Va siendo habitual comenzar cada capítulo con una referencia a los mitos y prejuicios que han embarullado la historia de Vasconia. En este, trataremos de uno de rango secundario, porque la época visigótica no tiene el mismo peso simbólico que la prehistoria o la romanización respecto a la identidad vasca. Hay todavía gentes para las que es necesario sostener que los cazadores del Paleolítico eran tan vascos como los jugadores del Athletic de Bilbao o que los romanos no pasaron de Pancorbo, pero a quienes lo que ocurriera después no parece importarles demasiado.
Sin embargo, durante bastantes años, la cuestión más debatida sobre el periodo comprendido entre la invasión de los bárbaros y la de los musulmanes ha sido la siguiente: ¿aprovecharon los vascones el vacío de poder subsiguiente a la caída del imperio romano para extenderse al oeste y vasconizar la depresión occidental? Esa fue precisamente la tesis que sostuvo Claudio Sánchez Albornoz. Lo inconcebible es que haya hecho perder el tiempo a tanta gente.
Es una tesis un poco maniática. No hay pruebas serias a favor (ni en contra). Lo más probable es que nunca las haya. Tiene un trasfondo ideológico tan evidente que lo mejor sería olvidarse de ella, pero sigue coleando. En resumen: Sánchez Albornoz, hondamente preocupado (y ofendido) por la compulsiva obsesión nacionalista (vasca) por anexionar Navarra a Euskadi en aras de la restauración de una primitiva unidad étnica, sostuvo que tal unidad es un mito muy moderno. Autrigones, caristios y várdulos eran pueblos distintos de los vascones y hablaban lenguas diferentes de la de estos (es decir, del eusquera). Quizá fuesen lenguas celtas. Indoeuropeas, en todo caso. ¿Por qué entonces várdulos y caristios aparecen en la Edad Media hablando vasco? Muy sencillo: porque no eran várdulos ni caristios, sino vascones que se habían desplazado al oeste, expulsando a los antiguos ocupantes hacia las tierras de los autrigones. Sánchez Albornoz creía ver en el adjetivo “vascongado” una prueba duradera de su teoría. Las Vascongadas no serían una región originalmente vascona, sino “vascongada” o “vasconizada” desde fuera.
Lo curioso es que para explicar un cambio de lengua haya que inventarse una invasión. Los pueblos pueden cambiar de lengua sin necesidad de que los invadan. Pueden adoptar una lengua ajena por motivos de prestigio o por otros más pragmáticos (para comerciar, por ejemplo). Los casos abundan sin salir de la península ibérica. Castilla no tuvo que ocupar León ni Aragón para extender a ambos reinos su lengua. Aragoneses y leoneses adoptaron el castellano como una lengua de relación, como una koiné. A partir de ese momento, la castellanización lingüística de sus respectivas poblaciones fue muy rápida.
Ahora bien, Sánchez Albornoz necesitaba una invasión en toda regla, y no se privó de inventarla. Habría tenido lugar entre los siglos V y VI, cuando los vascones, libres ya del poder romano pero presionados por los godos, entraron en tierras de várdulos y caristios expulsando a estos hacia las de los autrigones. Por supuesto, no aportaba ninguna prueba de peso aunque recurriera a la autoridad de Schulten y de Gómez Moreno, que de este asunto sabían mucho menos que él mismo. Ya el título del trabajo en que sintetizó sus conclusiones era un trabalenguas autodenegatorio que habría encantado a cualquier psicoanalista: “Los vascones vasconizan la depresión vasca”. ¿Qué no se diría de un título como “Los iberos iberizan la depresión ibera”? Pero con los vascones, por aquello de su misterio insondable, vale cualquier cosa.
Como suele suceder en toda controversia histórica referente a los vascos, aunque trate del tiempo de los visigodos, la polémica se polariza en tendencias políticas opuestas. Si a Sánchez Albornoz lo apoyó el navarrismo integral, sus detractores provenían del nacionalismo vasco y de la izquierda. Uno de los primeros fue Julio Caro Baroja, que atravesaba entonces por una fase de simpatía hacia el vasquismo político; los otros, Vigil y Barbero, estaban ya enfrentados a Sánchez Albornoz por la cuestión de los orígenes del feudalismo hispánico.
