VII
JUEGO DE TRONOS

ENTRE MAHOMA Y CARLOMAGNO

La famosa Amaya, de Navarro Villoslada, concluye, como ya dijimos, con el providencial hallazgo del tesoro de Aitor. Providencial, porque su aparición coincide con la invasión musulmana de España. Tras conocer la profecía del patriarca, los vascones paganos del saltus se convierten al cristianismo en menos de lo que se tarda en decirlo. Todos los vascones, cristianos de añada y recién bautizados, se ponen de acuerdo para proclamar rey al joven y guapo caudillo García. Lo elevan sobre el pavés y queda así fundado el reino de Navarra. Una vez cumplidas las formalidades administrativas mínimas (al fin y al cabo eran españoles), García y los vascones salen pitando camino de Asturias para unirse al godo Pelayo y no perderse Covadonga. Un bonito cuento.

La realidad fue muy otra. Los vascones del saltus se debieron de oler que algo raro pasaba al no divisar en lontananza godo alguno durante un par de años. Lógico, porque después de la derrota de Guadalete y la caída del reino de Toledo, a los visigodos fugitivos ni se les pasó por la cabeza refugiarse en Vasconia, donde eran tan populares y queridos.

De modo que los vascones, que afilaban sus azconas para darle otra vez la bienvenida a Rodrigo, se quedaron esperando a los bárbaros como los romanos del poema de Cavafis. De ahí su perplejidad cuando se presentaron de improviso y sin anunciarse unas gentes de trazas poco germánicas, pero con las mismas ganas de pelea que los visigodos o así. Eso de que te cambien el enemigo ancestral de un día para otro, como bien sabía Orwell, produce desarreglos cognitivos.

A PAMPLONA HEMOS DE IR

Según las crónicas árabes, el caudillo del ejército musulmán que invadió España en 711 fue Tariq, liberto o maula de Musa ibn Nusayr, gobernador de Ifriqiya (Túnez). Algunos escuadrones sirios de caballería y una ingente muchedumbre de guerreros bereberes completaron la conquista del reino visigodo en pocos meses, con la ayuda del partido opuesto a Rodrigo, los fieles a la familia de Witiza. Celoso de las hazañas de su siervo, Musa ibn Nusayr pasó a España y arrebató a Tariq el mando y el botín que había acumulado.

Parte de este botín fue lo que Musa ibn Nusayr presentó al califa de Damasco en 713, atribuyéndose en exclusiva el mérito de la conquista. Tariq iba en su séquito y lo acompañaba también un grupo de nobles godos deseosos de pasarse al islam. Entre ellos, un tal Casio, que pronunció ante el califa la profesión de fe musulmana. No está claro quién era este Casio, quizá un conde godo, quizá (a juzgar por su nombre) un vascón romanizado —un hispanorromano, a todos los efectos— en quien los invasores delegaron cierto grado de autoridad territorial, pues, como veremos, sus descendientes, los Banu-Qasi, jugaron un papel importantísimo en la región durante más de dos siglos. Al contrario que los visigodos, los musulmanes confiaban cargos importantes a los colaboracionistas, previa conversión de estos a la ley de Mahoma. De hecho, la posibilidad de mantener e incluso mejorar su situación anterior que suponía la condición de muladí (converso) constituyó un acicate de primer orden para la islamización de buena parte de la aristocracia visigoda.

La última campaña de Musa ibn Nusayr, antes de viajar a Damasco, había transcurrido en tierras de los vascones. El ejército musulmán partió de Zaragoza, siguiendo la calzada que enlazaba con la vía romana a Astorga y avanzó hacia Pamplona. Según el Bayan-al-Mugrib, un tardío panegírico de Musa escrito en el siglo XIII, los vascones se le sometieron “como bestias de carga”, pero no es seguro que llegara a tomar Pamplona en esta expedición. Parece que la ciudad resistió o cambió de manos varias veces antes de capitular. En las fechas de la batalla de Covadonga (722) estaba ya bajo dominio árabe.

Sin embargo, diez años después los francos detuvieron el avance de los musulmanes en Poitiers y los obligaron a regresar a España. Los vascones aprovecharon la coyuntura para recobrar su independencia, quizá con apoyo merovingio. Los árabes reaccionaron y, tras una larga campaña, Pamplona fue conquistada de nuevo en 739. Pero por poco tiempo. La rebelión de los bereberes (740) y las guerras civiles que siguieron en al-Ándalus a la matanza de los Omeya (750) permitieron que los vascones volvieran a sacudirse el yugo islámico y a hacerse fuertes en la cuenca del Arga. En 755 dos generales enviados contra ellos por el valí Yusuf al-Fihrí fueron derrotados y murieron en la batalla. En septiembre de ese año llegó a España el emir Abderramán, único Omeya sobreviviente, que logra hacerse con el poder en 757 y proclama la independencia de al-Ándalus frente al califato abasí.

