XIV
LA DESTRUCCIÓN DE LA DEMOCRACIA

CULTURA Y CONFLICTO

Antes de abordar los años de la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República y la Guerra Civil, no estará de más una mirada retrospectiva sobre el conjunto de la historia de Vasconia, para entender mejor la naturaleza de los conflictos que plantea la modernidad. Desde la época romana, como vimos, hay una dicotomía que condiciona la vida del país: la oposición ager / saltus. En la baja Edad Media, es reemplazada por otra, la de ciudad / campo, o, si se prefiere, villas / tierra llana, que seguía siendo aún determinante en el siglo XIX. Tales oposiciones imponen una dualidad, configuran dos sociedades diferentes y a menudo enfrentadas. Y, por supuesto, culturas distintas. Sobre ellas se establece otra serie de oposiciones: progreso / tradición o revolución / reacción, por ejemplo. Lo que sucede con la modernidad industrial es que la dualidad se complica: la cultura urbana penetra en el campo a través de la producción industrial y destruye la cultura tradicional, pero, a la vez, hace emerger otra serie de culturas nuevas, no necesariamente opuestas. En el caso de Vasconia, a comienzos del siglo XX encontramos un panorama cultural complejo. No es ya una sociedad dual lo que percibimos, sino un conjunto de culturas superpuestas.

Quizá simplificando mucho, encontramos, en primer lugar, una etnocultura en declive, resto de una cultura tradicional campesina muy erosionada por la influencia urbana. No hay que confundir esta cultura tradicional agónica con la etnocultura letrada, de expresión eusquérica, que intenta aproximarse a la modernidad desde pautas tradicionales. El peso de la moral católica es muy evidente en una cultura comprometida con ideologías tradicionalistas, y, por tanto, el recurso a la modernidad tiene en ella un carácter más bien homeopático.

Se puede hablar, asimismo, de una cultura urbana, de expresión castellana, en las grandes ciudades (sin olvidar que el castellano era ya la lengua de gran parte del medio rural vasco). Esta cultura aparece estratificada; hay una cultura de la oligarquía, una de las clases medias, una cultura de los barrios populares, etcétera.

Junto a esas culturas verticales había aparecido una cultura interclasista, vinculada en buena medida a la segunda revolución industrial. El cine y la radio, en las décadas de 1920 y 1930, eran referencias comunes de la población urbana, que accedía a través de las ondas a la información en tiempo real, y a la que el cine ofrecía nuevos modelos éticos, sentimentales y sexuales a través de los mitos de la pantalla. Por otra parte, la prensa diaria, las revistas ilustradas y la literatura de quiosco llegaban a un público muy amplio, producto de la alfabetización escolar y de la movilización política. Los toros seguían siendo un espectáculo con gran favor popular en toda Vasconia (Bilbao contaba con dos plazas) y gozaron de bastante fama toreros vascos como Castor Jaureguibeitia (Cocherito de Bilbao), que se cortó la coleta en 1919, y Diego Mazquiarán (Fortuna), que inauguró en 1931 la plaza de Las Ventas de Madrid. La pelota vasca en sus distintas modalidades se convirtió en un deporte de masas, como el ciclismo, pero sin alcanzar la popularidad del fútbol, que desde el fin de siglo fue el deporte más representativo de los vascos: el Athletic de Bilbao, fundado en 1890, llegó a ser el equipo más popular de España hasta mediados del siglo siguiente, pero la Real Sociedad de San Sebastián, fundada entre 1907 y 1909, el Arenas Club de Guecho (de 1909), la Real Unión de Irún (de 1915) y el Osasuna de Pamplona (1920) gozaron también de amplio reconocimiento.

La cultura oficial del estado se implantó a través de la escuela obligatoria, la enseñanza secundaria pública y el ejército, pero entre la competencia que le hacía la enseñanza religiosa (diversas congregaciones francesas que habían sufrido los efectos de la reforma republicana de Jules Ferry abrieron colegios en las ciudades vascas durante el fin de siglo) y la baja calidad de las escuelas nacionales, la “nacionalización de las masas” en la Vasconia española se caracterizó por su debilidad, al contrario de lo que ocurrió en la francesa, donde la labor de los “clérigos laicos” de la tercera república —maestros e inspectores de enseñanza primaria— promovió el nacionalismo de estado. En España, el estado de la Restauración no supo convertir la pluralidad vasca en pluralismo.

