En 1482, Hernando del Pulgar, converso, secretario de la reina Isabel de Castilla, escribe al cardenal Rodrigo de Mendoza:
Sabido avra V. S. aquel nuevo estatuto fecho en Guipúzcoa, en que ordenaron que no fuésemos alla a casar, ni morar, como si no estoviera yo en ir a poblar aquella fertilidad de Axarafe y aquella abundancia de canpiña. Asi me vala dios, Señor, bien considerado no vi cosa alguna mas de reir para el que conosce la calidad de la tierra y la condición de la gente: ¿No es de reir que todos o los mas embien aca sus fijos que nos sirvan y muchos dellos por moços de espuelas y no quieran ser consuegros de los que desean ser servidores? No se yo por cierto, Señor, como esto se pueda proporcionar: desecharnos por parientes y escogernos por señores; ni menos entiendo como se puede compadecer de la una parte prohibir nuestra comunicación, e de la otra fenchir las casas de los mercaderes y escribanos de aca de los fijos de alla y estatuir los padres ordenanças injuriosas contra los que les crian los fijos y les dan oficios e cabdales e dieron a ellos cuando moços. Cuanto yo, Señor, mas dellos vi en casa del relator aprendiendo a escrevir que en casa del Marques Íñigo Lopes aprendiendo a justar. También seguro a Vuestra Señoría que fallen agora mas guipuzes en casa de Ferran Alvarez e de Alonso de Avila, secretarios, que en vuestra casa y del condestable, que sois de su tierra.
El secretario converso se queja de que las juntas de Guipúzcoa hayan impuesto en la provincia un estatuto de limpieza de sangre que prohíbe el avecindamiento de judíos, de moros y de conversos y descendientes de conversos de ambas religiones. Dicho estatuto es una absoluta novedad: el primero en España, donde, a partir de 1492, proliferarán otros semejantes que vedarán el acceso de los conversos a universidades, corporaciones profesionales y órdenes religiosas. Sin embargo, la prohibición de residencia y avecindamiento solo estará vigente en las provincias vascas.
Hay otro aspecto implícito en la carta de Pulgar: este intuye que la imposición de la limpieza de sangre tiene que ver con la pretensión de nobleza que parece haber acometido a todos los guipuzcoanos una vez derrotados los parientes mayores. A Pulgar, tal pretensión le parece cómica, grotesca. La pregunta no formulada que se desprende del texto de la carta, y que Pulgar dirige tácitamente al cardenal es: ¿qué está pasando? ¿cómo se explica esto? Porque hay algo que no es nuevo. Los guipuzcoanos venían enviando a sus hijos como criados a las casas de mercaderes y escribanos de Castilla desde tiempo atrás; desde una generación anterior, al menos, lo que no dejaba de ser explicable. La región vasca era pobre y no podía alimentar a todas sus bocas, máxime cuando, como había testimoniado Alonso de Palencia, las guerras banderizas consumían sus magros recursos naturales. Los guipuzcoanos intentaban que sus hijos aprendieran, para empezar, la lengua de Castilla, y después algún oficio para ganarse la vida lejos de su tierra natal. Lo nuevo, lo que escandaliza a Pulgar, es que ahora siguieran haciéndolo con una arrogancia insufrible y ofensiva para sus amos, contra los que se permiten “estatuir… ordenanzas injuriosas”.
A Pulgar, esta actitud de los guipuzcoanos le parecía absurda, y la pretensión de nobleza colectiva, sencillamente ridícula. Contraataca jocosamente con una serie de tópicos sobre la pobreza y la barbarie de los vascos, pero se le escapa por completo lo que en la conducta de los guipuzcoanos (y de los vizcaínos en general) había de estrategia para conseguir una situación de privilegio a expensas, precisamente, del grupo social de los conversos, de los que se apresuraban a adquirir las destrezas profesionales necesarias para sustituirlos.
