La conservación de los fueros en su integridad dentro del marco de la constitución de 1837 se reveló imposible apenas promulgada la ley de 25 de octubre de 1839. De hecho, para el carlismo más arriscadamente fuerista, y posteriormente para el nacionalismo vasco, esta norma confirmatoria de los fueros venía a equivaler, en la práctica, a su extinción. Las provincias exentas y el reino de Navarra se convertían en provincias como las demás, dentro del nuevo ordenamiento territorial diseñado por Javier de Burgos. Por otra parte, al unificarse la legislación, debía hacerlo también la administración de justicia, y aunque el derecho foral no desaparecía, los litigios derivados de su aplicación se encomendaban a los tribunales ordinarios. Asimismo, como la integridad del territorio exigía una clara delimitación de las fronteras, se hacía insostenible el mantenimiento de las aduanas en los puertos secos del interior.
Las tres provincias Vascongadas opusieron una abierta resistencia a cualquier modificación de sus fueros, al contrario que Navarra, donde los grandes terratenientes simpatizaban con el liberalismo y demandaban el acceso a los mercados de más allá del Ebro sin trabas arancelarias. En el tira y afloja de las negociaciones con el gobierno, Espartero, titular ya de la regencia después de haber destituido a María Cristina de Nápoles, llegó a amenazar a los sectores navarros más inflexibles con la reintegración foral absoluta; es decir, con dejar sin efecto la constitución en el viejo reino y confinarlo en el Antiguo Régimen. Así consiguió que cedieran, y el 16 de agosto de 1841 las cortes aprobaron la ley de modificación de los fueros (que por parte de los navarros se consideró una ley paccionada). Las aduanas se trasladaron a la costa, lo que sosegó de inmediato a los comerciantes de las Vascongadas, que se oponían al mantenimiento del régimen privilegiado porque los marginaba del mercado nacional. A partir de entonces, comenzaron a mostrar un curioso aprecio por otros aspectos de los fueros, fundamentalmente por los que garantizaban la continuidad del poder oligárquico en la administración provincial.
Tras la caída de Espartero en 1843, las élites vascas optaron mayoritariamente por el moderantismo. Esta posición les permitió armonizar la participación en la política nacional, dominada por los moderados, con la gestión, sin interferencias externas, de la administración provincial a través de las diputaciones forales. Comenzó a imponerse una interpretación de los fueros como constituciones históricas de los territorios vascos que hacían innecesaria y redundante la vigencia en Vasconia de la constitución de 1837. Dicha interpretación, en clave liberal, se encontraba ya en los escritos de Chaho, pero los moderados vascos la desarrollaron de modo totalmente independiente de aquel.
El moderantismo español en su conjunto simpatizó con esta versión de los fueros, cuya continuidad —convenientemente modificada— convertía a Vasconia en una especie de ideal de la España conservadora: un país gobernado por una minoría económicamente responsable que perpetuaba el sistema de los “millares”, excluyendo a las capas subalternas del poder político; una iglesia influyente, que intervenía en todos los aspectos de la vida de la población; un predominio de la economía rural, que incluía también la protoindustria siderúrgica; una administración local eficaz y bien organizada, y finalmente, un paisaje idílico. Fue bajo el reinado de Isabel II cuando las costas de Vasconia se convirtieron en una de las estaciones estivales preferidas por las clases pudientes de Francia y España. En la promoción de sus encantos había tenido un papel decisivo, como ya se ha dicho, Napoleón I, al inaugurar en junio de 1808, en Biarritz, la saludable costumbre de los baños de mar. El Voyage en Navarre de Chaho contribuyó en mayor medida a la causa del turismo que a la del carlismo, y su autor publicó en 1855 la primera guía de la Côte Basque para veraneantes: Biarritz, entre les Pyrenées et l’Océan, itinéraire pittoresque. Isabel II hizo de San Sebastián, desde 1862, la sede de la corte durante los veranos, probablemente instada a ello por su amiga, la emperatriz Eugenia de Montijo, que pasaba los suyos en Biarritz.