DE LA DICTADURA A LA SEGUNDA REPÚBLICA

El golpe de estado de Primo de Rivera no solo terminó con la democracia: arrasó lo poco que le quedaba de legitimación al sistema político nacido en 1875 y, por ende, a la institución monárquica, aunque el dictador, que admiraba el fascismo de Mussolini, no quiso recurrir a fórmulas pretorianas y desde el principio trató de vincular civiles a su gobierno. Sin embargo, se encontró con la oposición absoluta de la izquierda y de los monárquicos liberales y solo pudo apoyarse en una derecha autoritaria de signo nacionalista o en un sector disidente del tradicionalismo. En este caladero reclutó los efectivos de la Unión Patriótica, su frustrado proyecto de partido. Por otra parte, intentó atraerse a los socialistas y, como es sabido, logró incorporar a Francisco Largo Caballero al consejo de estado, provocando que Prieto, disconforme con la colaboración de su partido, dimitiera de la comisión ejecutiva del PSOE. Tampoco pretendió romper todos los puentes con el liberalismo, y el 2 de mayo de 1924 presidió en Bilbao, en compañía del nuevo alcalde, Federico Moyúa (un miembro destacado de la oligarquía vizcaína), la celebración anual del levantamiento del sitio carlista de 1874. Este gesto no logró el efecto deseado, pues, si acudió una representación de la Sociedad Liberal El Sitio, lo hizo más por respeto a la memoria del general Fernando Primo de Rivera (uno de los jefes militares que había combatido al carlismo y primer marqués de Estella, cuyo título ostentaba ahora su sobrino, el dictador) que por cortesía a este último, que tuvo que oír allí una petición pública de indulto para Miguel de Unamuno, desterrado a la sazón en Fuerteventura.

La represión de los opositores a la dictadura no fue demasiado rigurosa, y no produjo graves desórdenes ni exilios masivos. En las Vascongadas, socialistas y nacionalistas se abstuvieron de hostilizar al régimen. El dirigente más radical del PNV, Elías Gallastegui, había huido tras el golpe militar, primero a Nueva York y después a México. Pero fue una excepción. Al contrario que los nacionalistas catalanes, los del PNV no alentaron acciones contra la dictadura. En Navarra, la mayoría carlista ni se movió. La intentona anarquista de septiembre de 1924, cuando un grupo armado pasó la frontera por Vera de Bidasoa para organizar un foco guerrillero, no solo careció de apoyo en la población de la comarca, sino que esta, como recordaba Baroja en su novela La familia de Errotacho (1932), ayudó a los carabineros y al ejército a localizar y detener a los fugitivos. La presencia de Unamuno en Hendaya, donde fijó su residencia de exiliado en agosto de 1925, proporcionó a la oposición un cómodo sucedáneo de resistencia, al convertir la localidad vasco-francesa en un centro de peregrinación política.

Hasta la caída del dictador, el 28 de enero de 1930, las fuerzas políticas opuestas a la monarquía no tomaron iniciativas importantes. La certeza de que el rey no iba a conseguir los apoyos necesarios para estabilizar la corona puso en movimiento a los partidos republicanos, que suscribieron en agosto el pacto de San Sebastián, al que se sumarían los socialistas en diciembre. Nacía así una gran coalición electoral, con vistas a las inminentes elecciones municipales. Los únicos políticos vascos que estuvieron presentes en las negociaciones fueron Prieto, por el PSOE, y Fernando Sasiain, del pequeño Partido Federalista de Guipúzcoa. Los nacionalistas se mantuvieron al margen de la operación, para no tener que pronunciarse abiertamente por la república.

Sin embargo, también ellos empezaron a moverse. Su objetivo era llegar al cambio de régimen en una posición dominante dentro de las Vascongadas, donde el hundimiento de los partidos dinásticos les permitiría ocupar todo el espacio de la derecha. En Navarra no había nada que hacer, dada la hegemonía del carlismo. A finales de 1930, el PNV y Comunión Nacionalista se unificaron de nuevo, bajo la presidencia del antiguo euskalerríaco Ramón Vicuña.