Lo más difícil para los vizcaínos era justificar su pretensión a la nobleza colectiva, es decir, a lo que poco tiempo después comenzaría a denominarse hidalguía universal. La behetría no era una figura desconocida en España. En el norte peninsular, sobre todo, existían comarcas cuyos habitantes todos ostentaban hidalguía, pero eran de dimensiones reducidas (por lo general, se limitaban a un valle o una céndea) y la nobleza de sus habitantes presentaba un origen más o menos conocido: su participación en un hecho de armas, en una batalla contra los moros o contra un reino cristiano enemigo. La nueva behetría vizcaína abarcaba toda la Vasconia occidental y carecía además de una justificación histórica.
Los vizcaínos optaron por una fundamentación mítica, según la cual ellos serían los descendientes de aquella porción de la primitiva población de España que jamás se sometió a invasores extranjeros ni se mezcló con ellos. Su nobleza derivaría por tanto de la antigüedad y pureza de su estirpe, pero para ello era imprescindible que no cupiera duda alguna acerca de su limpieza de sangre. No podía consentirse, en tal sentido, la presencia en su territorio de castas no cristianas o de descendientes conversos de las mismas. El estatuto guipuzcoano implicaba la expulsión inmediata de judíos y moros y la exclusión de los conversos. En 1486, las juntas de Vizcaya decretaron la expulsión de los judíos del señorío. Se garantizaba así la limpieza de la casta vizcaína, que se convertía en paradigma del casticismo cristiano-viejo.
El estupor de quienes, como Pulgar, no se explicaban qué estaba pasando con los vascos se debe, en primer lugar, a que en ninguna otra parte de España se hacía depender la nobleza de la limpieza de sangre. Eran categorías que nada tenían que ver entre ellas. Se conocía perfectamente la ascendencia judía o musulmana de las grandes casas nobiliarias e incluso de los reyes, y se tenía a los campesinos por los más limpios de sangre de la población. Como observó José Antonio Maravall, la nobleza se refería a la estructura estamental y la limpieza de sangre a la castiza. La fórmula de los vizcaínos resultaba tan original como incomprensible.
Pero es que los vizcaínos partían de una interpretación insólita y desviada de la limpieza de sangre, que, en principio, fue un expediente destinado a fortalecer la ortodoxia católica. Se desconfiaba de la sinceridad de las conversiones y se temía que los descendientes de judíos y moros practicaran en secreto la religión de sus ancestros. En consecuencia, la exclusión de los cristianos nuevos de determinadas instituciones y congregaciones religiosas pretendía protegerlas de posibles desviaciones doctrinales. La Inquisición española vio siempre en todo brote de heterodoxia la influencia deletérea de alguna de las dos religiones monoteístas no cristianas con las que el catolicismo hispánico había estado en contacto durante muchos siglos. Mantener a los cristianos nuevos en una situación de relativa segregación castiza permitía controlarlos mediante una permanente vigilancia por parte de la mayoría cristiano-vieja, obsesionada por los fantasmas del criptojudaísmo y del criptoislamismo, y atenta a cualquier signo que pudiera delatar su presencia (como cambiarse de camisa los viernes o los sábados, por ejemplo). Para los vizcaínos, en cambio, la limpieza de sangre no era primordialmente una garantía de ortodoxia, sino de permanencia en una pureza étnica original, es decir, de ausencia de contaminación con los distintos pueblos que habían invadido España desde la antigüedad, fuesen estos paganos, cristianos o musulmanes. Por eso la limpieza de sangre certificaba su nobleza de origen. Los vizcaínos eran nobles, más nobles que cualquiera de los nobles españoles, por representar la continuidad de los primitivos pobladores de España, sin mezcla alguna con gentes advenedizas. No obstante, como en el resto de España la limpieza de sangre se entendía como la cualidad característica de los cristianos viejos, tuvieron que plegarse a dicha convención y desarrollar una mitografía ad hoc: la del monoteísmo primitivo de los vascos.