La afluencia de residentes estacionales introdujo cambios importantes en la economía de las provincias costeras, ofreciendo empleos en el servicio doméstico y proporcionando así a los campesinos un complemento a sus ingresos. Floreció asimismo en las villas un pequeño comercio directamente vinculado al veraneo de la corte, y mejoró, en general, la situación de la menestralía.
Desapareció el bandolerismo, que había sido un mal endémico desde la guerra de la convención, y se prohibió la mendicidad en las calles de las villas grandes. En compensación, las instituciones de beneficencia —encomendadas generalmente al clero— se ampliaron en número y ganaron en calidad, gracias en buena parte al mecenazgo privado. La figura más representativa del mismo fue la bilbaína Casilda de Iturrízar y Urquijo (1818-1900), casada con uno de los fundadores del Banco de Bilbao, Tomás de Epalza.
En resumen, la Vasconia de mediados del siglo XIX representó para la sociedad isabelina y la del segundo imperio un modelo de bienestar y progreso orgánico muy acorde con los valores de la burguesía conservadora que dominó la política de España y Francia durante ese periodo. No fueron pocos, en España, los autores ajenos al país que alabaron los fueros como garantía de prosperidad pacífica. Entre ellos, destacan Fermín Caballero (Fomento de la población rural, 1864) y Miguel Rodríguez Ferrer (Los Vascongados. Su país, su lengua y el Príncipe Luis Luciano Bonaparte, publicado en 1873, con prólogo de Antonio Cánovas del Castillo). Después de la abolición foral, el periodista catalán Juan Mañé y Flaquer publicó la extensa relación de su viaje a Vasconia en 1876, El oasis. Viaje al país de los fueros, cuyos tres volúmenes aparecieron entre 1878 y 1880. Se trata de una evocación nostálgica de la vida de las Vascongadas y Navarra durante la época isabelina. En Francia, donde todos los fueros habían desaparecido en 1789, la sed de exotismo llevó a un descubrimiento de las regiones rurales donde se conservaban aún lenguas y culturas diferentes de las oficiales del hexágono. El País Vasco fue una de las zonas privilegiadas por esta moda y ello explica el relativo éxito de las obras de Chaho y de la mucho más rigurosa del medievalista Francisque Xavier Michel, catedrático en Burdeos, que publicó en 1857 Le Pays Basque, sa population, sa langue, ses moeurs, sa littérature et sa musique.
También durante el periodo isabelino surgió en la Vasconia española una literatura regional en castellano, de sesgo romántico, que utilizó como cauces formales la novela histórica y la leyenda, bajo la influencia de Walter Scott. En principio, esta literatura no tuvo carácter reivindicativo y se limitó a explotar el filón de las crónicas medievales combinándolo en algún caso con la mitología de nuevo cuño inventada por Chaho. Pero desde el bienio progresista (1854-1856) fue radicalizando su fuerismo ante las presiones fiscales del gobierno. En la década moderada aparecieron Doña Blanca de Navarra (1847), novela de Francisco Navarro Villoslada; El Señor de Bortedo (1849), de Antonio de Trueba, y las Leyendas Vascongadas (1851), de José María de Goizueta, además de varias leyendas breves como “Jentil Zubi”, de Juan Eustaquio Delmas, publicada en el Semanario Pintoresco Español en 1847. Por su parte, Chaho publicó en 1847 una Histoire Primitive des Euskariens Basques, en tres tomos, escrita en colaboración con el vizconde legitimista Henri de Belsunce, y en 1853 la novela Safer ou les Houries Espagnoles, sobre los orígenes del reino de Navarra, una de las fuentes ocultas de la Amaya de Navarro Villoslada. El tono general es marcadamente militante en la producción literaria posterior a 1856. Así en Capítulos de un libro sentidos y pensados viajando por las provincias vascongadas (1864) y en el Bosquejo de la organización social de Vizcaya (1870), de Antonio de Trueba; en las Tradiciones Vasco-Cántabras (1866), de Juan Venancio de Araquistáin, e incluso en La Dama de Amboto (1869) y Aránzazu. Leyenda escrita sobre tradiciones vascongadas (1872), del vitoriano Sotero Manteli. En todas ellas, y particularmente en las Tradiciones de Araquistáin, cuyo prólogo equivale a un manifiesto político, va tomando forma la teoría del doble patriotismo vasco y español que después del sexenio será común a todo el movimiento fuerista. Se afirma la españolidad genuina de los vascos, pero se hace depender la lealtad a la patria común española del respeto estricto de los fueros por los gobiernos de la monarquía. Este planteamiento delata una nacionalización deficitaria de los vascos, debida a la contradicción básica entre las constituciones de 1837 y la moderada de 1845, que afirman la unidad constitucional del reino, y la práctica de los gobiernos isabelinos, que dejan en manos de las diputaciones forales la gestión de la totalidad de los asuntos públicos de la región. Como veremos, esta contradicción se hará insostenible a partir de 1868 y producirá antagonismos profundos que marcarán la historia de la Vasconia española hasta nuestros días.