Ahora bien, al mismo tiempo apareció una nueva organización en el campo del nacionalismo vasco. Los orígenes de Acción Nacionalista Vasca son algo confusos. Por una parte, surge de escisiones de Comunión Nacionalista, de la Solidaridad de Obreros Vascos y de la Juventud Nacionalista, discrepantes por diversos motivos de la nueva dirección del partido reunificado. Pero parece fundamental la aportación de los federalistas. Ramón de Madariaga, que presidía desde finales del XIX un pequeño partido republicano federal en Bilbao, y que había estado ausente del pacto de San Sebastián, recomendó a sus seguidores unirse a la nueva formación. El federalismo, con su componente socializante y anticlerical, daría a ANV desde el lema, “Patria y Libertad”, heredado de Maceo y Rizal, hasta un laicismo no excesivamente agresivo, toda vez que buena parte de sus bases eran católicas. Políticamente, tendía al republicanismo de izquierda y se situaba en una posición un tanto ambigua en lo referente al nacionalismo. Claramente partidario de un estatuto de autonomía lo más amplio posible, oscilaba, según la coyuntura, entre el independentismo y el federalismo. Fue, sobre todo, un partido de clases medias.

LA SEGUNDA REPÚBLICA

En 1930 la Vasconia española tenía cerca de 1.240.000 habitantes. En el fuerte aumento de las provincias costeras, las más industriales, había sido determinante el auge económico del primer cuarto de siglo, con dos coyunturas netamente favorables (1900-1910 y 1914-1918). La crisis general de 1929 tuvo repercusiones muy negativas en la industria y en la construcción. En 1933 el paro obrero ascendía a unos 30.000 trabajadores en Vizcaya y Guipúzcoa, lo que venía a representar un 25% de la población activa en la primera y un 20% en la segunda, cifras que, vistas desde hoy, no parecen desmesuradas, pero desacreditaban la gestión del gobierno durante el bienio de izquierdas.

En Vasconia, con todo, la crisis económica no parecía ser en 1930 el principal problema político. Los distintos partidos se aprestaban a batallar por otra cuestión: la de la autonomía regional. Se esperaba que la República diese satisfacción a una demanda compartida por casi todas las fuerzas políticas, desde la izquierda al carlismo, pero las concepciones de lo que debía ser la autonomía variaban bastante entre ellas.

Tras las elecciones del 12 abril, que dieron el triunfo a la coalición republicano-socialista, Alfonso XII abandonó España y se proclamó la República (el primer ayuntamiento en hacerlo, el 13 de abril, fue Eibar, donde los socialistas eran mayoría). Sin embargo, en la mayor parte de los municipios rurales de Vascongadas y Navarra habían ganado los nacionalistas y los tradicionalistas. El PNV convocó una asamblea de los alcaldes electos en Guernica, el 17 de abril, y en ella se decidió encargar inmediatamente un proyecto de estatuto de autonomía a la Sociedad de Estudios Vascos. Nacía así un movimiento municipalista de clara orientación católica que hipotecó fatalmente la causa autonomista. Tanto el portavoz nacionalista, el joven abogado y empresario bilbaíno José Antonio Aguirre Lecube, antiguo jugador del Athletic y flamante alcalde de Guecho, como el tradicionalista, José Luis Oriol Urigüen, estaban de acuerdo en un estatuto único para las cuatro provincias. Se recurrió a las gestoras de las cuatro diputaciones, nombradas por el gobierno, para frenar la deriva antirrepublicana del autonomismo y ofrecer un proyecto de estatuto compatible con el nuevo régimen. La Sociedad de Estudios Vascos trabajó sobre un borrador de Ramón de Madariaga, y acabó su redacción el 31 de mayo. El texto, con algunos retoques, podía ser también asumible por las gestoras, pero el 14 de junio, la asamblea de ayuntamientos aprobó dos enmiendas que lo hacían inviable: la elevación, de dos a diez años, del periodo mínimo de residencia en el país para tener derecho al voto en las elecciones autonómicas y, sobre todo, la potestad otorgada al gobierno autónomo para establecer relaciones con la santa sede. No solo desde la izquierda: desde el republicanismo, en general, era imposible aceptar estas condiciones. Y ello no quiere decir, en absoluto, que republicanos y socialistas se opusieran a la autonomía vasca. Tanto Azaña, que era un jacobino razonable, como Prieto estaban muy dispuestos a sacar adelante un estatuto vasco, pero no uno que discriminase a los inmigrantes y que convirtiese Vasconia en un “Gibraltar vaticanista”. Tampoco el Partido Comunista de Euzkadi podía admitir semejantes planteamientos.