Un mito este mucho más difícil de sostener que los anteriores, porque el cristianismo de los vascos les parecía a los demás españoles dudoso y tardío. Epidérmico y frágil en cualquier caso. El estereotipo de la barbarie vasca iba asociado a la sospecha de paganismo. No solo se tenía la certeza de que los pueblos de las montañas habían sido evangelizados después que los de las llanuras. Se sabía además, o creía saberse, que el paganismo había sobrevivido en Vizcaya hasta tiempos todavía muy recientes; de hecho, había comenzado a correr por España la especie de que los vascos eran judíos y que por eso se dedicaban a menesteres propios de judíos como el comercio y la administración, para los que se habían preparado en las casas de los burócratas y mercaderes conversos. En principio, no pasaba de ser un chiste: los vascos descendían de judíos a quienes Tito perdonó la vida pero cortó la lengua, y de ahí que nadie entendiese lo que hablaban. Se les llamaba vizcaínos (bizcaínes, dos veces Caínes) porque mataron a Abel y a Cristo, sus hermanos. Nadie podía tomarse eso en serio, salvo, claro está, los vizcaínos, horrorizados ante la perspectiva de que se dudase de su limpieza de sangre.
La fundamentación filológica de la teoría del vasco como lengua de la España primitiva se debe al licenciado Andrés de Poza y Yarza, un hijo de vizcaínos nacido en Amberes hacia 1537. Poza afirma que el vasco es una lengua matriz, una de las setenta y dos surgidas de la división de las lenguas durante la construcción de la torre de Babel. Como todas las lenguas babélicas, participa de alguna de las cualidades de la lengua primera, la infundida por dios en Adán. Por ejemplo, en la alta filosofía o sabiduría infusa, que permite que todos los vocablos revelen la naturaleza o esencia de las cosas que designan. Poza se basaba en el Crátilo de Platón, el diálogo en que Sócrates discute con Hermógenes acerca de si las palabras significan por naturaleza o por convención. Para Poza, la cuestión no admite duda. La lengua adánica y las lenguas matrices significaban por naturaleza; las demás, derivadas de ellas, lo hacen por convención o acuerdo. En el vascuence no se ha perdido el nexo natural entre las palabras y la cosas. Admite que los nombres de algunos de los reyes de la España primitiva son caldeos, así como los de algunas de las ciudades que aquellos fundaron, pero lo explica arguyendo que los príncipes son conservadores en sus costumbres y tradiciones, y que Túbal y sus descendientes conservaron algo de la onomástica y de la toponimia caldea, pero que su lengua no era otra que el vasco: la que les había correspondido en la llanura de Senaar, cuando la construcción de la torre de Babel quedó interrumpida por la confusión de las lenguas.
Pero acaso lo más importante de la aportación de Poza al mito de origen vizcaíno sea la idea de que el eusquera contiene ya en su vocabulario ancestral la revelación cristiana del misterio de la trinidad. Valiéndose de los procedimientos de la Cabala, analiza la palabra vasca que designa a dios, Jaun o Iaon, en tres elementos distintos: I (Tú), a (aquel) y on (bueno), sacando de ello la conclusión de que, desde Túbal, los vascos sabían ya que dios era el sumo bien, un solo dios y tres personas distintas. Con Poza concluye la construcción teórica de la hidalguía universal vizcaína.
En la última década del siglo XVI la hidalguía universal de los vizcaínos estaba ya suficientemente blindada y admitida por las chancillerías como una nobleza de origen, avalada por la supervivencia del vascuence, lengua común de la España primitiva, que atestiguaba la permanencia en los vascos de la pureza original del linaje de Túbal. Pero ya para entonces el recurso a la oriundez vizcaína constituía uno de los medios más socorridos para la obtención de probanzas de hidalguía y de limpieza de sangre en cualquier lugar de España o de las Indias. Ahora bien, en el interior de Vasconia, la nivelación estamental no había suprimido las diferencias de fortuna y poder entre sus habitantes. El igualitarismo vizcaíno funcionaba muy bien en el exterior como un dispositivo para facilitar el acceso de los vascos a los cargos públicos, pero de puertas adentro se revelaba como una fantasía inoperante.