La polémica, más o menos agria según el oponente de turno, fue decayendo y pareció olvidarse tras la muerte de la mayoría de quienes participaron en ella. Renació sin embargo al hilo de los descubrimientos arqueológicos de Agustín Azcárate en la necrópolis de Aldayeta, cercana a Vitoria, donde apareció, en más de un centenar de tumbas, un rico ajuar funerario de armas del siglo VI, desde espadas y puñales a espléndidas hachas de doble filo. Dado que los visigodos no solían enterrar a sus guerreros con armas, Azcárate avanzó la hipótesis, muy legítima, de que pudiera tratarse de vascones o francos. O de ambas cosas a la vez. Aunque Azcárate extremó la cautela para evitar ir más allá de la mera conjetura sobre la identidad étnica de los allí inhumados, otros creyeron ver en el hallazgo una confirmación de la tesis de Sánchez Albornoz.
Pero cien guerreros no son una invasión. En la agitada Hispania del siglo V, bandas de depredadores errantes recorrían el territorio pillando allí donde podían. En este capítulo intentaremos describir de forma escueta el estado actual de los conocimientos históricos sobre la Vasconia de la época, no muy favorable a las posiciones de don Claudio. Pero antes expondremos de modo sucinto una hipótesis, razonablemente económica a nuestro juicio, sobre el asunto de la presencia del eusquera en lo que Sánchez Albornoz llama “depresión vasca”.
En primer lugar, cabe argüir que los conceptos de ager y saltus no tienen por qué limitarse al territorio vascón. Son perfectamente extensibles al oeste. La Rioja alavesa, territorio de berones, era tan ager como La Rioja en su conjunto. Deobriga y Veleya eran ciudades de ager, como la Vareia berona, y también lo era el castro que se levantaba en Iruña, donde los visigodos fundarían Vitoriaco (Vitoria). Pero Leovigildo no fundó Vitoriaco porque se le ocurriera de repente que una ciudad podría quedar bonita y elegante en aquel lugar del norte de la llanada. Lo hizo para que siguiera cumpliendo la función del antiguo castro caristio / romano, una función análoga a la de Pompaelo en tierras vasconas: prevenir y contener las incursiones de las gentes del saltus.
Por otra parte, del saltus occidental lo ignoramos casi todo. La ausencia de ciudades y la escasez de testimonios de cultura material de época romana y visigótica obligan a fundamentar cualquier hipótesis en la toponimia y en la extrapolación más o menos arriesgada de la situación lingüística de épocas muy posteriores (solo poseemos datos seguros a partir de muy avanzada la Edad Media). Así procedió el propio Sánchez Albornoz. Podemos suponer que la población del saltus era menos numerosa que la del ager y que los autrigones de la franja costera estaban más profundamente romanizados que caristios y várdulos, por la influencia de la Colonia Flaviobriga. El Nervión representaba un obstáculo natural que impedía la extensión al este de dicha influencia. No era el caso del Bidasoa, que corría de este a oeste, sin establecer discontinuidad alguna entre várdulos y vascones. Por otra parte, el puerto de Oiasso no era un foco de romanización tan potente como Flaviobriga (y tampoco lo era Forua, en la ría de Guernica). Los contactos entre várdulos y vascones del saltus debían de ser mucho más frecuentes que entre ambos y sus homónimos del ager, que miraban con prevención a los montañeses. Una situación similar a la que muchos siglos después marcaría las relaciones entre los escoceses de las tierras bajas y los de las altas.
Con los caristios del saltus occidental sucedería algo parecido. Su contacto con los várdulos debió de ser más permanente e intenso que el que pudieron mantener por el oeste con los autrigones y, por el sur, con los caristios del ager. Dada la continuidad y la frecuencia de relaciones entre los distintos pueblos del saltus, se impone suponer que necesitarían recurrir a una lengua franca. Esta no podía ser el latín, a causa de su romanización deficitaria, pero sí una lengua mixta, un papiamento adoptado por cualquiera de ellos. Las lenguas francas no se quedan siempre en el nivel puramente instrumental de lenguas de relación (como ocurrió, por ejemplo, con el sabir de los puertos del Mediterráneo oriental). Pueden convertirse en auténticas koinés, como el swahili en las costas africanas del índico. Algo parecido a esto último debió de ocurrir con el eusquera o, más exactamente, con el protovasco.