En realidad, los nacionalistas se dejaron arrastrar por las derechas católicas a unas posiciones que hacían del proyecto de estatuto aprobado en Estella un banderín de enganche para los antirrepublicanos ante las inminentes elecciones a cortes constituyentes del 28 de junio de 1931.

Estas elecciones consolidaron la mayoría de izquierda, pero dieron un alto número de escaños a los nacionalistas y carlistas vascos, la “minoría vasconavarra” de las constituyentes, que esgrimió su proyecto de estatuto contra el de la constitución republicana, y, en particular, contra el artículo 26 del mismo, que sentaba el principio de aconfesionalidad del estado y regulaba las relaciones con la iglesia. Aguirre iba del brazo en las cortes con los diputados carlistas José Luis Oriol Urigüen (por Álava), Marcelino Oreja Elósegui (por Vizcaya) y con el canónigo Antonio Pildain (por Guipúzcoa), una especie de Manterola redivivo, verdadero mentor del grupo, que proclamó al joven diputado nacionalista “nuestro O’Donnell vasco” y lo utilizó como ariete del grupo (papel bastante adecuado para un exfutbolista). La unión del PNV al bloque de las derechas católicas arruinó las escasas posibilidades del autonomismo durante el bienio de izquierdas, y cuando, en un giro pragmático tras la aprobación del estatuto de Cataluña, se desembarazó de sus compañeros de viaje, ya era tarde para cualquier negociación con la mayoría, a pesar de la disposición favorable de Azaña, cuyo gobierno había entrado en una crisis terminal. Los radicales, que ganaron las elecciones de noviembre de 1933 con el apoyo de la CEDA, no quisieron ni oír hablar del estatuto vasco. El gobierno de Lerroux nombró nuevas gestoras en las diputaciones vascas, para sustituir a las de 1931. La pasividad de estas ante la supresión por el gobierno de los impuestos sobre el vino, cuyo arbitrio correspondía, según el concierto económico, a las provincias, resucitó en el verano de 1934 el movimiento de los ayuntamientos vascos, ante el que el gobernador civil de Vizcaya reaccionó destituyendo y encarcelando al alcalde y a los concejales republicanos y nacionalistas de Bilbao, acusándolos de sedición. Esto alejó definitivamente al PNV de las derechas, y puso fin a un periodo de esporádicos tiroteos callejeros entre los nacionalistas y las izquierdas, que habían dejado por el camino un número de muertos por ambas partes no demasiado alto, pero en cualquier caso significativo.

La violencia se desplazó, también en Vasconia, al enfrentamiento entre los falangistas y las formaciones de izquierda. El 9 de septiembre caía asesinado en San Sebastián Manuel Carrión Damborenea, jefe de la Falange local. Al día siguiente, en represalia, los falangistas asesinaron en la misma ciudad al periodista navarro Manuel Andrés Casaus, antiguo director de seguridad del gobierno de Azaña y cabeza del republicanismo de izquierda donostiarra.