A la dispersión foral de la Edad Media sucede en el XVI, bajo la autoridad de las juntas, un proceso de unificación de los privilegios de cada territorio que dará lugar, mediante recopilaciones, a los fueros nuevos sancionados por los monarcas de la dinastía de los Austrias. En Vizcaya, las juntas ordenaron la redacción del fuero nuevo en 1526. Vizcaya y Álava siguieron rigiéndose por las ordenanzas de hermandad renovadas en 1463, a las que se fueron añadiendo nuevas disposiciones emanadas de las juntas y confirmadas por la corona que, en Guipúzcoa, se codificarían en la recopilación de Tolosa (1583), válida hasta la nueva recopilación de 1692. En Navarra, tras la conquista, siguió vigente el antiguo fuero con los mejoramientos de Felipe de Évreux (1355) y de Carlos III el Noble (1418). En Labort y Soule, a comienzos del siglo XVI, se redactaron las nuevas Coutumes (Bayona tuvo las suyas propias, distintas de las labortanas), y en la Baja Navarra, o Navarra de Ultrapuertos, el antiguo fuero se sustituyó en 1611 por otro que concedía al rey de Francia una potestad absoluta en dicho territorio.
Lejos de constituir codificaciones cerradas, los fueros admitían modificaciones que los ampliaban a tenor de las decisiones de las juntas. Por eso es tan difícil resumir su prolijo contenido. En los de la Vasconia española, la influencia de los segundones vascos encaramados en la administración de la corona contribuía en buena medida a su aprobación tácita, pues los monarcas dejaron de jurar los fueros personalmente (la última jura fue la de Fernando el Católico, en Guernica, inmortalizada en un lienzo muy posterior —y de algún interés etnográfico— del pintor y cronista Francisco de Mendieta). Más que por el contenido concreto de los fueros, conviene preguntarse para qué sirvieron bajo el Antiguo Régimen. Y en dicho aspecto, las funciones que cumplieron están meridianamente claras.
Ante todo, permitieron a las juntas (y a la diputación de cortes, en Navarra) ejercer un discreto control sobre las intervenciones del poder real, a cuyas disposiciones —en materia de impuestos especialmente— cabía la posibilidad teórica de oponerse mediante el llamado pase foral en las Vascongadas y el derecho de sobrecarta en Navarra. Pero cuando el monarca no cedía, el principio de “se obedece, pero no se cumple”, que se esgrimía al rechazar las peticiones, quedaba sin efecto y estas debían ser atendidas sin dilación. Ahora bien, las juntas y diputación estaban facultadas para determinar el modo de satisfacer la petición, lo que más de una vez fue causa de graves conflictos entre las instituciones forales y sus administrados.
En el XVI, los fueros vascongados recogen ya el principio de la hidalguía universal (no así en Navarra, aunque esta poseía sus propias behetrías). Su codificación resultaba imprescindible porque implicaba la exención de determinados impuestos reales, como las alcabalas (aunque Álava no estuvo exenta de estas últimas y tampoco disfrutó del derecho de pase foral hasta 1703, en que ambos privilegios le fueron concedidos por Felipe de Anjou, al tomar partido por él las juntas de las tres provincias Vascongadas en la guerra de Sucesión). En el interior de las provincias forales, sin embargo, este principio contaba muy poco y terminó por no contar en absoluto cuando las oligarquías que controlaban las juntas exigieron la probanza de hidalguía para acceder a los cargos de alcalde o procurador en juntas. La probanza era un proceso costoso que las economías modestas no podían siquiera abordar. En estos casos, la hidalguía universal no eximía de la probanza, que resultó un filtro bastante útil para el control de las instituciones por las minorías pudientes. La hidalguía universal fundamentaba también la libertad de comercio. Los vizcaínos podían comerciar libremente con quien quisieran, porque no existían aduanas en los puertos de la costa.