Ahora bien, por esas fechas se produce otro hecho que tendrá una decisiva importancia en el futuro de la región vascona. Fruela, rey de Asturias, hijo de Alfonso I, invade tierras alavesas y se lleva consigo como rehén a la hija de un jefe vascón. Se casará con esta mujer, llamada Munia, y tendrá de ella un hijo. Para protegerlos del primogénito de Fruela, Mauregato, hijo de una cautiva musulmana, que sucedió a su padre en el trono astur el año 768, los nobles opuestos al nuevo monarca (inclinado a entenderse con los árabes) enviaron a Munia y a su hijo Alfonso junto a la familia de ella, que los mantuvo ocultos bajo su protección. Es posible que los francos intervinieran en esta operación, o que por lo menos la aprobaran, ya que veían con preocupación las simpatías políticas del nuevo rey asturiano. Alfonso, que a la sazón tenía nueve años, creció entre los vascones, educándose como uno más de ellos. En 790 regresó a Oviedo, depuso a Mauregato y ocupó el trono. El reinado de Alfonso II el Casto fue uno de los más largos de la Edad Media hispana. Murió en 842. Cortó de raíz la entente con el emirato de Córdoba y procuró gobernar a la sombra del imperio carolingio, con el constante apoyo de los vascones occidentales, que lo consideraban, con razón, uno de los suyos.

Carlomagno entró en España el año 778, al frente de la menos brillante y más sonada de sus expediciones militares, con el objetivo de castigar a los musulmanes del valle del Ebro. En su marcha hacia Zaragoza, pasó ante Pamplona y, según algunos historiadores, derribó parte de las murallas de la ciudad y exigió la sumisión de sus habitantes, lo que no debió de sentar nada bien a los vascones. A su regreso a Francia, la retaguardia de su ejército fue destrozada en el paso de Roncesvalles. Todos los cantares épicos que desde España hasta Escandinavia narran la muerte del paladín Roland (el Roldan del romancero hispánico), sobrino de Carlomagno, identifican en los agresores a los árabes de Zaragoza, pero algunas crónicas carolingias señalan a los vascones como autores de la fechoría. Pudo ser así, o bien tratarse de una operación conjunta de musulmanes y vascones. A los vascos no parece haberles interesado esta hazaña de sus supuestos antepasados hasta bien entrado el siglo XIX. No produjeron ninguna pieza épica propia sobre el asunto. El Roncesvalles navarro es un texto fragmentario de un centenar de versos, escrito o transcrito a mediados del siglo XIII —posiblemente una copia de juglar—, que sigue servilmente el relato de la Chanson francesa. Del XIX es una falsificación de tipo ossiánico, el Chant d’Altabiscar, escrito en francés por el bayonés Garay de Monglave y traducido después al eusquera por un amigo suyo. En él aparecen los vascones como responsables del estropicio, que tuvo muy poco de heroico. Tirar pedruscos desde arriba sobre un enemigo atorado en un desfiladero no es muy caballeresco que digamos. Deportivo, quizá sí, pero el deporte nunca ha sido cosa de caballeros. Si los vascones de la Edad Media sabían que sus antepasados habían tenido algo que ver, obraron con encomiable prudencia al evitar airearlo.

Tres años después de la caza de Roncesvalles, como la llama el romancero, Córdoba decide terminar con la situación de rebeldía generalizada en el valle del Ebro. El emir Hixam I en persona se pone a la cabeza del ejército y marcha primero contra Zaragoza, para castigar la desobediencia del valiato. Toma después Calahorra y Pamplona, imponiéndoles sendos tenientes musulmanes y regresa a Córdoba con rehenes. El dominio del islam en la Vasconia oriental la separa definitivamente de la occidental, alineada con los astures a través de la persona de Alfonso II. A partir de 781, las expediciones árabes contra los vascones se centran en Álava. El control de la Vasconia oriental se encomienda a los Banu-Qasi, los muladíes de Tudela. A finales del siglo VIII gobierna Pamplona un biznieto del renegado Casio, Mutarrif ben Musa, cuyo padre, Musa ben Fortún, había sometido Zaragoza a Hixam.

Pero ahora va a entrar en escena un personaje inesperado. Musa ben Fortún había casado con la viuda del conde aquitano de Bigorra, de la que tuvo, además de Mutarrif, otro hijo llamado Musa ben Musa. Esta mujer, una vascona cristiana llamada Oneca, tenía un vástago de su matrimonio anterior, un niño llamado Eneco (Íñigo), al que se conocía también por el sobrenombre de Arista. Tal apodo parece relacionado con el eusquera haristia (el robledo), lo que indicaría que su madre, Oneca, procedía del saltus. Es curiosa la simetría que presenta la figura de Íñigo Arista respecto a la de Alfonso II de Asturias. Algo más joven que este, creció lejos de su madre, entre los wascones de Bigorra. Las redes de parentesco en que se vio inmerso desde su nacimiento ponían a Íñigo en relación privilegiada con los aquitanos, con los vascones y con sus hermanos por vía materna, los Banu-Qasi. Supo sacar partido de estas circunstancias.