Según los indicios toponímicos y epigráficos, este debió de surgir de una transacción entre el aquitano y el latín en la región central del Pirineo. No hay que pensar, a mi juicio, en una lengua franca, sino más bien en un proceso de romanización lingüística ralentizado, algo análogo a lo que sucede en Estados Unidos con el spanglish, que no es una lengua mixta, sino el índice de una situación transitoria en el proceso de asimilación de los hispanos. En algún momento, esta variedad romanizada del aquitano fue adoptada como lengua de relación por los vascones del saltus, que terminaron por convertirla en su lengua cotidiana. Con los várdulos debió de suceder otro tanto: la tomaron de los vascones como lengua de relación y terminaron por hacerla propia, y casi lo mismo puede decirse de los caristios del saltus occidental, que la recibieron de los várdulos. De este modo, el resultado de la latinización parcial de una pequeña lengua semiextinta, adoptado como lengua franca por los vascones del extremo oriental del saltus (comarca de Jaca y Pirineo oscense) fue corriéndose e implantándose hacia el oeste, hasta convertirse en la koiné del saltus oriental (vascón) y del occidental (várdulo y caristio). Quedaría por despejar la incógnita de la época en que tuvo lugar este proceso. Creo que hay que pensar en un periodo relativamente largo, multisecular, que no sería aventurado acotar, grosso modo, entre los siglos IV y VI o incluso VII, es decir, en la época de crisis terminal del imperio de occidente y de las invasiones bárbaras, prolongándose quizá bajo la hegemonía visigótica. Un periodo que coincide, y no por casualidad, con el del mayor aislamiento profiláctico del saltus, donde la anarquía y el caos propios de la época se exacerbaron, impulsando a los vascones de las montañas a rebasar sus límites geográficos, como pronto veremos.
La división más clásica de la historia en edades sitúa el comienzo de la Media en el año 476, cuando el rey hérulo Odoacro depuso al último emperador romano de occidente, Rómulo Augústulo, y envió sus insignias imperiales a Constantinopla, pero los historiadores españoles solían adelantar la fecha, para España, al año 409, en el que la Hispania romana sufrió la primera gran invasión de pueblos bárbaros. Esta indecisión cronológica denota la dificultad de caracterizar una época de transición que lo mismo podría llamarse tardoantigua que protomedieval, pero no hay por qué perderse en nominalismos. La crisis terminal del imperio de occidente había comenzado mucho antes, a mediados del siglo III, cuando la descomposición de un poder imperial sometido a las ambiciones pretorianas, la ineficacia de las instituciones públicas y la quiebra del orden social colapsaron el sistema. No solo se renunció a la expansión territorial, alimentada hasta entonces por el ideal de restaurar en oriente el imperio de Alejandro. Las fronteras se volvieron de repente porosas al gran desplazamiento de los pueblos europeos exteriores al imperio, la Völkerwanderung, provocado por la presión ejercida sobre estos por los nómadas de las estepas eurasiáticas.
En 254, siendo emperador Galieno, bandas de francos asolaron las Galias. Seis años después, penetraron en Hispania y llevaron el terror a la Tarraconense, pero no ocuparon el territorio. Avanzaron hacia el sur, destruyendo y saqueando, hasta que finalmente pasaron a África, donde su rastro se pierde. Más que de una invasión, se trató de una vasta expedición de rapiña, pero fue un anticipo muy revelador de lo que iba a ser el largo hundimiento del mundo romano. En este capítulo no hablaremos ya de autrigones, caristios y várdulos. Sus rasgos distintivos, poco marcados en lo que conocemos de la historia antigua, se desdibujan hasta desaparecer. Nos referiremos a todos los pueblos de la región como vascones, pero advirtiendo, como ya lo hicieron en su día Barbero y Vigil, que damos a tal denominación un sentido más geográfico que étnico.