Solo en una fase tardía, cuando se comenzó a echar quintas para un ejército permanente, la exención militar fue un privilegio foral efectivo. Antes de ello, las levas para las guerras se llevaban a cabo en los territorios vascos como en cualquier otra parte de España.
Por último, los fueros consagraban la testación libre, una fórmula extendida en toda la región pirenaica para asegurar la transmisión de la propiedad indivisa en una región de mayorazgos cortos. Esto obligaba a los segundones a emigrar, y aunque, en principio, la hidalguía universal les concedía una ventaja teórica a la hora de optar a cargos en la administración o en el ejército, la población excedentaria bombeada hacia Castilla y las Indias era demasiado numerosa en comparación con los cargos disponibles. Muchos de los emigrantes debían dedicarse al ejercicio de oficios mecánicos, lo que suponía la pérdida inmediata de la condición de hidalgo. En el interior del país, el desempeño de tales oficios no era incompatible con la hidalguía universal, pero vedaba el acceso a los cargos de alcalde o procurador.
Los fueros tenían, en consecuencia, aspectos ventajosos y perjudiciales para los distintos sectores de la sociedad vasca. La posibilidad de adquirir bienes de consumo extranjeros a bajo precio llevaba implícita la imposibilidad de exportar los productos propios al mercado castellano. El equilibrio entre la población y los recursos naturales del país suponía cierto bienestar de los campesinos, impensable en otras regiones de España, pero ello a costa de tasas muy altas de emigración. El régimen foral limitaba la intervención abusiva de la corona y sus burócratas en la vida del país, pero dejaba a la mayor parte de la población inerme ante los abusos de las oligarquías provinciales.
Los banderizos no habían desaparecido tras su derrota en el siglo XV. Aceptaron a regañadientes el principio de hidalguía universal y se avinieron a compartir el poder con los representantes de las hermandades, pero se las arreglaron también para alternarse en el poder municipal de las villas, turnándose en el mismo oñacinos y gamboínos, y marginando de paso al patriciado plebeyo. Desde las juntas, como hemos visto, hicieron lo posible por desactivar la hidalguía universal y restaurar la esta-mentalidad mediante las probanzas y el veto a los oficios mecánicos. Lo que diera de sí la hidalguía universal fuera de las provincias vascas no les importaba demasiado, pero en el interior de las mismas había que deshacerla o dejarla reducida a un ornamento inútil. Sin embargo, su estrategia fracasó por dos factores fundamentales.
Como ya había comprobado Alonso de Palencia, la fuerza de los linajes estribaba en el número de sus miembros y en la continua actualización de su cohesión mediante las fiestas y convites. La represión de los bandos por las hermandades eliminó todo el aspecto ritual de la afirmación ciánica proscribiendo las reuniones y celebraciones, en un intento de destruir la familia ampliada, y lo hizo con un éxito relativo. La presencia colectiva de los linajes desapareció de la vida pública, aunque, como demostraría el antropólogo americano William A. Douglas en su tesis doctoral de 1969 (Death in Murelaga: funerary ritual in a Spanish Basque village), la estructura de la familia ampliada permaneció latente, haciéndose manifiesta únicamente con ocasión de los rituales funerarios. Ahora bien, esta continuidad en el tiempo, aunque apenas perceptible en la superficie social, siguió condicionando las relaciones entre la oligarquía y los campesinos, sobre todo, claro está, en las comarcas rurales y en las pequeñas villas. Pero no pudo evitar la ocurrencia de crisis coyunturales que alteraron profundamente las pautas de sumisión de los sectores subalternos a sus autoridades naturales. Estas crisis tomaban generalmente la forma de motines o asonadas de los campesinos, por motivos fiscales o por escasez o carestía de subsistencias. En principio, no eran muy diferentes de las revueltas típicas del Antiguo Régimen en muchas otras partes de Europa. Lo que les daba su especificidad en Vasconia era que en ellas intervenía como catalizador la ideología igualitaria de la hidalguía universal. Si todos los vizcaínos eran hidalgos, se preguntaban los amotinados, ¿por qué los pobres estaban excluidos del poder? Este igualitarismo nivelador animó el movimiento que acabó en motín contra el estanco de la sal en 1641 y se percibe en la exigencia de que se hablara vascuence en las juntas o en consignas contra “las calzas negras” (una parte significativa de la indumentaria de los junteros) y contra los que comían gallina mientras los demás habían de conformarse con sardinas.