El día 5 de octubre estalló la huelga, que fue general en Vizcaya y Guipúzcoa y que, aunque no tuvo el carácter insurreccional de la revolución de Asturias, alcanzó niveles de violencia muy altos durante los siete días que duró, dejando un saldo de cuarenta muertes violentas, en su mayoría huelguistas. Pero en Mondragón fueron asesinados Marcelino Oreja Elósegui, presidente de la Unión Cerrajera y diputado carlista, y el consejero de dicha empresa Dagoberto Rezusta. Cayeron también algunos guardias civiles, un dirigente local carlista y un obrero contrario a la huelga. En Bilbao y Eibar se declaró el mismo día 5 el estado de guerra y ambas ciudades fueron ocupadas de inmediato por unidades militares, lo que impidió que la huelga derivase en una insurrección armada. La ocupación de Eibar, donde el dirigente socialista Toribio Echevarría se rindió el mismo día 5 a los militares, evitó que los huelguistas se aprovisionasen en las fábricas de armas, como lo habían hecho los sindicalistas asturianos en Trubia. El día 12 cesó la huelga, aunque se mantuvieron algunos focos de resistencia armada hasta el 15 en torno a la zona minera de Vizcaya.

Tras el fracaso del movimiento de octubre, la izquierda quedó descabezada, con sus dirigentes en la cárcel o, como Prieto, en el exilio. El PNV volvió a las cortes en cuanto estas se reabrieron y, si bien muy lejano ya de radicales y cedistas, trató de evitar nuevos conflictos con el gobierno, renovándole su confianza formal en distintas ocasiones a lo largo de 1935. Sabían los nacionalistas que ningún avance podían esperar de aquellas cortes en lo referente a la autonomía, pero, por otra parte, el gobierno no tenía bases políticas en las Vascongadas, donde el PNV era lo más cercano que había a un partido de orden, de modo que se estableció entre ambos, desde la antipatía mutua, algo parecido a un pacto de no agresión. El 14 de julio de 1935, Azaña intervino en un mitin en el estadio de Lasesarre, en Baracaldo, donde expuso ante un auditorio multitudinario las líneas generales de una estrategia electoral frentepopulista. Su discurso produjo una conmoción en el seno de Acción Nacionalista Vasca, algunos de cuyos dirigentes llamaron al nacionalismo vasco en su conjunto a unirse a la coalición propuesta por el dirigente de Izquierda Republicana. Pero el PNV no se movió de su sitio.

LA CULTURA VASCA EN UN TIEMPO DE CRISIS

La época de la dictadura y la Segunda República supuso algunas transformaciones importantes en el campo de la cultura literaria y artística en Vasconia, en consonancia con las corrientes vanguardistas que se extendieron por Europa en el periodo de entreguerras. Una nueva generación, nacida en torno al cambio de siglo, tomó el relevo a las dos anteriores, aunque el prestigio de figuras como Unamuno y Baroja siguió incólume, e incluso aumentó. Otras desaparecieron de escena (Aranaz-Castellanos se suicidó en 1925; tres años después murió Ramón de Basterra). La literatura en vascuence se aproximó tímidamente a las vanguardias a través del movimiento de los Olerkariak (los poetas), bajo el liderazgo del sacerdote nacionalista José de Ariztimuño, Aitzol. Pero, como venía siendo habitual en las letras eusquéricas, se trató más de una incorporación de motivos y estilemas ajenos que de un impulso verdaderamente endógeno. Los escritores en lengua vasca no sabían cómo armonizar su arraigo en la tradición con el ansia de novedad y transgresión.

La pintura vasca del periodo de entreguerras tampoco se distinguió por audacias formales. Un vanguardismo refrenado distingue las obras de los tres grandes pintores vascos de la época: Aurelio Arteta, José María Ucelay y Nicolás Martínez Ortiz (de Zarate). En arquitectura, fue el racionalismo la corriente que definió el periodo republicano, frente al eclecticismo y al regionalismo de las décadas anteriores. Sus introductores en la década de 1920, Secundino Zuazo, Manuel Ignacio Galíndez y Tomás Bilbao Hospitalet, representan una versión todavía moderada. Los 30 fueron una época de escasos encargos, a causa de la crisis económica, pero de una radicalización formal del movimiento, a través, sobre todo, de los tres integrantes del Grupo Norte del GATEPAC, Luis Vallejo, Joaquín Labayen y José Manuel Aizpurúa, que fue, sin duda, la personalidad más destacada del racionalismo pleno en Vasconia y el autor de la obra más representativa de esta tendencia, el Club Náutico de San Sebastián.