Las cifras demográficas de 1860 indican una recuperación morigerada del crecimiento en toda la región: Álava contaba ese año con cerca de 100.000 habitantes; Guipúzcoa, con 163.000, en números redondos; Vizcaya con casi 170.000 (como toda la Vasconia francesa) y Navarra con 300.000. En general, la expansión industrial sostenida a lo largo del periodo isabelino compensó el declive imparable de la economía agraria, que acusó el impacto de la desamortización. La pérdida constante de la pequeña propiedad rural explica en buena medida la movilización masiva del campesinado vasco a favor del carlismo durante el sexenio. A lo largo de la década anterior, el clero —bajo la influencia de la cuestión romana— desarrolló una fuerte hostilidad al liberalismo que proporcionaría al malestar campesino una ideología de fusión, combinando el odio a los ricos con un catolicismo integrista.
Como Marx y Engels supieron ver en sus escritos sobre la España del sexenio, la fronda contra el estado liberal unía a los campesinos desahuciados, a la plebe urbana y al proletariado rural con los pequeños hidalgos arruinados por el descenso continuo de las rentas. Frente a estos, el liberalismo se nutría de una nueva clase propietaria surgida en parte de la desamortización y en parte de la especulación financiera. La fundación, en 1857, del Banco de Bilbao, seguida en 1862 por el de San Sebastián, se tradujo en un fuerte impulso a la industrialización que había arrancado ya a comienzos de la década moderada con las primeras papeleras guipuzcoanas y los altos hornos de Santa Ana de Bolueta, que se inauguraron en 1843, y cuya apertura provocó en los ferrones vizcaínos alguna reacción violenta del tipo de las revueltas luditas o antimaquinistas. En 1859, los Ybarra y los Vilallonga, exportadores de mineral de hierro de Somorrostro y dueños de la siderurgia de la Merced, en Guriezo, fundaron los altos hornos de Nuestra Señora del Carmen, en Baracaldo, origen de los Altos Hornos de Vizcaya.
Con todo, tanto la minería como la incipiente siderurgia moderna se resintieron durante el reinado de Isabel II de las severas restricciones impuestas por los fueros a la extracción de mineral. Solo después de la entrada en vigor de la constitución de 1869 y la consiguiente suspensión de los fueros, iniciaron los Ybarra la internacionalización a gran escala de las empresas mineras vizcaínas, al asociarse con capitales británicos para crear, en 1872, la Orconera Iron Ore, que llegó a un acuerdo con los carlistas para que las operaciones militares no estorbaran los trabajos en las minas de Somorrostro. Pero la región presentaba a fines del sexenio un aspecto predominantemente rural, a pesar de las mejoras introducidas en las comunicaciones por las diputaciones forales y la inauguración parcial de la vía férrea de Bilbao a Tudela en 1863.
La rebelión militar del 19 de septiembre de 1868, pomposamente apellidada la revolución gloriosa, sorprendió a la reina Isabel prolongando aún su veraneo entre San Sebastián y Lequeitio, desde donde partió apresuradamente hacia Francia, acogiéndose a la protección de Napoleón III y de Eugenia de Montijo. La convocatoria de elecciones a cortes constituyentes que se apresuró a anunciar el gobierno provisional produjo en Vasconia una verdadera convulsión política. Por una parte, obligaba a los sectores más conservadores a plantearse una estrategia electoral ante el sufragio universal masculino, posibilidad que ni se les había pasado por la cabeza. Por otra, ponía a los liberales ante la necesidad de abandonar la ambigüedad respecto a los fueros, toda vez que cualquiera que fuese la forma de gobierno que saliera de la crisis revolucionaria, monarquía constitucional o república, la continuidad del régimen foral no parecía asegurada, sino todo lo contrario.