En 798, los cristianos de Pamplona, incitados por los francos, se rebelaron contra los muladíes y asesinaron a Mutarrif. Con el pretexto de vengar a su hermano, Íñigo puso cerco a la ciudad con fuerzas aquitanas y, presumiblemente, con muladíes vascones de los Banu-Qasi. Logró rendir la ciudad, se apoderó de ella y se proclamó rey. A partir del último año del siglo, la Vasconia oriental quedó dividida en dos reinos estrechamente federados: el reino cristiano de Pamplona, bajo Íñigo Arista, y el muladí, con capital en Tudela, gobernado por Musa ben Musa. La relación entre ambos reyezuelos era excelente. No así la que mantuvieron con Córdoba. El emir al-Hakam, irritado por la coalición de los dos hijos de la vascona Oneca, envió contra ellos en 801 un ejército al mando de uno de sus propios hijos, el príncipe Muawiya, poco ducho en las artes militares. Los de Íñigo y Musa, con el apoyo de los vascones occidentales, lo destrozaron en las Conchas de Arganzón.

Al-Hakam sustituyó entonces a Muawiya por el más experimentado de sus generales, el muladí Amrús (Ambrosio), que tomó Tudela y la fortificó, dejando en ella una guarnición cordobesa mientras se dirigía a hacer lo propio con Pamplona. Arista y los Banu-Qasi recobraron enseguida la ciudad, pero el contraataque de Amrús fue fulminante. Íñigo salió huyendo hacia Pamplona y se avino a ponerse bajo la protección de Carlomagno. Musa no tuvo otro remedio que someterse de nuevo al emir de al-Ándalus. Aparentemente, la coalición de los reinos de Pamplona y Tudela se rompió, pero sus reyes evitaron enfrentarse. Muy al contrario, fortalecieron su vinculación personal al tomar Musa por esposa a una hija de Íñigo, Asona, sobrina suya. A la muerte de Amrús en Zaragoza, hacia el año 808, se sintieron lo bastante fuertes como para volver a la alianza de familia, lo que, en el caso de Íñigo, supuso el alejamiento de los francos.

Estos se disgustaron seriamente. En 812, Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, tomó Pamplona y encomendó su gobierno a un noble local partidario de los francos, un tal Belasco, que aún seguía rigiéndola en 816. Íñigo buscó refugio junto a su hermano y, a la vez, yerno. En 824, Aristas y Banu-Qasis unidos consiguieron levantar a los vascones contra los francos. En el curso de la sublevación hicieron prisioneros a dos condes francos, Eblo y Aznar (aunque el nombre de este último sugiere que podría tratarse de un aquitano). Íñigo recuperó su reino, pero un gesto de Musa indica que la alianza de familia no era ya tan firme e incondicional como antes. Al repartirse los condes prisioneros, con vistas a pedir un fuerte rescate a los francos, Musa se quedó con Eblo e Íñigo con Aznar. Sin embargo, Musa no negoció con los francos la devolución de su rehén: se lo envió al emir de Córdoba como muestra de sumisión. Tal vez pensara que los Arista no podían ofrecerle ya un respaldo suficiente y quisiera congraciarse con el emirato al mismo tiempo que reponía a su hermano Íñigo en el trono de Pamplona (lo que era evidente que no iba a entusiasmar a los cordobeses). Musa comenzaba a jugar con dos barajas: el cariño fraterno es lo primero, pero business is business.

En cualquier caso, desde que los francos destronaron a Íñigo, el emir no parecía muy dispuesto a distraerse de asuntos más urgentes por los contubernios endogámicos de Aristas y Banu-Qasis en la remota Vasconia oriental. Hacía tiempo que aquella engorrosa familia se cocía en su propia salsa, lo que era muy de agradecer, teniendo en cuenta que quien verdaderamente le causaba problemas era Alfonso II, el rey medio vascón de Asturias. Los esfuerzos bélicos del emirato se dirigían a frenar la expansión del reino astur, que ya abarcaba desde Finisterre al Ebro y amenazaba extenderse hasta el valle del Duero.

En 841 Íñigo Arista, con más de setenta años y aquejado de una parálisis, deja el gobierno del reino de Pamplona en manos de su primogénito, García Iñiguez. Quizá el ascendiente del joven Arista sobre su hermana Asona fuera tan grande que, a través de ella, lograra convencer a su tío y cuñado, Musa ben Musa, de romper su dependencia de Córdoba y reconstruir la antigua coalición entre sus respectivos reinos, para arrebatar juntos al valiato de Zaragoza la comarca de Huesca. Posiblemente, el proyecto de García era la creación de un gran reino vascón en el valle del Ebro, a expensas de los musulmanes, para adelantarse a la previsible expansión de los condados aragoneses protegidos por los francos. El hecho es que Musa se subleva ese mismo año contra el emirato. Un hijo de Abderramán II, Muhammad, pone sitio a Tudela y obliga a Musa a huir a Pamplona. Dos años después, los cordobeses aplastan al ejército de los Banu-Qasi y los Arista en las cercanías de Tudela. Muere en la batalla Fortún Íñiguez, segundón de Íñigo Arista.

Musa volvió por enésima vez a la obediencia cordobesa, pero Abderramán II, que no se fiaba lo más mínimo de sus intenciones, le exigió una ruptura abierta con el reino de Pamplona. El rey Banu-Qasi atacó entonces los dominios de García Iñiguez. Este, gracias a la inteligente política exterior de su familia, se había quedado sin aliados. A la desesperada, pidió ayuda a los asturianos. Ramiro I, que el año anterior había sucedido a su longevo padre, Alfonso II, y era de edad ya provecta, envió contra Musa a su hijo Ordoño, que entró en las tierras meridionales de los Banu-Qasi y sitió la fortaleza de Albelda, en La Rioja baja. El rey muladí abandonó de inmediato la campaña contra Pamplona y acudió en socorro de los sitiados. Ordoño destrozó sus filas en Clavijo, el 23 de mayo de 844.