No todas las machinadas (revueltas de los machinos o aldeanos) fueron dirigidas contra los jaunchos (la pequeña nobleza rural descendiente de los banderizos). Hubo asonadas de ferrones, motines locales contra el aumento de los precios de los alimentos, contra levas militares o contra intentos de trasladar las aduanas a la costa. Pero lo característico de la primera de ellas, el motín vizcaíno de la sal, consistió precisamente en el cuestionamiento radical de las juntas por su traición a la ley no escrita del linaje, es decir, por la reproducción a escala provincial de la diferencia entre hidalgos y moradores, siendo así que el pacto foral había convertido al señorío en un linaje ampliado, en el que los equivalentes a los parientes mayores de antaño, las juntas, tenían la obligación de proteger a los miembros del linaje vizcaíno en su conjunto y de velar por sus intereses. Este esquema de conflicto, como veremos, volvió a reproducirse en la Vizcaya de comienzos del siglo XIX y marcó la crisis terminal del Antiguo Régimen. La consecuencia más perceptible del motín de la sal fue la retracción de la nobleza banderiza, que abandonó las instituciones municipales y las juntas para evitar en lo sucesivo un estallido social semejante que pudiera enfrentarla con sus clientelas campesinas. No volverían a la actividad política hasta la llegada de los Borbones al trono español, y fueron definitivamente borrados de aquella a raíz de la última de las machinadas, la de 1804.
Las altas tasas de emigración favorecidas por el sistema de mayorazgo explican, al menos en parte, el estancamiento de la población vasca durante el Antiguo Régimen. El número de nacimientos no descendió, pero la mayor parte de los nacidos en Vasconia terminaban sus días en otras regiones de España o en ultramar. La pacificación del país, que fue seguida de cambios importantes en la economía, no pudo, sin embargo, modificar su limitación básica: la estrechez y pobreza de la tierra cultivable. Pero los vascos supieron sacar partido de una posición geográfica ventajosa en la época del mercantilismo, como intermediarios en el comercio de la lana de Castilla y en la importación de manufacturas de Flandes e Inglaterra.
Las fogueraciones de la primera mitad del siglo XVI arrojan una estimación aproximada de unos 330.000 habitantes en la Vasconia española (145.000 en Navarra, 65.000 en Vizcaya, 60.000 en Guipúzcoa y una cifra similar en Álava). Para la Vasconia francesa solo se dispone en esa época del censo de Soule en 1525, que no rebasa los 15.000 habitantes. Las cifras de comienzos del siglo XVII son bastante parecidas, lo que denota una tendencia negativa porque, con independencia de la testación libre, las mejoras en el sistema productivo deberían haber estimulado un crecimiento de la población, y probablemente lo hicieran. Fue sin duda la gran epidemia de peste bubónica de 1597-1602, primera de una centuria pródiga en plagas, el factor responsable del descenso demográfico.