La figura que dio unidad a las fuerzas de la contrarrevolución fue el canónigo guipuzcoano Vicente Manterola, director del Semanario católico vasco-navarro, que ejercía una gran influencia sobre el clero del país. Unamuno recordaba vagamente haber visto bajar, desde las anteiglesias a los comicios, disciplinados batallones de aldeanos capitaneados por sus párrocos. El resultado de las elecciones constituyentes en Vasconia dio la mayoría a los moderados y a los tradicionalistas (la mayor parte de los diputados de esta última tendencia salió de la región). En el sector moderado predominaban los neocatólicos, que habían colaborado con los últimos gobiernos de Isabel II y estaban aterrados por la radicalización revolucionaria de los demócratas. Manterola los puso ante una alternativa sin claroscuros: “Don Carlos o el petróleo”. Entre los numerosos neocatólicos isabelinos que pasaron a las filas del nuevo Pretendiente al comienzo del sexenio destacaba Francisco Navarro Villoslada, antiguo esparterista, que llegaría a ocupar la jefatura política del partido carlista. Por su parte, la minoría liberal se dividió entre un ala republicana afín al posibilismo y otra federal, como sucedió en el conjunto de la nación. Los primeros (entre otros, los alaveses Ricardo Becerro de Bengoa y los primos Fermín y Joaquín Herrán), reunidos en Elgóibar en 1869, se comprometieron a defender los fueros en las cortes constituyentes. Los federalistas, cuyo principal vocero fue el diputado navarro Serafín Olave, no veían otra solución que convertir las provincias forales en cantones.
El 2 de mayo de 1872, reinando en España Amadeo I de Saboya, Carlos María de los Dolores Borbón y Austria-Este, el Carlos VII de la dinastía proscrita, entró en Navarra por Vera de Bidasoa. Diez días antes había ordenado la insurrección general de sus partidarios en una proclama que terminaba con las palabras “¡Abajo el extranjero!”.
El día 4 el joven Pretendiente (tenía entonces veinticuatro años) volvió a cruzar la frontera francesa en sentido inverso, después de que sus escasas tropas fueran deshechas en Oroquieta por el general Moñones. El levantamiento en masa no se había producido. El 24 de mayo, el general Serrano, en representación del gobierno, firmó en Amorebieta un convenio con los representantes del carlismo vizcaíno. Desde Francia, don Carlos rechazó los términos del mismo, destituyó a los firmantes y llamó a un nuevo levantamiento para finales de año. En esas fechas solo se echaron al monte algunas partidas, pero el destronamiento de Amadeo y la proclamación de la república, el 11 de febrero de 1873, provocó la insurrección en Vasconia y Cataluña, donde se organizaron rápidamente sendos ejércitos carlistas. El Pretendiente quería aparecer ante los españoles y las potencias europeas como una alternativa seria a la improvisación y la anarquía del conglomerado revolucionario de 1868, es decir, a los moderados, militares intervencionistas, republicanos posibilistas y federalistas que habían sido incapaces en cuatro años de dar a la nación un sistema político estable. Por ello, adoptó símbolos de la soberanía nacional (la bandera rojigualda, más arraigada en los sentimientos de las masas nacionalizadas durante el periodo isabelino que la tricolor impuesta por los republicanos), y las formas básicas de un estado, con su administración, sus ministerios, su moneda propia y su franqueo, pero, sobre todo, trató de dar a sus fuerzas armadas un aspecto de ejército nacional. Echó mano de antiguos oficiales y jefes convenidos, y militarizó a los cabecillas de las partidas. Redujo la participación de aventureros legitimistas extranjeros, que habían abundado en las filas de su abuelo, el infante Carlos María Isidro, e impuso el uniforme y la disciplina castrense a sus voluntarios. Estos, al contrario que en 1833, afluyeron en gran