La batalla de Clavijo, a la que asocian las leyendas del tributo de las cien doncellas y de la aparición del apóstol Santiago, selló la enemistad definitiva entre Aristas y Banu-Qasis, ninguno de los cuales tenía por delante un futuro prometedor. Cuando en 856 los vikingos suban por el Ebro y secuestren a García Iñiguez, Musa no hará nada por rescatarlo. El ya anciano reyezuelo de Tudela bastante tenía con preocuparse de su porvenir inmediato, porque cada día eran más abundantes y claros los síntomas de la inquina que le había ido tomando Abderramán II. Sin embargo, a este le molestaban más los Arista. En 860 les arrebató varias ciudades de la ribera y se llevó cautivo a Córdoba al sucesor de García Iñiguez, Fortún Garcés, alias el Tuerto. La desesperación impulsó a Musa a una última sublevación en 862, pero murió ese mismo año. El emirato permitió subsistir a la dinastía de Casio en la persona de Lubb, primogénito de Musa, pero al mismo tiempo fue preparando su relevo por un clan rival, los Tuyibíes.

Durante el cautiverio de Fortún el Tuerto en Córdoba, lo acompañó una de sus hijas llamada Oneca, como la matriarca de los Arista. El hijo mayor del emir Muhammad, Abdallah, engendró en ella un varón, que nació en 864. Abdallah fue emir, pero su hijo Muhammad, habido con Oneca, no llegaría a reinar. Sin embargo, fue padre de Abderramán III, el primer califa de al-Ándalus y constructor de Medina Azahara. A través de Oneca, la oscura dinastía vascona entroncó con los Omeya, directos descendientes del profeta, aunque no estuvieran ya en sus mejores tiempos. Como cualquier español, Abderramán III pudo presumir de abuela vasca.

Probablemente Oneca consiguió del emir Muhammad la libertad de su padre. Regresó con él a Pamplona en 880, después de obtener la carta de repudio del príncipe Abdallah y contrajo nuevas nupcias con su primo Aznar Sánchez. En cuanto a Fortún el Tuerto, reinó en Pamplona hasta 905, guardando hasta entonces una subordinación deferencial al emirato. En ese año fue derrocado por Sancho Garcés, descendiente de los Jimeno, que habían ostentado el poder en el reino durante el largo cautiverio de Fortún. La llegada al trono de la dinastía Jimena implicó un cambio radical de alianzas. Escarmentados por la desastrosa historia de los Arista, se arrimaron a los asturleoneses y a los francos y mostraron hacia Córdoba una comedida hostilidad que terminó siendo colaboración vergonzante. Porque Sancho Garcés casó con una nieta del rey depuesto, Toda Aznárez, que era hija de Oneca y de Aznar Sánchez. La reina Toda se esmeró en mantener con su sobrino carnal, Abderramán III, una relación bastante distendida y cordial. En 960, casi al final de la vida de ambos, el califa cordobés le ayudaría a devolver el trono leonés a su nieto Sancho I el Craso, una nulidad catastrófica que había sido destronado dos años antes por la nobleza del reino. Todo quedaba en familia.

Un breve repaso a la onomástica de los protagonistas de esta historia podría ser de utilidad para llegar a algunas conclusiones acerca de las culturas del territorio vascón en los dos siglos posteriores a la invasión musulmana. Lo primero que resalta es la ausencia de nombres clásicos latinos en la esfera del poder político. Contrasta con la abundancia de ellos en la baja antigüedad y época visigótica entre los vascones del ager. ¿Significa esto que la cultura románica se había esfumado de repente? Ni mucho menos. Los usos onomásticos tradicionales perduraron en la población cristiana del valle del Ebro, pero bajo la dominación musulmana el conjunto de la población hispanorromana que permaneció fiel a la iglesia se convirtió en mozárabe, es decir, quedó en una situación de subalternidad social e invisibilidad pública, sometida a la capitación fiscal que les imponían los gobernantes musulmanes con el objetivo de acelerar su asimilación. El único nombre latino (clásico, no necesariamente cristiano) que aparece en esta historia del poder es el de Casius o Casio, el fundador de la dinastía muladí, que permanece en el nombre del linaje bajo su forma arabizada, Qasi. Sus descendientes llevan nombres árabes (Mutarrif, Musa, Lubb, Muhammad) con la excepción de ese Fortún que aparece en forma patronímica en el del padre de Mutarrif y Musa ben Musa, y que es un nombre vascón. Probablemente el de un hijo de Casio nacido antes de la invasión musulmana.