Cabría traducir esta expresión latina por los vagantes o los errabundos, aunque se entendería mejor su significado si la hiciéramos equivaler a desarraigados, porque lo característico de los bagaudae parece haber sido la pérdida del arraigo en el campo o en las ciudades. Formaban un conjunto heterogéneo de esclavos fugitivos, campesinos expulsados de sus tierras por los grandes propietarios o por el hambre, proletariado urbano e incluso artesanos y pequeños comerciantes arruinados. La desesperación los lanzó sobre los campos de las Galias desde mediados del siglo III. Saqueaban las villas rurales, pero llegaron a atacar alguna ciudad importante, como Autun. Las legiones de Aureliano no pudieron acabar con ellos. En tiempos de Diocleciano se habían hecho ya con armamento arrebatado a los romanos y a las bandas bárbaras y poseían algo parecido a un ejército, que nombraba a sus propios Césares y augustos. Maximiano les presentó batalla en la confluencia entre el Marne y el Sena, y la carnicería que hizo en ellos fue lo suficientemente grande como para que se extendiera la oscura noticia de su aniquilación, pero resurgieron y se multiplicaron. A comienzos del siglo V infestaban de nuevo la Galia. El general Exuperancio los derrotó en 417 y, según Rutilio Namaciano, devolvió así la paz a los campos, evitando que, en adelante, los señores se convirtieran en esclavos de sus esclavos.
La jactanciosa apostilla del historiador apunta al trasfondo social de la revuelta y permite compararla con otra muy anterior: la llamada guerra servil de 73-71 a. de C., que enfrentó en Sicilia y la península itálica a las legiones republicanas con un ejército de cien mil hombres al mando de los gladiadores tracios Espartaco y Crixo, antiguos desertores de las tropas auxiliares romanas. Sin embargo, las diferencias son notables. El ejército de Espartaco estaba formado en su práctica totalidad por esclavos cuya aspiración era recobrar la libertad forzando a los romanos a abrirles paso hacia la frontera del Danubio. Querían huir de Roma, aunque tal proyecto se frustraría por la sed de venganza de Crixo y los contingentes galos, deseosos de destruir la ciudad odiada. Los ejércitos de los bagaudae comprendían a esclavos y hombres libres, estaban mucho más dispersos que las fuerzas de Espartaco y carecían de un jefe de su talla. Y, sobre todo, no tenían a dónde huir. La frontera del Rin hervía de germanos que pugnaban por entrar en las Galias y de legiones que intentaban en vano contenerlos. De ahí que se limitaran al saqueo de campos y pequeñas ciudades, eludiendo al ejército o atacando a las unidades aisladas. Los movía principalmente el revanchismo: odiaban el poder imperial, pero este les quedaba muy lejos. Su ira se volcaba sobre los terratenientes y el alto clero. Basándose en este último aspecto, Barbero y Vigil sugirieron la posible presencia de un ingrediente religioso en la revuelta, comparando su aversión a la jerarquía eclesial con la de los movimientos rigoristas de la época, como el donatismo y el montañismo. Aunque, a la hora de buscarle relación con alguno concreto, solo encontraron disponible el priscilianismo que campaba por entonces en Aquitania y el valle del Ebro.
El problema es que al priscilianismo se le ha relacionado también con otras cosas, como la supervivencia del paganismo campesino (a través del De correctione rusticorum de san Martín Dumiense), hasta el punto de convertirlo en un sospechoso comodín. Es cierto que priscilianistas y bagaudae coincidieron en los mismos territorios y por las mismas fechas, pero no hay más indicios que los relacionen que la inquina común a la jerarquía eclesiástica, lo que debía de ser un sentimiento muy extendido entre los pobres, fuesen o no bagaudae o priscilianistas, dada la estrecha alianza entre los obispos, los grandes propietarios y los representantes locales de la autoridad imperial. Hostilidad que no es más que el reflejo de la descomposición general de la sociedad romana, que se fracturaba sin remedio entre pobres y ricos.
A comienzos del otoño de 409, un inmenso conjunto de pueblos bárbaros que se agolpaban en el piedemonte septentrional del Pirineo logró forzar las defensas imperiales y entró en Hispania por el valle del Ebro. Los suevos y los vándalos eran germanos del Báltico; los alanos, sármatas de las estepas pónticas que habían sido expulsados hacia el valle del Vístula por los hunos. Entraron juntos en las Galias en 406, con los godos pisándoles los talones.