número en las Vascongadas y Navarra, donde se podría hablar de una movilización general de la población rural y de parte de la urbana, incluso en villas acendradamente liberales, como Bilbao. No así en otros predios tradicionales del carlismo como Aragón, Cataluña y Valencia, donde se hicieron sentir la competencia de los cantonalistas y la defección del más prestigioso de los jefes carlistas, Ramón Cabrera, que enfrió bastante los ánimos de las bases rurales. La necesidad de sostener un ejército moderno y bien equipado (incluyendo una artillería eficaz) exigía grandes desembolsos, a los que no se podía hacer frente con los exiguos ingresos obtenidos mediante la emisión de bonos. Las negociaciones con los bancos franceses para conseguir empréstitos se congelaron en espera de que los ejércitos carlistas tomasen alguna ciudad importante, pero no pasaron, al igual que en la primera guerra civil, de apoderarse de villas de segundo orden, como Estella, Durango, Oñate, Olot, etcétera. A comienzos de 1874, el levantamiento había degenerado en Cataluña en una guerra de partidas, como había sucedido entre 1846 y 1849 con la insurrección de Montemolín. En Vasconia, abundaron las partidas en Navarra, pero fueron mucho más escasas en Vizcaya y Guipúzcoa, donde el ejército regular del Pretendiente las mantuvo a raya, produciéndose algún enfrentamiento personal importante entre jefes militares y guerrilleros del mismo bando, como el del general Lizárraga con el famoso cura Santa Cruz, cuyas partidas campaban a su antojo por Guipúzcoa y la comarca del Bidasoa.
A comienzos de 1874, don Carlos dio a sus generales la orden de tomar Bilbao, prácticamente aislada ya por las fuerzas carlistas del general Elío, que habían ocupado las anteiglesias aledañas e impedían el abastecimiento por la ría. El 21 de febrero, los morteros de los sitiadores comenzaron a bombardear la villa, defendida por los soldados del regimiento de infantería de Valencia y por pequeños contingentes de artilleros, cazadores, carabineros y guardias civiles, además de la milicia nacional, los llamados auxiliares, todos ellos al mando del brigadier Ignacio María del Castillo. Las granadas carlistas no causaron bajas excesivas entre los sitiados, pero sí grandes destrozos en las casas, calles, puentes y edificios públicos. Bilbao resistió el bombardeo durante más de dos meses, con elevada moral y presencia de ánimo de la población, según los testimonios contemporáneos. El 2 de mayo, las tropas del gobierno hacían su entrada triunfal en la villa, con los generales Gutiérrez de la Concha y Serrano al frente, después de haber batido a los carlistas en Somorrostro y en otros lugares de la zona minera.
El sitio había resultado un verdadero desastre para los carlistas, que perdieron en él a tres de sus mejores jefes: Andéchaga, Ollo y Rada. El ejército de don Carlos emprendió su retirada hacia Navarra, perseguido y acosado por los soldados de Gutiérrez de la Concha, marqués del Duero. Este moriría el 24 de junio en la acción de las Abárzuzas, alcanzado por una bala. Los carlistas opusieron una fuerte resistencia en Navarra y cosecharon alguna victoria sonada, como la de Lácar, donde el general Mendiri estuvo a punto de hacer prisionero a Alfonso XII, el 3 de febrero de 1875. Pero el fracaso frente a Bilbao había mermado decisivamente la moral de las tropas carlistas y de sus mandos, además de arruinar las expectativas financieras del Pretendiente. Por otra parte, tras la restauración de la monarquía borbónica en la figura del hijo de Isabel II, la mayoría de los moderados católicos que habían seguido la consigna de Manterola abandonaron el partido de don Carlos. El 28 de febrero de 1876, el ejército alfonsino tomó Estella, capital del campo carlista, y el Pretendiente huyó a Francia por Valcarlos. La tercera guerra civil había terminado.
