguían actuando como si nada fuera a cambiar. Las sucesivas escisiones de la organización terrorista habían dado lugar a un buen número de grupúsculos de extrema izquierda que acrecentaron lo que ya era una constelación de pequeñas organizaciones delirantes ansiosas por convertirse en la vanguardia del proletariado. La sucesión de huelgas generales que sacudió a Vasconia en la primera mitad de la década de 1970 propició la multiplicación de estas formaciones radicales, que se definían a sí mismas como maoístas, troskistas o autónomas. Un caso paradigmático fue la implantación en Navarra de la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores), partido maoísta surgido de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), a raíz de la huelga general de la provincia en 1971, iniciada en las minas de potasas de Navarra. El deslizamiento hacia el maoísmo de parte del movimiento obrero católico explica en buena medida la fuerte conflictividad en la provincia predilecta del régimen durante los últimos años de vida de Franco.
A ello se unió la crisis terminal del carlismo, que afectó especialmente a Navarra. En 1975, Javier de Borbón Parma abdicó en su primogénito, Carlos Hugo, que ya para entonces se situaba sin ambigüedades en el campo de la izquierda, defendiendo un socialismo autogestionario inspirado en el modelo yugoslavo. El hijo menor de don Javier, Sixto Enrique, no aceptó la decisión paterna y reclamó su derecho al trono, como lo había hecho en el XIX Carlos de Montemolín ante las desviaciones liberales de su hermano mayor, el infante don Juan. El 9 de mayo de 1976, día de la tradicional romería carlista de Montejurra, Sixto se apostó en la cumbre de dicho monte rodeado de un puñado de sus partidarios, armados de pistolas, y aguardaron allí la llegada de Carlos Hugo y de sus seguidores, que se acercaban cantando el himno de los gudaris y gritando consignas nacionalistas (vascas). Los de Sixto los recibieron a tiros, causando un muerto y cuatro heridos graves, uno de los cuales falleció días después. Las fuerzas de la guardia civil presentes en el lugar de los hechos no intervinieron, ni desarmaron a los pistoleros, lo que dio ocasión al Partido Carlista para acusar al gobierno de complicidad con aquellos. El movimiento carlista estalló a raíz de estos sucesos, dividiéndose entre el partido de Carlos Hugo, una formación muy minoritaria incluso en Navarra, y diversos círculos tradicionalistas más o menos afectos a Sixto Enrique, pero la mayor parte de las bases vascas abandonó el carlismo para engrosar las organizaciones nacionalistas y, en algún caso (el de los cuadros del partido en Vizcaya), las filas del PSOE.
Días antes de los acontecimientos de Montejurra, el 3 de marzo, la policía había ametrallado en Vitoria a los huelguistas que protestaban por la imposición gubernamental de topes salariales, con el resultado de cinco muertos y más de ciento cincuenta heridos. La reacción de la oposición a ambos sucesos no se hizo esperar. A mediados de mes, la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática anunciaban su fusión y exigían la dimisión del gobierno. Su presidente, Carlos Arias Navarro, consiguió mantenerse algunos meses más, pero en julio fue destituido por el rey, que encargó la formación de un nuevo gabinete a Adolfo Suárez, ministro secretario general del Movimiento. El 15 de diciembre se aprobaba la ley de Reforma Política, y comenzaba así el proceso de democratización del sistema. La oposición exigía, sin embargo, la legalización de todos los partidos políticos y la amnistía general para participar en las elecciones a cortes constituyentes. El 24 de enero, pistoleros vinculados con el Sindicato Vertical asesinaron en Atocha a cinco trabajadores de un despacho de abogados laboralistas de Comisiones Obreras. El PCE disponía ya de bastante libertad de movimientos, pero los asesinatos de Atocha aceleraron su legalización, que tuvo lugar el 9 de abril.