Las mejoras más espectaculares se produjeron en la agricultura. Ya desde el último cuarto del siglo XV comenzó una roturación intensa de nuevos terrenos. La pacificación favoreció la dispersión del hábitat y apareció la casería aislada en la ladera, separada del núcleo de la anteiglesia, tan emblemática desde entonces en el paisaje de la zona holohúmeda de Vasconia. La roturación de las laderas bajas se hizo a costa de seles y praderías, con el consiguiente retroceso de la ganadería. Aun así, el país siguió siendo deficitario en cereal y necesitó recurrir a la importación de grano desde Flandes, Bretaña e Inglaterra (el llamado “pan del mar”), pero la recuperación de la agricultura en el reino castellano durante el reinado de Isabel I permitió también abastecer con los excedentes de trigo, centeno y cebada a las regiones costeras del Cantábrico, lo que supuso indudablemente una transformación de la dieta campesina, dependiente hasta entonces del “pan del pobre”, es decir, de la castaña y la bellota. La introducción de los cultivos americanos, y en especial del maíz, la patata y la alubia, en la segunda mitad del XVI supuso la mayor revolución agrícola en Vasconia desde el Neolítico y fomentó la roturación acelerada de los valles de la vertiente atlántica. El pan y las gachas de maíz se convirtieron en el nutriente básico de los campesinos, más pobre que el pan de trigo o centeno, pero con innegables ventajas frente a la castaña.
La industria no pasó en los siglos XVI y XVII por sus momentos más brillantes, tras un arranque vigoroso de la siderurgia, sobre todo en Guipúzcoa, donde las ferrerías de monte fueron sustituidas ventajosamente por las hidráulicas. El hierro vasco sufrió la competencia del sueco, más barato y de mejor calidad. No obstante, la construcción naval —una actividad floreciente durante la misma época en las villas costeras— absorbió una buena parte de la producción ferrona. Se desarrolló tímidamente una industria textil en las villas de la comarca del Deva, pero ni su calidad ni sus precios le permitían competir con los géneros franceses y flamencos que inundaban los mercados vascos. Buena parte de los tejidos de la indumentaria y los ajuares campesinos eran de producción doméstica, sobre todo los de lana y lino. Quizá las doncellas confeccionasen las sábanas nupciales de hilo y las ancianas tejieran los sudarios, como quería la literatura romántica regionalista, pero todo lo demás, desde las telas de algodón a las de seda, venía del exterior.
El sector más potente y dinámico fue, con mucho, el mercantil. Bilbao, la pequeña villa fundada en 1300, se convirtió a lo largo del XVI en un emporio gracias al comercio de la lana, después de arrebatar a Burgos el monopolio del mismo. El consulado de Bilbao, fundado en 1511, estableció sucursales en Flandes y se hizo asimismo con el transporte del lingote y las manufacturas siderúrgicas hacia Inglaterra. Los mercaderes bilbaínos se resistieron al control de las juntas del señorío hasta que la concordia de 1630 los obligó a participar en ellas, lo que no puso fin, ni mucho menos, a la hostilidad entre la villa y la tierra llana, que marcaría la prolongada crisis del Antiguo Régimen.
Los emigrados vascos, los segundones, jugaron un papel importantísimo en la construcción del imperio hispánico. Ya desde el reinado de Carlos I se instalaron en la burocracia de la corte, desplazando a los conversos y copando los cargos de secretarios de estado o de despacho (los Eraso, Idíaquez, Gaztelu), pero su influencia en los monarcas fue más allá, bien como preceptores (el maestro Anchieta) o cronistas reales (Esteban de Garibay). Las tres vías para hacer fortuna que los padres recomendaban a sus hijos desheredados —iglesia, mar o casa real— permitieron a los naturales de Vasconia gozar en la España imperial de una visibilidad pública incomparable a la que habían tenido en la Edad Media. Constituyeron, sin duda, el grupo de presión más poderoso en la época de los Austrias. Participaron muy activamente en la conquista y el descubrimiento de nuevas tierras en América y Oceania (Juan Sebastián Elcano, Juan de Garay, Alonso de Ercilla, Pascual de Andagoya, Miguel de Legazpi, el caudillo marañón Lope de Aguirre o el agustino Andrés de Urdaneta). Dieron a la historia militar del imperio almirantes como Pedro Navarro, Juan Martínez de Recalde, Antonio de Oquendo y Machín de Munguía, y estrategas como el mariscal de los ejércitos de Flandes Julián Romero (o Ibarrola), el tratadista Sancho de Londoño e innumerables capitanes de los tercios.