LA GUERRA CIVIL

El Frente Popular concurrió a las elecciones de febrero de 1936 con la promesa de llevar a las cortes un proyecto de estatuto vasco, pero el PNV no se interesó lo más mínimo en ello, dando por sentado que se trataría de un estatuto a medida de las izquierdas y fundamentalmente de Prieto. En cambio, ANV se subió al carro frentepopulista, aunque no pudo colocar a uno solo de sus candidatos en el congreso. El nuevo periodo de sesiones, como es sabido, estuvo marcado por una profunda radicalización de las posiciones extremas, las de los comunistas, que arrastraron a un sector del PSOE, y la derecha antirrepublicana representada por los monárquicos autoritarios. El asesinato del jefe y portavoz de este grupo, José Calvo Sotelo, por policías socialistas, en represalia por la muerte de uno de ellos, el teniente Castillo, a manos de pistoleros de derechas fue el pretexto esgrimido para la puesta en marcha de una sublevación militar que venía preparándose desde tiempo atrás.

El levantamiento del 18 de julio triunfó en Navarra, uno de los focos principales de la conspiración, donde el general Emilio Mola, cerebro de la misma, había llegado a un acuerdo con los carlistas. Los voluntarios del carlismo navarro, el somatén carlista o requeté, se fueron concentrando desde varios días atrás en Pamplona, donde Mola los armó y militarizó a sus tercios, incorporándolos a las unidades del ejército a su mando. En Álava, la coordinación entre el requeté, a las órdenes de Oriol Urigüen, y los jefes militares implicados en la conspiración fue más tardía, pero la sublevación se produjo en la fecha convenida, y aunque el cinturón industrial de Vitoria, defendido por sindicalistas de CNT y UGT, se resistió durante algunos días, la provincia entera estuvo pronto en manos de los rebeldes.

En Bilbao, los militares se mantuvieron fieles a la República, y en San Sebastián, la vacilante actitud de los mandos llevó a una serie de pronunciamientos que fueron finalmente sofocados por los sindicalistas. La caza de derechistas comenzó inmediatamente por parte, sobre todo, de los anarquistas. En Vizcaya, una junta de defensa que reunía mandos militares y representantes de partidos y sindicatos impidió una represión descontrolada, pero hubo algunos asesinatos de sacerdotes, como el del arquitecto diocesano Pedro de Asúa. En Guipúzcoa se constituyeron diversas juntas locales, de distinto signo político, que fueron incapaces de controlar el territorio.

La incógnita principal era cuál iba a ser la posición definitiva del PNV, que no había sentido un gran entusiasmo por el régimen republicano y era además un partido católico, cuando todas las fuerzas confesionales habían apoyado la sublevación. El Napar Buru Batzar (la dirección del partido en Navarra) se había unido al levantamiento y los dirigentes alaveses habían llamado a sus bases a no oponerse (como más tarde declararían, los rebeldes les habían obligado a hacerlo). Tanto en Vizcaya como en Guipúzcoa los nacionalistas mostraban una pasividad preocupante, aunque se mantenían teóricamente al lado del gobierno. Mientras tanto, los sublevados en Álava habían estabilizado sus frentes en la divisoria con Vizcaya y Guipúzcoa, y las cuatro brigadas de Navarra, al mando del general Solchaga, se dirigían hacia Guipúzcoa.

En la incorporación del PNV a la guerra, dentro del bando de la República, influyeron decisivamente dos hechos: las garantías que Prieto les dio de una inmediata aprobación del estatuto de autonomía y de que encabezarían el gobierno provisional salido de aquel (además de la promesa de confiar el ministerio de Exteriores de la República a un nacionalista, el abogado navarro Manuel de Irujo), y la represión brutal llevada a cabo contra sus militantes en Guipúzcoa, a medida que las tropas de Solchaga iban ocupando las poblaciones de la provincia. Ya recién iniciada la sublevación, habían asesinado al alcalde nacionalista de Estella, Fortunato Aguirre. En Guipúzcoa, tras la caída de Irún, el 5 de septiembre, y de San Sebastián, el 13, se llevó a cabo una verdadera matanza de militantes de partidos leales a la República, en parte como represalia a los fusilamientos de militares y dirigentes de la derecha que habían tenido lugar, días antes, en el fuerte de Guadalupe, donde fueron asesinados Víctor Pradera y Honorio Maura, de Renovación Española, y en la cárcel de Ondarreta. Los sublevados pasaron también por las armas a dieciséis sacerdotes nacionalistas, entre ellos a Aitzol.