La amnistía total se hizo esperar hasta después de las elecciones a cortes constituyentes, en junio de 1977. En octubre, se amnistiaba a todos los penados por delitos de intencionalidad política, incluso los de sangre, cometidos antes del 15 de diciembre de 1976. De hecho, no quedaba ya ningún preso político en las cárceles españolas, pero los condenados a muerte en el consejo de guerra de Burgos habían sido deportados a diversos países europeos, prohibiéndoseles regresar a España. Los deportados (o “extrañados”, según la caprichosa terminología oficial) habían vuelto al País Vasco, donde participaban sin trabas de ningún tipo en mítines multitudinarios.
Las elecciones a cortes constituyentes demostraron que el electorado vasco, como el de toda España, se inclinaba por los partidos moderados. El PNV, el PSOE y el partido de Suárez, la Unión de Centro Democrático (UCD), se repartieron la mayoría de los votos. Los comunistas quedaron en clara minoría y ni los carlistas ni las formaciones de extrema izquierda y extrema derecha consiguieron escaños.
Al contrario de lo que sucedió con los catalanistas de CIU, el PNV fue excluido de la ponencia constitucional (lo que venía a ser un castigo por su ausencia en las plataformas de la oposición durante el periodo predemocrático), pero, como los propios nacionalistas reconocieron, en ningún caso se habrían prestado a aprobar un texto que no reconociera la soberanía originaria del pueblo vasco. Sin embargo, no recomendó a sus bases el voto negativo, sino la abstención en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. El texto constitucional fue aprobado por mayoría absoluta de los votantes en todos los territorios de Vasconia. Con todo, la abstención fue muy alta y desigualmente repartida. En Guipúzcoa y Vizcaya superó la mitad del censo. Los nacionalistas se aferrarían a ese dato para sostener que la Constitución de 1978 adolecía de legitimación en Euskadi.
Las descalificaciones de la Constitución por parte del PNV han oscilado entre los que se limitan a señalar su déficit de legitimación, lo que es cierto (en Vizcaya y Guipúzcoa), aun teniendo en cuenta que la legitimación no deriva solamente de un plebiscito, y los que la reducen a una carta otorgada, ETA y sus seguidores la consideraron pura continuidad de la legalidad franquista, e hicieron de esta valoración el pretexto para proseguir la “lucha armada” (léase la actividad terrorista) contra el estado.
En enero de 1978 se había creado el Consejo General Vasco, órgano preautonómico al que no se sumó Navarra, encargado de preparar el proyecto de estatuto de autonomía para las provincias vascas y de empezar a negociar las transferencias de competencias con el gobierno. Su presidencia la ostentó el socialista Ramón Rubial y el nacionalista Juan de Ajuriaguerra asumió la de la comisión mixta consejo-gobierno encargada de las negociaciones. El 25 de octubre de 1979 se sometió a referéndum el texto del estatuto. Esta vez la participación superó el 68% del censo y el texto fue aprobado con más del 90% de los votos. Dicho resultado planteaba una contradicción al nacionalismo, porque la legalidad del estatuto emanaba de la constitución, y si esta carecía de la legitimación necesaria en Euskadi, como los nacionalistas afirmaban, no se entiende por qué el estatuto habría de tenerla, y este fue, de hecho, el argumento al que se aferraron los partidarios de ETA para rechazarlo. Se establecía así un círculo vicioso: el PNV sostenía, con razón, que el estatuto había concitado el mayor consenso político que los vascos habían sido capaces de alcanzar, lo que invalidaba la pretensión etarra de que el sistema constitucional fuera una continuación del franquismo, pero, por otra parte, seguía argumentando que la constitución estaba deslegitimada en Euskadi.