“El vasco (es) creyente”, reza esta castiza expresión eusquérica. Léase: el vasco es católico a rabiar. Como el lingüista Luis Michelena afirmara, ningún acontecimiento histórico tuvo mayor importancia para la historia moderna de Vasconia que el concilio de Trento. La iglesia contrarreformista, en efecto, tuvo una influencia mucho mayor en la sociedad vasca del Antiguo Régimen que la lejana corte española. En mayor medida aún que el clero secular, dos órdenes religiosas, franciscanos y jesuitas, tomaron a su cargo el encuadramiento y educación del pueblo y de las élites. La organización de cofradías gremiales, especialmente importantes entre los pescadores y marineros, partió de la iglesia y está en los orígenes de un eficaz mutualismo agrario basado en la caridad cristiana, que funcionó razonablemente bien en una época de alarmante descenso de la propiedad campesina y concentración de la misma en manos de las oligarquías provinciales. La crisis de finales del siglo XVIII desmanteló esas redes asistenciales y sumió a la Vasconia rural en una anomia duradera. Pero hasta entonces suavizó considerablemente la suerte de los más pobres y amortiguó las expresiones violentas del malestar social durante las machinadas.
La iglesia se enfrentaba a la dificultad de la catequización en un medio eusquérico fragmentado en dialectos muy diferentes. Aunque la mayor parte del clero vasco era autóctono, sus años de formación les hacían olvidar las hablas vernáculas, y todavía en 1754 el jesuita Manuel de Larramendi se quejaba de que los predicadores se expresasen en castellano, lengua que la mayor parte de los fieles no comprendía. La literatura en lengua vasca, que nació en las fechas del concilio de Trento, respondió a la necesidad de ofrecer al clero católico los instrumentos imprescindibles para la homilética y la catequesis.
La Inquisición en Vasconia no tuvo que esforzarse en perseguir a inexistentes protestantes, moriscos, criptojudíos o ateos, e intervino sobre todo en casos de corrupción de costumbres y escándalos sexuales. La represión de la blasfemia se mostró desde el principio ineficaz: el vizcaíno jurador fue, con toda razón, uno de los arquetipos más populares de la literatura del siglo de oro. Pero el caso más sonado de la actividad inquisitorial en el país fue el proceso celebrado en Logroño contra supuestos brujos vascos en 1611, que más de un siglo después seguía interesando a los ilustrados como Moratín e inspiró los Caprichos y las pinturas negras de Goya.
En realidad, el proceso de Logroño fue el final de una persecución atroz de la brujería vasca por los tribunales franceses y la Inquisición española desde mediados del siglo XVI, que se cebó en la población campesina de la montaña navarra, aunque también fueron procesados y condenados individuos de la Vasconia occidental y de la francesa. Una de las pocas palabras vascas que han pasado al vocabulario internacional es aquelarre, para designar el cónclave brujeril, lo que da una idea de las dimensiones que alcanzó la paranoia persecutoria, a la que puso fin la benigna intervención, en el susodicho proceso de Logroño, de un inquisidor racionalista y moderadamente escéptico, Alonso de Salazar y Frías. El mito de una sociedad secreta brujeril en el Pirineo vasco sobreviviría, no obstante, en la literatura romántica.