Dos aspectos de la contienda son de fundamental importancia para entender su desenlace político: el hecho de que desde 1874 el escenario de las operaciones militares hubiera quedado limitado a Vasconia y el papel que jugó la apelación a la defensa del régimen foral en la movilización carlista, mucho más evidente que durante la primera guerra civil. Los voluntarios vascos llevaban en sus banderas el lema de los fueros junto al tradicional de “Dios, Patria y Rey”. Como era de temer, el clima de opinión en el bando vencedor y en gran parte de la población española se volvió furiosamente contrario al mantenimiento de los fueros, identificados con el carlismo. El Pretendiente había jurado los de Vizcaya, en Guernica, el 3 de julio de 1875, con la esperanza de evitar la desbandada de los voluntarios de la provincia, desmoralizados por la marcha de la guerra y recelosos de sus jefes militares, a los que, desde el fracaso ante Bilbao, acusaban de haberlos traicionado. Con aquel acto, don Carlos elevó la hostilidad a los fueros en el campo alfonsino a niveles nunca antes alcanzados. La identificación entre fueros y carlismo se hizo desde entonces absoluta, lo que explica que Antonio Cánovas del Castillo, el adalid político de la monarquía restaurada, tuviera que abordar con urgencia una tarea de la que íntimamente discrepaba, porque —como ya lo había manifestado en el prólogo al libro de Rodríguez Ferrer— se sentía personalmente inclinado a favor de la permanencia del régimen foral, que había significado para el moderantismo en su conjunto una eficaz barrera frente a la democracia.
Por otra parte, todas las fuerzas liberales, republicanas o dinásticas, estaban claramente posicionadas en contra de los fueros (salvo, obviamente, los liberales vascos) y exigían su inmediata abolición para terminar de una vez con el carlismo. Sin embargo, muchos de ellos pretendían olvidar que en el curso de la pasada campaña militar todo el arco republicano, desde los unitarios a los federales, había defendido desde sus periódicos la independencia de Vasconia. En efecto, como ha demostrado el historiador Fernando Molina Aparicio, los republicanos sostuvieron durante el sexenio la tesis de que los vascos no eran españoles y que había de concedérseles la independencia, la quisieran o no (como parecía ser el caso). En rigor, esto no equivalía a manifestación alguna de simpatía por los fueros y ni siquiera por los vascos, sino al convencimiento de que mientras Vasconia siguiera siendo parte de España sería imposible la realización del proyecto republicano y de que, por tanto, lo mejor para la causa de la república e incluso para la del liberalismo en general era permitirles crear su propio estado, aunque fuera este un engendro absolutista y clerical. El motivo de una república teocrática vasca sometida al papa seguiría apareciendo en la literatura liberal y de izquierda hasta los años de la Segunda República, pero su origen, contra lo que suele pensarse, no estuvo en el nacionalismo vasco del fin de siglo, sino en la propaganda republicana del sexenio revolucionario, que allanaría el camino a la ideología forjada décadas después por los hermanos Luis y Sabino Arana Goiri.
Los vascos liberales (o anticarlistas a secas) se sentían heridos por el antifuerismo de los suyos. No admitían la reducción de los fueros a carlismo y pensaban que se estaba reclamando un castigo general a los vascos, lo que a todas luces parecía injusto. El diputado general de Vizcaya, Fidel de Sagarmínaga (1830-1894), bilbaíno, antiguo progresista en la Unión Liberal de O’Donnell y alcalde constitucional de Bilbao en 1870, encabezó la resistencia de los liberales vascongados a la campaña de agitación antiforal que se desató después de la guerra. Según Sagarmínaga no habían sido los fueros el motivo de la insurrección carlista, sino la cuestión religiosa, que se habría sobrepuesto incluso a la dinástica. Cánovas intentó mediar o diferir al menos lo inevitable, propiciando un debate parlamentario que orientó él mismo hacia un plano doctrinario. Convencido como estaba de que los fusionistas de Sagasta y buena parte de los conservadores de su propio partido no iban a permitir que la abolición de los fueros se retrasase demasiado, trató de presentarla como la consecuencia de una modernización política, y no como una represalia contra los vascos. Los representantes parlamentarios de estos no aceptaron los términos de la discusión, y Cánovas presentó el 21 de julio de 1876 a las cortes, para su aprobación, el proyecto de ley abolitoria de los fueros vascongados (los navarros, modificados por la ley de 1841, no se verían afectados por tal disposición). La ley fue aprobada por mayoría absoluta de los diputados presentes. Todos los diputados vascos abandonaron el salón de sesiones, en protesta por el resultado. Los fueros, o lo que quedaba de ellos, habían dejado de existir.