En la práctica, el PNV preveía ampliar discrecionalmente las competencias estatutarias mediante el recurso a la disposición adicional primera del texto constitucional que respetaba y amparaba los derechos históricos de los territorios forales. Esta cláusula no había sido para los constituyentes sino la fórmula utilizada para restaurar el régimen de conciertos económicos en Vizcaya y Guipúzcoa y garantizar la continuidad de los de Álava y Navarra, pero el PNV la entendía de forma muy distinta: toda vez que los derechos históricos no tenían contenido concreto alguno, podía reclamarse como tal cualquier supuesto derecho que cupiera entre la autonomía y la independencia. Los nacionalistas inventaban así, subrepticiamente, el concepto de ampliación de derechos que tanto juego iba a dar en el futuro a la izquierda.
Navarra no tuvo un estatuto de autonomía propiamente dicho. Reconocida su condición de comunidad foral, siguió rigiéndose por la ley Paccionada de 1841, actualizada en la LORAFNA (Ley Orgánica de Reintegración y Amejoramiento Foral de Navarra, de 16 de agosto de 1982). Es la única comunidad autónoma a la que se le reconoció el derecho de unirse a otra, en su caso a Euskadi, si tal fuese el deseo de los navarros.
El sistema favoreció en Euskadi al nacionalismo vasco, que nunca dejó de tener la mayoría de los votos en las elecciones autonómicas, salvo en 2009, cuando ninguna organización del entorno de ETA pudo presentar candidatos por hallarse ilegalizadas. Los socialistas mantuvieron la segunda posición menos en las de 1998, en las que fueron superados por el Partido Popular y Herri Batasuna (brazo político de ETA); en las de 2001, cuando volvieron a quedar por debajo del PP, y en 2012, arrollados por Bildu, coalición de partidos de la izquierda nacionalista. El Partido Popular creció durante la década de 1990 y comenzó su declive en las elecciones de 2005 hasta quedar en una cuarta posición en 2012.
En Navarra, los resultados electorales demuestran una tendencia muy distinta: el PSOE y el centro no nacionalista se han repartido las preferencias de la mayoría, que dio el voto a los socialistas en 1983 y 1987, y al centro en 1979 (con UCD) y desde 1991 a la Unión del Pueblo Navarro (UPN). El voto nacionalista, en su conjunto, siempre ha estado en minoría respecto a la suma del socialista y el del navarrismo de centro-derecha.
En la práctica, esto demuestra que la antiquísima dualidad de Vasconia persiste en los tiempos de la globalización, y que responde a factores de lo que los historiadores llaman “larga duración”. No obstante, el voto nacionalista se disparó en 2011 hasta casi un 30% del emitido, lo que lo situaría por delante del voto de izquierda y denotaría una tendencia al alza que, de proseguir, trasladaría al interior de Navarra la dualidad endémica de la región.
La violencia terrorista no ha dejado de condicionar la política vasca y navarra desde la transición a la democracia. Para muchos fue incomprensible que la organización terrorista no dejara las armas y se disolviera o se convirtiera en un partido legal tras la amnistía de octubre de 1977. Pero hay que entender cuál es el tipo de nacionalismo que ETA representa.
El nacionalismo inicial de ETA (es decir, el anticolonialismo de los Txillardegi y Madariaga) venía, como se ha dicho, de la tradición federal y laicista que representó ANV durante la Segunda República. Pero el de los hermanos Echevarrieta, el “nacionalismo revolucionario” de la V Asamblea, tiene otras raíces: parte del aranismo radical de Elías Gallastegui y del núcleo de Jagi-Jagi! Durante la Guerra Civil, tanto Gallastegui como su mentor, Luis Arana Goiri, se mostraron contrarios a la participación de los nacionalistas en cualquiera de los dos bandos. Aquello era un problema de los españoles, de los maquetos, y los vascos solo tenían que prepararse y esperar a que ambos contendientes quedaran lo suficientemente debilitados para proclamar su independencia de España.