Los nombres de los Arista son, sin excepción, eusquéricos o aquitanos. El abrumador predominio de estos en las dos dinastías no tiene otra interpretación posible que la que sugirieron en su día Barbero y Vigil. La desaparición del poder visigótico impulsó a las gentes del saltus vascón a rebasar sus límites geográficos y a expandirse en dirección al ager. No es de extrañar que Aristas y Jimenos comiencen por enseñorearse de Pamplona. La antigua ciudad de Pompeyo era para ellos el símbolo a la vez odiado y deseado del poder extranjero, romano o visigodo, que los había confinado en sus montañas. Si los musulmanes no pudieron seguir haciéndolo fue porque el gobierno de la Marca vascónica se encomendó a una familia de contemporizadores con una red bien asentada de relaciones agnaticias y clientelares en toda la región. Los Banu-Qasi nunca dejaron de hacer un doble juego; los Arista tampoco. No eran gente de fiar, como pensaban de ellos tanto los cordobeses como los francos y, por supuesto, los asturianos. En estos se perpetúa la onomástica goda, y, desde Alfonso II al menos, sus posiciones son inequívocas: lealtad a sus aliados francos y beligerancia absoluta frente al islam. Con Carlomagno contra Mahoma. La permanente ambigüedad de los Arista y Banu-Qasi acarreó su ruina, pero disfrutaron del dominio de la Vasconia oriental por una temporada bastante larga. Conociéndolos, nadie habría apostado que durarían tanto.

WASCONES, FRANCOS Y VIKINGOS

A comienzos del siglo VIII, los descendientes de la dinastía merovingia habían dejado la responsabilidad del gobierno en manos de sus mayordomos de palacio, más enérgicos y amigos de guerrear que sus señores, conocidos en la historia como los reyes holgazanes. Los generales encargados de proteger las fronteras gobernaban sus propias regiones con desapego más o menos ostentoso a unos monarcas cuya autoridad solo reconocían formalmente. Apuntaba ya el feudalismo, que permitía a los vasallos poderosos imponer sus condiciones a los reyes. Al sur del Garona, en la Aquitania original, había surgido un ducado de Gascuña o Wasconia bajo duques posiblemente autóctonos. Se tiene una vaga noticia de uno de ellos, quizá el primero, que intervino en la sublevación de la Septimania contra Wamba, en el año 672. Las crónicas lo llaman Lupo.

En el año 714 murió el mayordomo Pipino de Heristal, que había gobernado el reino en nombre del hijo de Dagoberto, el príncipe Chilperico, al que se había obligado a ingresar en un convento siendo aún niño. La viuda de Pipino, Plectruda, trató de conservar el cargo para su hijo Thiaud, pero se vio atrapada entre dos rebeliones, la del conde Raginfrido y la simultánea de Carlos Martel, bastardo de Pipino. Ambos se proclamaron mayordomos. Carlos Martel se apoderó de Austrasia y Raginfrido de Neustria. El conde sacó del convento a Chilperico, que se proclamó rey (segundo de su nombre) e invadió Austrasia, pero fue vencido por Carlos Martel y se retiró a Neustria. Desde allí pidió ayuda al dux Eudon o Eudes, que gobernaba Aquitania. Este unió sus fuerzas a las de Raginfrido y el rey. Carlos Martel los derrotó en Soissons (718). Respetó la vida de Chilperico, pero nombró en su lugar otro rey, Clotario IV. Sin embargo, Clotario moriría ese mismo año, y Carlos Martel tuvo que aceptar que el trono pasara otra vez a Chilperico, que lo ocuparía hasta su muerte en 721. Con Eudon, Carlos Martel firmó la paz en 720.

Al año siguiente, Eudon derrota en Tolosa a los musulmanes que habían ocupado la Septimania, pero poco después se alía con el gobernador bereber de Septimania, a quien entrega su hija como esposa. En 730, Carlos Martel cruza el Loira e invade la Aquitania superior para castigar lo que considera una traición del dux al tratado de 720. Entonces Eudon pide al emir cordobés que lo socorra y le abre los pasos pirenaicos. Un ejército de sesenta mil guerreros musulmanes entra en las Galias por Aquitania, saqueándolo todo a su paso y arrollando a los wascones de Eudon. Queman las iglesias de Burdeos y se encaminan hacia Tours. Carlos Martel sale a su encuentro en Poitiers y causa tal estrago en los invasores que los obliga a volver precipitadamente a al-Ándalus. En 735 muere Eudon, y Carlos Martel entrega el ducado al franco Hunaldo.

¿Quién era este Eudon? Algunos cronistas lo suponen wascón, acaso hijo de Lupo, pero otros le atribuyen ascendencia franca. Alguna fuente lo sitúa en Pamplona, el año 711, luchando contra Rodrigo. Este sombrío origen, así como su entendimiento con los musulmanes, inspiraron a Francisco Navarro Villoslada la figura del conde aquitano Eudon, el gran traidor de Amaya o los vascos en el siglo VIII, que resulta ser un judío conchabado con los moros para entregarles Vasconia.

A la muerte de Chilperico II, Carlos Martel había hecho coronar a Teodorico IV, un adolescente al que manejó a su antojo. Cuando murió Teodorico, en 737, Carlos mandó al sucesor de este, Childerico, a un monasterio, y dejó el trono vacío, para demostrar que se podía prescindir perfectamente de los inútiles reyes merovingios. Antes de morir él mismo, en 741, confió el gobierno de Austrasia a su primogénito Carlomán, y el de Neustria a su otro hijo Pipino. El mayor optó por la vida monástica y dejó su cargo al menor. Pipino, convertido en mayordomo de ambos reinos, exclaustró a Childerico y lo hizo rey, pero solo como una argucia para evitar que lo consideraran un usurpador, porque en 751 consiguió del papa Zacarías la bula que le permitió destronar al último merivingio y coronarse él mismo como rey de los francos con el nombre de Pipino III, conocido como el Breve, no por la duración de su reinado, sino por su complexión más bien enclenque y canija.