En Hispania se entregaron sin reposo a la destrucción y el saqueo hasta que, en 411, los romanos acordaron con ellos entregarles la mayor parte de la Península. A los suevos y a los vándalos asdingos les correspondió Gallecia; a los alanos, Lusitania y la Cartaginense, y a los vándalos silingos, la Bética. Solo la Tarraconense quedó bajo el dominio de Roma, que intentó en vano controlar el territorio con ayuda de los régulos visigodos de Provenza. Aprovechando la coyuntura, los bagaudae se extendieron por el valle del Ebro, cuya zona media estuvo sometida a sus correrías durante varias décadas. En 441, el dux Asturio emprende una campaña contra ellos, con escaso éxito. Dos años después, su yerno, el poeta y general Merobaudes, les inflige una terrible derrota, pero se reagrupan bajo un caudillo llamado Basilio y, en 449, aliados a los suevos de Rechiario, que habían invadido el valle del Ebro, asaltan Turiaso (Tarazona), donde exterminan a la guarnición (probablemente formada por godos federados con Roma) y asesinan al obispo. Pero este será su último estertor. Rechiario llega a un entendimiento con el enemigo, se casa con una hija del rey visigodo Teodorico II y se convierte al cristianismo. En 454, Federico, hermano de Teodorico, deshace el ejército de Basilio. En adelante, los bárbaros sustituirán a los romanos en el control militar de la Tarraconense, aunque seguirán haciéndolo, por breve tiempo ya, en nombre de Roma (sin embargo, no pudieron evitar el saqueo de las costas del golfo de Vizcaya, en 456, por una flotilla de naves hérulas). Destruidos los bagaudae, se abre el camino a su idealización retrospectiva, y así, en 496, el presbítero Salviano de Marsella pondera en su De gubernatione Dei la dignidad de quienes prefirieron la inseguridad y la muerte a la miserable sumisión a la condición servil.
¿Tuvieron alguna relación los bagaudae con los vascones? Sin duda, pues operaron en el territorio de estos últimos. Lo que no está claro es cuál fue el carácter de dicha relación. Es posible que allegaran efectivos entre los descontentos del ager, pero no parece que los vascones del saltus se les unieran. Aunque nada estorba suponer que pudieran ofrecer asilo a algunos restos del ejército de Basilio. Los historiadores Idacio y Orosio mencionan más de una vez a los aracelitanos como vinculados a los bagaudae. La derrota de estos por Merobaudes tuvo lugar en tierras de los aracelitanos, pero no es seguro que se refieran a los vascones de Araceli (Araquil), en las inmediaciones del saltus. No se registra presencia alguna de los bagaudae tan al norte. Es más lógico pensar que el nombre se refiera a los de Araciel, en el valle del Alhama, cerca de Graccurris.
A la muerte de Teodosio, en 385, el imperio se dividió entre sus hijos. Honorio fue proclamado emperador de occidente, y Arcadio de oriente. Contra el primero se alzó una serie de usurpadores que adoptaron el título de emperador. En 407, uno de ellos, que se hacía llamar Constantino III, envió a España a su hijo Constante al mando de un gran ejército de tropas bárbaras.
Constante prometió a sus tropas pagarles con el derecho al saqueo de las tierras hispanas (que, por supuesto, los bárbaros estaban dispuestos a tomarse antes de que nadie se lo concediera). Dos parientes hispanorromanos de Honorio, Dídimo y Verniniano, se aprestaron a defender los pasos del Pirineo y levantaron a sus expensas un ejército con los campesinos y esclavos de sus latifundios. Los bárbaros los arrollaron sin contemplaciones y se dedicaron al pillaje de forma incontrolada, antes de que los oficiales romanos de Constante pudieran contenerlos. El magister militum de Constante, Geroncio, quedó en Cesaraugusta como gobernador de Hispania, pero en la primavera de 408 se sublevó contra Constantino III oponiéndole un nuevo emperador, Máximo, que acaso fuera su propio hijo. Entonces Constante se dirigió a los suevos, vándalos y alanos acantonados junto al Pirineo y les propuso entrar en Hispania para combatir a Geroncio, cosa que hicieron entre septiembre y octubre de 409, como es sabido, sin encontrar apenas resistencia.