A Gallastegui le repugnaba la sola idea de la autonomía. De la experiencia del nacionalismo irlandés infería que los autonomistas traicionan siempre el ideal nacionalista y dividen al pueblo. Como los fascistas de su tiempo, pensaba que todas las energías de este debían emplearse en una guerra contra el enemigo exterior, que los pueblos forjan su unidad luchando contra otros pueblos enemigos, y, en consecuencia, odiaba todo lo que introdujese disensión en el interior de la comunidad nacionalista. De ahí su oposición a Sota, al que veía como un capitalista capaz de aliarse con políticos o empresarios españoles para defender sus intereses (y lo mismo, por supuesto, pensaba de Cambó). Por eso también la tomó con Aguirre y con la política de frente católico de la minoría vasconavarra en las constituyentes, porque sometía los intereses del nacionalismo a los de la derecha antirrepublicana española.
El “anticapitalismo” de Gallastegui tenía otro aspecto. Los de Jagi-Jagi! protestaban por la represión contra los comunistas, obra de lo que llamaban “el capitalismo rojigualda”, pero se negaban a cualquier unidad de acción con ellos. Y a los comunistas autóctonos les llamaban a pasarse a sus filas. La solidaridad de la nación debía estar siempre por encima de la solidaridad de clase. Como Gallastegui era racista, al igual que los hermanos Arana, ni se le ocurría que tal llamada fuera extensiva a los trabajadores inmigrantes. Pero los Echevarrieta pensaban, como Txillardegi o Federico Krutwig, que la nacionalidad no viene dada por la sangre ni por los apellidos, sino por la lengua. Más aun, pensaban que un trabajador inmigrante podía convertirse en vasco por el simple hecho de ingresar en ETA. Lo del eusquera podía esperar.
La ideología de la V Asamblea venía a ser, por tanto, una variante del aranismo radical. Desde esa posición, carecía de toda importancia que España se convirtiera o no en un país democrático. Mientras Euskadi no fuera independiente, España seguiría siendo la nación opresora. No había, pues, razón alguna para abandonar las armas aunque esa nación concediera a los vascos un estatuto de autonomía.
La reforma política de Suárez puso, no obstante, a las dos ramas de ETA, militar y político-militar, ante la necesidad de introducir ciertos cambios tácticos. Ambas recurrieron al desdoblamiento en organización armada y partido político: ETA-militar creó Herri Batasuna (Unidad Popular), una coalición de pequeños partidos independentistas, y ETA-político militar, EIA (Euskal Iraultzarako Alderdia, partido para la revolución vasca) que, a su vez, se integró en una coalición de organizaciones de extrema izquierda, Euskadiko Ezkerra (la izquierda de Euskadi). Con todo, la diferencia fundamental entre ambas ramas de ETA estribaba en el papel que cada una de ellas concedía a los políticos. Para los milis, estos debían subordinarse a la dirección “militar”. Para los polimilis, eran los políticos quienes debían marcar la estrategia de la organización, dirigirla. Al desdoblarse en EIA, los polimilis crearon dos direcciones políticas paralelas. La de EIA estaba presidida por Mario Onaindía, el héroe del consejo de guerra de Burgos, que había desafiado a los jueces militares proclamándose marxista-leninista y prisionero de guerra, y entonando a continuación el himno de los gudaris. Onaindía quería desmantelar la ETA-político militar. La consideraba perniciosa para la estrategia del nacionalismo de izquierda en una situación democrática. La dirección de los polimilis, por el contrario, se negaba a disolverse, alegando que su función debería ser vigilar que el proceso autonómico no se corrompiese por las maniobras dilatorias del gobierno de UCD. Finalmente Onaindía y el presidente de Euskadiko Ezkerra, el abogado Juan María Bandrés, consiguieron convencer a una fracción de los polimilis, la llamada ETA-VII Asamblea, y lograron que el gobierno de Suárez garantizara la reinserción de sus miembros. Los demás polimilis, los octavos o ETA-VIII Asamblea, se negaron a abandonar el terrorismo y rompieron sus relaciones con Euskadiko Ezkerra. Sin apoyo político alguno y arrinconados por la policía, desaparecieron poco después. Sus dirigentes se exiliaron en Cuba.