Durante todo el reinado de Pipino, Aquitania permanece en abierta rebeldía. Gaifero, hijo de Hunaldo, acaudilló a los wascones en una guerra prolongada contra el nuevo rey, invadiendo los dominios de este en Borgoña en varias ocasiones. Fue asesinado en 768 por su guardia, sobornada por Pipino, que apenas le sobrevivió unos meses.

Pipino dividió el reino entre sus hijos Carlos y Carlomán. Este último murió al poco tiempo, permitiendo a su hermano alzarse como rey único de los francos. Carlos no recibió el sobrenombre de Magno por su grandeza histórica o moral, sino por su gran tamaño y corpulencia, heredados de su madre, Bertrada de Laón, llamada cariñosamente por la posteridad la Gran Berta o Berta la del Gran Pie. Su augusto marido y ella debían de formar una curiosa pareja.

Apenas ocupó el trono, Carlomagno se enfrentó con el hijo de Gaifero, Hunaldo II, al que hizo retroceder más allá del Garona. Inició entonces una estrategia del control de territorio que consistía en rodear los ducados díscolos con otros leales. Pocos años después, en 781, el primogénito de Carlomagno, Ludovico Pío, recibe el título de rey de Aquitania, y se le encomienda el gobierno de toda la región, desde el Loira, además de la franja pirenaica. Nombra un nuevo duque de Tolosa, Guillermo, primo de Carlomagno y, apoyándose en los condes del Pirineo oriental, emprende el cerco de los musulmanes de Septimania con el objetivo de arrebatarles la antigua circunscripción goda y crear una Marca Hispánica con capital en Barcelona.

En 812, Ludovico Pío quitó Pamplona a Íñigo Arista y dejó en ella como gobernador a un aliado vascón llamado Belasco, que consiguió retenerla durante una docena de años, pero fue desentendiéndose de la política aquitana, a medida que el declive de Carlomagno le empujaba a asegurarse la sucesión. A la muerte de su padre en 814 accede al trono imperial y deja el reino de Aquitania, que incluía ya la Marca Hispánica, a su hijo Pipino. La llegada de este suscita un nuevo clima de rebelión entre los wascones, dirigidos por dos cabecillas llamados Lupo Centullo y Gavando. Ante la manifiesta incapacidad de Pipino, Ludovico Pío interviene personalmente para apaciguar la rebelión. Diez años después, en 824, deberá hacerlo en Hispania, donde los Arista y los Banu-Qasi unidos se disponen a arrebatar Pamplona a los testaferros de los francos. Es entonces cuando envía a los duques Eblo y Aznar, que caerán en manos de Íñigo y Musa. Quizá trataba de crear dos ducados en la Vasconia oriental, como lo había hecho su padre en Burdeos y Tolosa, para contener el ascenso de Musa. La operación, en cualquier caso, fracasó.

Ludovico Pío depone entonces al ineficaz Pipino de Aquitania y nombra en su lugar a otro de sus hijos, Carlos, pero los hijos de su primera mujer, sintiéndose injustamente preteridos, se rebelan contra su padre, con el apoyo de Pipino. Uno de ellos, Lotario, encierra a Judit, madre de Carlos, en un convento, y mantiene a Ludovico Pío prisionero en palacio. Finalmente, en virtud del tratado de Verdún (830), Carlos recibe el occidente de Francia (Austrasia, Neustria y Aquitania), Lotario el norte de Italia y Borgoña (la Lotaringia), y Ludovico el Germánico, Alemania. En 875, ya al final de su vida, Carlos accederá al trono del imperio, con el nombre de Carlos II, apodado el Calvo. No porque hubiera perdido el pelo: sobrenombres como el Calvo y el Casto no tienen que ver con la alopecia o la castidad, sino con la condición de segundón. Equivalen a menor, niño o infante.

Carlos confió Aquitania a su hijo Ludovico el Tartamudo, que reinó solo un par de años. Sus hijos pelearon entre sí por el reino mientras los wascones se levantaban en armas una y otra vez. Hacia mediados de siglo regía la Aquitania inferior, como conde de Gascuña, un vascón llamado Sancho Sánchez. En 888, el primogénito del duque de Flandes, Odón, se proclama rey de Aquitania.

Pero el valor de tales títulos era ya muy discutible. A lo largo de la primera mitad del siglo X aparecerán diversos personajes que se hacen llamar duques de Aquitania, de Gascuña, de Poitou o de Burdeos. Entre ellos, Guillermo el Mozo, que permitió a los vikingos atravesar sus tierras para atacar Borgoña en 924.

A mediados de siglo, ostentaba el título de duque de Gascuña y conde de Burdeos Guillermo Sánchez, un Jimeno, hijo de Sancho I Garcés, casado con Urraca, hermana de Sancho II Abarca, rey de Navarra, y viuda del conde de Castilla Fernán González. Su hijo Sancho Guillermo murió sin descendencia. El ducado pasó a su hermana Brisce, esposa de Guillermo, conde Poitiers, que defenderá los derechos de su mujer contra las pretensiones del rey vascón Sancho III el Mayor.