El 1 de septiembre, las cortes de la República, muy mermadas por la desaparición de los diputados de las derechas, aprobaron el estatuto de autonomía de Euzkadi. Pocos días después, el 7 de octubre, José Antonio Aguirre, a sus treinta y dos años, formó un gobierno de concentración, con participación de nacionalistas del PNV y ANV, socialistas, comunistas y republicanos. Solo los anarquistas quedaban excluidos.

El nuevo gobierno autónomo solo controlaba ya el territorio de Vizcaya (salvo Ondárroa) y la comarca alavesa de Amurrio y Llodio. Aguirre aceleró la formación de las milicias nacionalistas —hasta entonces solo ANV tenía su propio batallón en un ejército compuesto en su casi totalidad por milicias del Frente Popular— y las envió a los puntos de máxima fricción en la raya de Guipúzcoa. Se ocupó además de asegurar el orden público y, por supuesto, de que el clero no fuese molestado y los templos se mantuvieran abiertos. El corresponsal de Pravda (y agente de Stalin) Mijail Koltsov resaltaba en su diario la extrañeza que le produjo, durante su visita a Bilbao, la abundante presencia de curas en las calles, algo imposible de ver en el resto de la España republicana. En general, hubo menos actos de violencia revolucionaria en la Vizcaya gobernada por Aguirre que en cualquier otra región del bando leal. Sin embargo, esta ejecutoria quedó empañada por las matanzas del 4 de enero de 1937, cuando, tras un bombardeo de Bilbao por la aviación alemana, 224 presos de derechas fueron asesinados en los pontones de la ría, la cárcel de Larrínaga y los conventos habilitados para prisión en el barrio de Begoña, ante la inhibición de Telesforo Monzón, consejero de Interior, que no quiso enviar a la Ertzantza (la policía autónoma), a impedirlo para no provocar un enfrentamiento entre los nacionalistas y la izquierda.

En el aspecto militar, Aguirre no consiguió éxito alguno. La inferioridad de sus fuerzas, en número de hombres y armamento, era manifiesta. No contaba con una oficialidad profesional y sus relaciones con los jefes militares leales de su estado mayor (los generales Llano de la Encomienda y Gámir Ulíbarri) fueron pésimas, hasta el punto de terminar asumiendo él mismo el mando del ejército vasco. Los bombardeos aéreos minaron la moral de los vizcaínos, que los sufrieron desde el mes de agosto de 1936, cuando los aviones rebeldes atacaron Ochandiano. Sin duda, el más terrible fue el que la legión Cóndor alemana lanzó sobre Guernica el 26 de abril de 1937, con centenares de muertos y gran parte de la ciudad destruida, pero antes Bilbao y Durango habían sufrido incursiones aéreas contra las que poco podían hacer los escasos cazas rusos (los chatos) del ejército vasco.

El gobierno de Aguirre abandonó Bilbao el 18 de junio de 1937, después de que el presidente diera la orden de volar los puentes de la ría y de mantener intactos las fábricas y hornos de la zona industrial. El ejército vasco se replegó hacia Santander. Durante los meses de julio y agosto, Aguirre trató en vano de que el gobierno de la República se encargara de evacuar a los refugiados vascos hacia Francia y de que trasladara lo que quedaba de su ejército al frente del este. Finalmente, las milicias vascas se rindieron en Santoña a los italianos del general Roatta, quien, traicionando el pacto suscrito con el gobierno de Aguirre, las entregó al ejército rebelde.

Aguirre y su gobierno permanecieron en Cataluña hasta el fin de la guerra. Sus relaciones con el gobierno de la República se hicieron cada vez más tensas e intentó que los británicos mediaran para conseguir una paz por separado del gobierno vasco con Franco. No lo consiguió. En marzo de 1939 cruzó la frontera con Francia, junto al presidente de la Generalitat, Lluís Companys.