ETA-militar, ya sin competidores (contribuyó eficazmente a terminar con los Comandos Autónomos Anticapitalistas, un sanguinario grupúsculo surgido del movimiento asambleario de las fábricas y los barrios) siguió adelante con su práctica del terror, apoyándose en Herri Batasuna, a través de la que conseguía financiación, abogados e infraestructura, además, claro está, de cobertura política. A lo largo de la década de 1980, los gobiernos de Felipe González intentaron acabar con ETA mediante una doble táctica: creando secretamente un grupo terrorista, el GAL (Grupos Armados de Liberación) para acosar a los etarras en su santuario francés, y negociando directamente con dirigentes de la organización terrorista en Argel. Ambas vías fracasaron. Al destaparse la trama del GAL, montada por miembros del gobierno y de la policía con fondos reservados del presupuesto público, varios cargos del ministerio del Interior, empezando por el titular del mismo, mandos de la guardia civil, comisarios del cuerpo de policía y gobernadores civiles aparecieron implicados en actos criminales como asesinatos, secuestros y apropiación indebida de dinero público, terminando varios de ellos —incluido el ministro— en la cárcel, ETA se retiró de las negociaciones en 1989.
Diez años después, con una ETA mucho más debilitada por la acción policial coordinada de los estados francés y español, el gobierno de José María Aznar emprendió nuevas negociaciones con la organización terrorista durante la tregua que esta había establecido en 1998. Pero se retiró al poco tiempo, tras constatar la cerrazón de los dirigentes etarras. Un pacto antiterrorista con la oposición permitió a Aznar, durante su segunda legislatura, abordar la ilegalización de Herri Batasuna. En 2003, el tribunal supremo puso fuera de la ley a la coalición, bajo todas sus denominaciones (Batasuna, Herri Batasuna, Euskal Herritarrok), considerando probado que dicha formación era parte de ETA. En 2005, ETA cooptó un nuevo partido bajo las siglas PCTV (Partido Comunista de las Tierras Vascas) que pudo presentarse a las elecciones y obtener representación en el parlamento vasco antes de ser ilegalizado a su vez. El gobierno de Rodríguez Zapatero, rompiendo el pacto suscrito en su día con el PP, abrió en 2004 un “proceso de paz” con ETA, a través de conversaciones entre la dirección del Partido Socialista de Euskadi y la de la ilegalizada Batasuna, provocando la indignación del PP y de las asociaciones de víctimas del terrorismo. En 2007, ETA anunció un alto el fuego permanente. La izquierda abertzale (es decir, el entorno político de ETA) reapareció con partidos legales en Euskadi y Navarra (Sortu y Amaiur, respectivamente), presentándose la segunda de ellas a las elecciones legislativas de 2011, en las que obtuvo siete escaños, y la primera a las elecciones municipales del mismo año, en coalición con Eusko Alkartasuna (el partido creado por el primer presidente autonómico vasco de la democracia, Carlos Garaikoetxea), bajo la denominación común de Bildu. Obtuvo mayoría en Guipúzcoa y un buen número de ayuntamientos en Vizcaya. En las elecciones autonómicas de 2012, Bildu quedó como segunda fuerza de Euskadi, por detrás del PNV. ETA no ha anunciado aún su disolución.
En sus cuarenta años de terrorismo, ETA asesinó a 829 personas, la mayor parte pertenecientes a las fuerzas de seguridad (policía, guardia civil, ertzantza) y al ejército (486). De los 343 restantes, una parte corresponde a antiguos miembros de la administración franquista (dos presidentes de diputación, exalcaldes y exconcejales) y a tradicionalistas, miembros de Falange, de la guardia de Franco, de hermandades de legionarios. Otra, a funcionarios de prisiones y magistrados. Una tercera a empresarios (aunque a estos ha preferido secuestrarlos o extorsionarlos directamente mediante el “impuesto revolucionario”). Otra, en fin, a políticos y cargos del PP y del PSOE, desde dirigentes del partido a simples concejales y militantes de base, pero no ha desdeñado asesinar a sus propios disidentes. En cualquier caso, el porcentaje mayor de sus víctimas civiles es de gente sin connotaciones políticas y de profesiones muy variadas. Ha matado a hombres, mujeres, niños y ancianos. Prácticamente todos los estamentos están representados entre sus víctimas. Salvo curas y banderilleros.