A lo largo del siglo IX Aquitania sufrió diversas incursiones de los piratas vikingos, que llegaron a crear un reino independiente en Normandía aprovechándose de la crisis del imperio franco, pero jamás supusieron una amenaza seria para el imperio carolingio. No eran invasores, sino piratas y comerciantes que, a lo sumo, se apoderaban de enclaves costeros desde donde preparaban sus correrías. Su empresa de más envergadura fue la creación del reino vikingo de Normandía, pero allí se convirtieron al cristianismo y fueron incorporados al reino franco como un ducado más. En el siglo XI, los normandos conquistaron Sicilia e Inglaterra, donde crearon sendos reinos feudatarios del rey de Francia. La influencia de los vikingos en Aquitania y en la Vasconia peninsular, víctimas ocasionales de sus rapiñas, fue nula. No fueron lo que se dice grandes portadores de civilización, pero Bayona les debe su único santo, san León obispo, asesinado por ellos en 845.

LA DINASTÍA JIMENA

Con Sancho I Garcés, el reino de Pamplona se convierte en reino de Navarra, al ampliarse hacia el suroeste después de la conquista de los territorios musulmanes de La Rioja alta y el traslado de la corte a Nájera. Murió Sancho en 925, dejando el trono a su hijo García I Sánchez, que recibió de su mujer, Andregoto Galíndez, los condados aragoneses, pero los perdió por declararse nulo el matrimonio. Reinó hasta 970, aunque solo desde 933 de forma efectiva, y gran parte del reinado bajo la fuerte influencia de su madre, Toda Aznárez, que impuso una política propicia al entendimiento con Córdoba tras la participación de García en la batalla de Simancas (939) junto a su cuñado Ramiro II de León. La enérgica viuda de Sancho I jugó también un papel decisivo en las alianzas matrimoniales de la familia Jimena hasta muy avanzada la centuria. En 960, García creó el pequeño reino de Viguera, al frente del cual puso a su hijo Ramiro Garcés, como cuña entre las posesiones riojanas de los Banu-Qasi y La Rioja alta.

A su otro hijo, Sancho II Garcés, llamado Abarca, le encomendó el gobierno del viejo reino de Pamplona mientras él mantenía su corte en Nájera. Sancho Abarca le sucedió en 970, heredando de su madrastra, Teresa Ramírez, los condados aragoneses. Fue el primero que usó el título de rey de Navarra. Durante su reinado, Navarra sufrió las devastadoras aceifas de Almanzor, que llegó a tomar Pamplona. Sancho Abarca acudió a Córdoba a rendir homenaje de sumisión al califa al-Hakam y dio a una de sus hijas como esposa a Almanzor. Esta fue madre del califa Abderramán IV, llamado Sanchuelo. A Sancho II le sucedió en 994 su hijo García II Sánchez, el Temblón, hijo de Urraca Fernández y nieto de Fernán González, conde de Castilla. Se declaró independiente de Córdoba, pero ante la inmediata respuesta militar de Almanzor, renovó el vasallaje al califa en 996. Sus tropas mataron en Calatayud al hermano de Almanzor, que se vengó haciendo decapitar a cincuenta caballeros navarros. García el Temblón murió en el año 1004, dejando el trono a su hijo Sancho III Garcés, que a la sazón contaba doce años.

Sancho III el Mayor ha adquirido dimensiones míticas en la tradición vasquista por haber sido supuestamente el forjador del más extenso estado vasco de la historia, pero no está claro que forjara estado alguno. Acumuló posesiones, algunas de ellas en forma condicionada y transitoria. Más que de estado, cabe hablar de una agregación de territorios que siguieron conservando su personalidad jurídica y política sin incorporarse al patrimonio territorial navarro, que, a su muerte, no era mucho más amplio que en tiempos de su progenitor. Es indiscutible, sin embargo, que alcanzó un poder superior al de cualquier monarca vascón hasta entonces.

En realidad, durante su reinado dio sus frutos la política matrimonial de los Jimeno emprendida por su tatarabuela, Toda Aznárez. Tuvo además la suerte de que el califato cordobés, que había llegado a la cota más alta de su hegemonía peninsular gracias a Almanzor, se derrumbara rápidamente tras la muerte del caudillo árabe, disgregándose en pequeños reinos de taifas, lo que le permitió zafarse del vasallaje rendido a los califas por su abuelo y su padre.

Antes de morir en 1035, Sancho III dividió sus posesiones entre sus hijos García, Fernando y Ramiro. Al primero de ellos, su primogénito, le correspondió el reino de Navarra; a Fernando, el condado de Castilla, y a Ramiro, los de Aragón. Los restos del rey Sancho fueron depositados en el panteón de los condes castellanos, dentro del monasterio de Oña. Fue sin duda Fernando quien lo decidió así, porque el simbolismo de la inhumación del monarca navarro en el panteón condal facilitó la inmediata promoción de Castilla a reino y su propia proclamación como rey.