Estos pueblos venían huyendo de los visigodos, que los habían echado del norte de Italia. Los visigodos eran una de las dos ramas del pueblo godo (la otra eran los ostrogodos). Una etimología propicia, pero falsa, quiere que el nombre de los primeros signifique “godos sabios” y el de los segundos, “godos brillantes”: en realidad, no significan más que “godos occidentales” y “godos orientales”, respectivamente. Tras deambular por las regiones danubianas enfrentándose a los dacios y a los sármatas, se lanzaron sobre Italia, donde el general romano Estilicón (hijo de un jefe vándalo) los frenó en Verona (403). Sin embargo, en 410 saquearon Roma y se pusieron en marcha hacia las Galias con un riquísimo botín.
Se instalaron durante casi un siglo en el sur de las Galias, federados con Roma, creando un reino desde la costa mediterránea a la atlántica, con capital en Tolosa. De allí fueron desalojados por los francos, tras sufrir una espantosa derrota a manos del rey merovingio Clodoveo, el año 507, en las cercanías de Poitiers. Pasaron entonces a España, donde su rey Valia destruyó el reino de los alanos y expulsó a los vándalos al norte de África. Su nuevo reino, con capital en Toledo, abarcaba toda la Península menos la Gallecia, todavía en poder de los suevos, y la pequeña provincia gala de la Septimania, en Provenza.
Hasta la entrada de los visigodos en Hispania, los vascones no habían dado muestras de una especial agitación, a pesar de que su territorio había sido devastado por los suevos de Rechiario y los bagaudae (y presumiblemente por los bárbaros de Constante, que entraron en la Península por el paso de Roncesvalles). La situación cambió totalmente tras la aparición del reino visigodo de Toledo. Este contaba con la protección del poderoso reino ostrogodo de Rávena, que dominaba sobre gran parte de Italia, pero pronto comenzó a tener problemas en distintos puntos del territorio peninsular. En primer lugar, con los bizantinos, que lo hostigaron con desembarcos en las costas de levante y del sur, y acabaron por arrebatar a los visigodos el Algarve. En segundo, con los suevos, que no se resignaron a su confinamiento en el antiguo reino de Rechiario e iniciaron una serie de incursiones hacia el este. En una de ellas, el rey suevo Miro llegó al territorio de los vascones, hacia el 541. Ya por entonces, las incursiones de los cántabros y de los vascones del saltus en las comarcas agrícolas del sur habían comenzado a inquietar a los visigodos. En ese mismo año, los vascones atacaron a un ejército franco que el rey merovingio Clotario I había enviado contra Zaragoza.
El año 581 representa un cambio de escala en la actividad bélica en territorios adyacentes al saltus. El rey visigodo Leovigildo emprende una campaña contra cántabros y vascones, al término de la cual funda Vitoriaco junto al castro de Iruña, que había sido arrasado durante la primera incursión de los francos en tiempos de Galieno (la reconstrucción parcial de la muralla se llevó a cabo con capiteles y columnas de los edificios nobles destruidos por los asaltantes). Pero en ese mismo año 581, el merovingio Chilperico envía contra los vascones a su general Bladastes, que vuelve derrotado. Así como al sur del Pirineo los vascones habían sido rechazados al saltus por Leovigildo, en el norte parece haber sucedido lo contrario: los vascones se enfrentan con éxito a los francos. Gregorio de Tours da noticia de una devastadora incursión vascona en Aquitania, el año 587, reinando Childelberto.
La coincidencia cronológica de las derrotas vasconas en el sur del Pirineo y las victorias en el norte ha suscitado en los historiadores una hipótesis aparentemente muy lógica. Acosados por los godos, los vascones (aliados quizá con los cántabros) se habrían desparramado por tierras de Aquitania. Sin embargo, esta conjetura tiene un punto débil: ¿se habla de los mismos vascones en ambos casos? ¿Son los mismos vascones los repelidos por Leovigildo y los que vencen a Bladastes?