No es ningún secreto que determinados dirigentes del PNV se mostraron demasiado comprensivos con ETA, aun cuando condenasen sus atentados. La persistencia de un terrorismo que era, a fin de cuentas, nacionalista, otorgó al PNV una suerte de sobrerrepresentación que, si bien no buscada, no dejó de ser mejor recibida. Hacerse ver por los batzokiak, frecuentar ambientes nacionalistas y votar al PNV era, quién lo duda, una forma relativamente eficaz de ponerse a salvo de amenazas y extorsiones. Fue una convicción bastante extendida entre los demás partidos políticos que un PNV en el gobierno autónomo podría contener a ETA, bien ganándose a las bases sociales del terrorismo, bien enfrentándose directamente a ellos. Es innegable que algún consejero nacionalista de Interior dio pruebas suficientes de valor personal al comprometerse con los deberes de su cargo, pero la tibieza de otros ha sido también manifiesta. El PNV ha temido siempre que un enfrentamiento demasiado abrupto entre sus gobiernos y la organización terrorista hiciera estallar a la propia comunidad nacionalista. Por su parte, ETA y Herri Batasuna han preferido al PNV en el gobierno autónomo que otra opción cualquiera, lo que se demostró, por ejemplo, cuando ante las elecciones autonómicas de 2001 se vislumbró la posibilidad de un pacto de gobierno entre los socialistas y el PP. El voto de Herri Batasuna se dividió estratégicamente para asegurar al PNV la mayoría.
El PNV debió recurrir a las coaliciones de gobierno desde que, en 1986, la escisión de los seguidores de Carlos Garaikoetxea, que formaron un partido muy similar al que abandonaban (Eusko Alkartasuna, Solidaridad Vasca), dejó al PNV en minoría ante una posible coalición entre el PSE y Euskadiko Ezkerra. Desde 1987 a 1999, bajo la presidencia de José Antonio Ardanza (PNV), se sucedieron los gobiernos de coalición con el PSE, salvo un breve intervalo en 1991, en que el PSE fue sustituido como socio por Eusko Alkartasuna y Euskadiko Ezkerra (justo cuando esta última formación estaba a punto de fusionarse con el PSE). En 1999 la coalición con el PSE se rompió, y el PNV gobernó en solitario hasta 2001. Entre esa fecha y 2009, los gobiernos de Juan José Ibarretxe (PNV) lo fueron en coalición con EA (y con Izquierda Unida hasta 2005). En 2009 el PSE se hizo con la presidencia y gobernó hasta 2012 con el apoyo externo del PP. En 2012 el gobierno volvió al PNV, bajo la presidencia de Íñigo Urkullu.
Los partidos vascos son tan clientelares y nepotistas como cualquier otro de España, pero la gestión nacionalista no abunda en casos de corrupción. En ese sentido, el PSE y, sobre todo, el Partido Socialista de Navarra han sido menos escrupulosos. En general, la preferencia mayoritaria por el PNV no se explica solo por la sobrerrepresentación, sino también por la eficacia y relativa honradez de la gestión. Euskadi tiene una economía más saneada que el resto de las autonomías, a pesar de la crisis económica. Es cierto que el concierto económico supone una menor contribución a la hacienda central y unos presupuestos autonómicos relativamente más altos, pero es verdad asimismo que se administran con inteligencia. Los servicios públicos son excelentes y el nivel de satisfacción ciudadana bastante alto.