Fue un gesto no desprovisto de consecuencias en una lejana posteridad. Sancho el Mayor no ha resultado ser un mito histórico rentable para el nacionalismo vasco, dada la fragilidad del argumento que lo presenta como creador de un primer estado de todos los pueblos de Vasconia, incluidos los wascones aquitanos. Las posesiones de Sancho se extendieron por un territorio muy amplio, que abarcaba Navarra, Castilla, Álava, parte de Aragón y la mayoría de las tierras del reino leonés, pero nunca logró hacerse con el ducado de Gascuña. Los nacionalistas vascos insisten en que unió la Vasconia occidental y la oriental, pero esto no fue así: el antiguo condado de Álava siguió vinculado a Castilla durante todo su reinado, aunque, como algunos sostienen, parece que Sancho estableció tenencias navarras en la zona del saltus occidental. Unos afirman que hasta el río Deva y otros que hasta Durango, en el riñón de Vizcaya. Lo cierto es que, en su testamento, concedió a su hijo García algunos territorios castellanos, lo que no le hizo ningún favor, porque Fernando I no tardó en reclamárselos a su hermano, dando lugar a una guerra entre el neonato reino de Castilla y el de Navarra que culminó en la batalla de Atapuerca (1054), en la que García (es decir, García III Sánchez, llamado también don García el de Nájera) perdió la vida.

Con todo, el mito nacionalista vasco de Sancho el Mayor parece haber tenido más fuerza en la Navarra contemporánea que en el nacionalismo originario, vascongado. Sabino Arana nunca se preocupó de Sancho el Mayor, ni lo hicieron los nacionalistas de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, antes de la aparición del nacionalismo vasco revolucionario de la década de 1960. El primer lehendakari (presidente) del gobierno autónomo vasco en la transición posfranquista a la democracia, Carlos Garaicoechea, reclamó la unión en una sola circunscripción autonómica de las tierras vascas del reino de Sancho el Mayor. Pero Garaicoechea era navarro. La retórica mayoritaria en el partido del lehendakari, o sea, en el Partido Nacionalista Vasco, no era esa, empezando por la de su presidente, el guipuzcoano Xabier Arzalluz. En Navarra, la reclamación de Garaicoechea se interpretó, muy correctamente, como una propuesta de anexión del viejo reino por Euskadi, un proyecto de nación con denominación de origen bilbaína, y no hizo sino fortalecer el navarrismo integral. En los últimos años, coincidiendo con el milenario de la llegada al trono navarro de Sancho III, el nacionalismo radical vasco en Navarra ha desempolvado el mito del primer estado vasco, pero con escaso éxito fuera del ámbito de sus seguidores. No obstante, el síndrome de Sancho el Mayor parece consustancial al nacionalismo radical incluso en la comunidad autónoma vasca, donde la coalición de partidos independentistas, Bildu, está presidida por una hija de Navarra, la estellesa Laura Mintegui.

Mayor eficacia tuvo la explotación del mito dinástico de Sancho el Mayor en el unitarismo hispánico auspiciado por Castilla. Tanto Rodrigo Ximénez de Rada, el gran defensor de la idea de Reconquista —la restitutio Hispaniae— como Alfonso X exaltaron la figura del monarca navarro como origen común de las dinastías de todos los reinos hispánicos, y así pasó a la cronística posterior. Lo bueno de los vascones es que lo mismo sirven para un roto que para un descosido.

A la muerte de García III subió al trono navarro su hijo Sancho IV Garcés el Noble, es decir, Sancho el de Peñalén. Su madre, Estefanía de Foix, se ocupó de la regencia durante sus primeros años. Hizo construir la iglesia de Santa María la Real de Nájera, para enterrar en ella a su esposo, del que Sancho IV había recibido la herencia envenenada de las posesiones reclamadas por Castilla, lo que le obligó a reforzar la frontera occidental. Desde 1063 se enfrentó con su primo Sancho I Ramírez de Aragón, hijo de Ramiro I, por los territorios de la taifa de Zaragoza. El rey aragonés se alió con otro primo de ambos, Sancho II de Castilla, hijo de Fernando I, que pretendía arrebatar a Navarra las tierras en litigio desde la muerte de Sancho el Mayor. Esta doble disputa dio lugar a la llamada guerra de los Tres Sanchos, en la que el navarro resultó vencedor.

El 4 de junio de 1076 Sancho IV fue asesinado en Peñalén, cerca de Funes, durante una cacería. Su hermano Ramón lo precipitó desde un peñasco. El crimen fue urdido por Ramón y otra hermana del rey, Ermesinda, que se apresuraron a buscar amparo en Castilla y Aragón. Se difundió posteriormente la leyenda de que el señor de Funes, a cuya esposa habría violado Sancho (que gozaba de una reputación pésima), lo habría empujado al vacío exclamando mientras lo hacía: “¡A rey falso, vasallo traidor!”. La leyenda, más o menos inspirada en la tradición bíblica y clásica, huele a infundio desde lejos.

Y así terminó la dinastía Jimena. En cuanto se tuvo noticia de la muerte de Sancho IV, los reyes de Castilla y León y de Aragón, Alfonso VI y Sancho II, invadieron Navarra y se la repartieron. Sancho se quedó con las tierras del antiguo reino de Pamplona, y Alfonso con La Rioja alta. Un pequeño enclave dependiente del rey castellano-leonés, el llamado condado de Navarra, subsistió durante algunos años en las cercanías de Pamplona.