Otro historiador franco, Fredegario, denomina wascones a los que Gregorio de Tours llama vascones, y esta pequeña diferencia gráfica tiene una enorme importancia. Sabemos, por el cosmógrafo de Rávena, que Wasconia (Guasconia) era el nombre que se daba a Aquitania ya en tiempos de los francos. Si Fredegario identifica bien a los enemigos, estos no serían los vascones mal romanizados del saltus, sino los aquitanos romanizados de lo que el cosmógrafo llama la Spanoguasconia, es decir, la Novempopulania, la antigua Aquitania cesariana entre el Pirineo y el Garona. Se trataría, en realidad, de una revuelta romana contra los germanos. Y no deja de resultar curioso que los cronistas medievales hispánicos —entre ellos, el vizcaíno Lope García de Salazar— llamen gascones a los “vascones” que el rey godo Wamba derrotó en Aquitania.
Lo que no invalida —aunque tampoco avala— otra de las hipótesis acerca del repentino despertar de una belicosidad vascona que había permanecido en estado latente desde los tiempos de César y Pompeyo. Los historiadores actuales lo atribuyen a un fuerte crecimiento demográfico de la población del saltus durante los siglos V y VI, que les habría impulsado a multiplicar sus incursiones en las zonas agrícolas, no solo para procurarse sustento en épocas de privaciones, sino para ampliar su espacio vital. No es una hipótesis demasiado aventurada, porque la presión de los vascones, lejos de desaparecer, se redobla en los años siguientes a la campaña de Leovigildo, que, creyendo pacificada la región, abordó otra tarea pendiente: la anexión del reino de los suevos, que se hace efectiva tras la destrucción de su ejército en 585. Los vascones vuelven a las andadas bajo el remado de Recaredo y, a lo largo del siglo VII, puede hablarse ya de una situación de guerra endémica. Las expediciones de los reyes visigodos contra aquellos se suceden con regularidad monótona: Gundemaro, en 611; Sisebuto, su sucesor, en 612. Suintila, en 621, funda Oligicus (Olite) durante su estancia en territorio vascón. Al término de cada una de las crónicas de los reinados, se consigna lacónicamente que el monarca de turno domuit vascones, sometió a los vascones. Parece un mantra consolador sin fundamento en la realidad. La persistencia de una situación de guerra en la región puede explicar la creación del ducado de Cantabria, una demarcación militar permanente, a cargo de un dux, que, según Fredegario, habría sido tributaria de los merovingios. Es posible que estos enviaran destacamentos para reforzar a las tropas visigodas, lo que acaso pudiera explicar enigmas arqueológicos como el de la necrópolis de Aldayeta.
En Aquitania, durante la primera mitad del siglo VII, la situación no fue muy distinta, y recuerda la de las reiteradas campañas de Corvino a finales del siglo I a. de C. contra los tarbelli. En 632, Chilperico sofoca una rebelión de los wascones, pero Dagoberto I, seis años después, tuvo que enviar contra ellos un ejército, que logró reducirlos no sin antes sufrir varios reveses serios y perder a su general, Arimberto, que cayó luchando en tierras de Soule.
Cuando les fue posible, los vascones del saltus no dejaron pasar las rebeliones godas contra sus reyes sin sumarse a ellas. Bajo el reinado de Recesvinto (653-672) fueron el principal soporte de la insurrección de Froya o Fruela, que buscó refugio entre ellos y, a su cabeza, recorrió el valle del Ebro incendiando ciudades y matando clérigos, hasta ser finalmente vencido y muerto por las huestes del rey cuando sitiaba Zaragoza. Como se ha dicho, los vascones que, en 673, secundaron la rebelión del dux Paulo contra Wamba en la Septimania goda fueron probablemente wascones de Aquitania. Bajo el reinado de Rodrigo, los vascones de Hispania tomaron partido por la familia del destronado Witiza. Los cronistas árabes Ibn Qutayba y al-Maqqari cuentan que Rodrigo se hallaba combatiendo a los vascones en las cercanías de Pamplona cuando Tariq y su ejército desembarcaron en Gibraltar.