Vasconia es hoy un país terciarizado, con un predominio neto del sector de los servicios. La reconversión industrial de la década de 1980 ha dejado pocos restos de la industria pesada, apenas la microacería y alguno de los astilleros de la ría de Bilbao. La crisis de esos años, el cierre de fábricas y empresas, invirtió las tendencias demográficas del siglo anterior. Todas las provincias, excepto Álava, perdieron población a causa de la emigración y el descenso brusco de natalidad. A partir de mediados de la década de 1990, la economía experimentó una recuperación vigorosa. Sin embargo, persiste el estancamiento demográfico. La tasa de inmigración es una de las más bajas de España, con apenas un 5% sobre el total de la población.
El terrorismo ahuyentó a la oligarquía. En 1977, ETA secuestró a Javier de Ybarra, antiguo alcalde de Bilbao, y lo asesinó al no poder reunir la familia el crecido recate exigido. En cierto modo, eso significó el fin de la oligarquía, herida también de muerte por la desaparición de sus lazos internos de solidaridad. La organización terrorista siguió golpeando con dureza a la antigua clase empresarial, que ya había perdido la mayor parte de su poder económico de antaño (nada digamos del político). Se sucedieron los atentados, los secuestros y las extorsiones. La fusión de los Bancos de Bilbao y Vizcaya con Argentaría supuso el derrocamiento de lo que quedaba de la burguesía financiera vasca. Las familias vendieron sus mansiones, convertidas hoy en sedes de empresas y de servicios del superpuerto bilbaíno. Lo curioso es que Neguri, que nunca destacó por su afición a escribir cosa alguna, ha producido una interesante literatura póstuma, tanto en novela como en biografía familiar o autobiografía (como lo demuestran las obras de Antonio Menchaca, Juan Antonio de Ybarra o Alejandro Gaytán de Ayala).
También la clase obrera tradicional ha desaparecido. La vasca es hoy una sociedad de clases medias, con un alto porcentaje de titulados superiores. La universidad del País Vasco, con sus tres campus de Bilbao (y Lejona), San Sebastián y Vitoria, y la Universidad Pública de Navarra mantienen una calidad bastante aceptable en universidades públicas todavía jóvenes, y las de Deusto, Navarra y Mondragón destacan entre las mejores universidades privadas de España.
La enseñanza escolar en eusquera, que arranca del movimiento de las ikastolas surgido en los años 50 y 6o del pasado siglo, ha creado un público lector en dicha lengua mucho más extenso que el que existía a finales del franquismo. La nueva literatura en eusquera cuenta ya con un buen plantel de premios nacionales (Bernardo Atxaga, Unai Elorriaga, Kirmen Uribe, Mariasun Landa). En la narrativa eusquérica, además de los nombres mencionados, deben destacarse los de Ramón Saizarbitoria, Arantza Urretabizkaia, Harkaitz Cano, Iban Zaldúa y Eider Rodríguez entre otros. En poesía, los de Juanjo Olasagarre, el ya mencionado Harkaitz Cano, Ricardo Arregi, Amaia Iturbide y Miren Agur Meabe. En castellano, los del muy veterano novelista Ramiro Pinilla, junto con Miguel Sánchez Ostiz, Fernando Aramburu, Javier Eder, Francisco Javier Irazoki, José Fernández de la Sota y el extraordinario poeta Karmelo Iribarren. En ensayismo, la obra de Fernando Savater ha representado, sin duda, lo más destacable del periodo democrático. En cuanto a las artes plásticas, la escultura es aún la más emblemática de Vasconia. La década de 1980 a 90 el tránsito del pintor Agustín Ibarrola a la escultura, tras la más arriesgada de sus creaciones, el mural vegetal del bosque de Oma. Otros escultores vascos de relieve internacional son Cristina Iglesias, José Zugasti y Txomin Badiola. En pintura, la obra más representativa de la posmodernidad vasca es, sin duda, la de Jesús María Lazkano.
Y como algunos tópicos resultan verdaderos, también lo es que en Vasconia se come mejor que en ninguna parte del mundo.