Desde mediados del siglo XIX, el País Vasco ha producido un numeroso plantel de arqueólogos, etnógrafos y antropólogos dedicados a la investigación de la prehistoria en el ámbito regional. El precursor de todos ellos fue el guipuzcoano Juan Bautista de Erro y Aspíroz (1773-1854), uno de los primeros ingenieros de minas de España. Pero Erro se mantuvo todavía dentro de los límites tradicionales de las antigüedades, una rama de los estudios humanísticos que había surgido en el renacimiento. La aproximación científica a la prehistoria del País Vasco comenzó en torno al sexenio democrático (1868-1874), bajo la influencia de la biología evolucionista y con el objetivo explícito de descubrir los orígenes de una supuesta raza vasca.
Los iniciadores de la investigación moderna en este campo estuvieron vinculados al movimiento conocido como fuerismo, que reclamaba la reintegración de los fueros provinciales abolidos por el primer gobierno de la Restauración. Así sucedió en los casos de los navarros Nicasio Landa (1830-1891) y Juan Iturralde y Suit (1840-1909), y del alavés Ricardo Becerro de Bengoa (1845-1902), que destacaron asimismo como autores de leyendas regionalistas de sabor romántico. Landa, médico militar, realizó estudios de craneometría con muy escaso rigor, pero abrió camino a las futuras investigaciones de antropología física aplicadas a la prehistoria. Por su parte, Iturralde y Suit, acaudalado mecenas del fuerismo navarro y fundador en 1878 de la Asociación Euskara de Navarra, se dedicó, sobre todo, a la arqueología medieval del viejo reino pero prestó también atención a los monumentos prehistóricos en su descripción de los restos megalíticos de la sierra de Aralar. Al vitoriano Becerro de Bengoa, catedrático de Física y Química del instituto de San Isidro en Madrid, se debe la primera monografía sobre los dólmenes de Álava.
La generación nacida hacia la mitad del siglo XIX aportó algunos nombres importantes. El ingeniero vizcaíno Ramón Adán de Yarza (1848-1917) emprendió la exploración arqueológica de las cuevas prehistóricas de su provincia, y los alaveses Julián Apráiz (1848-1910) y Federico Baraibar (1851-1918), catedráticos de instituto, como Becerro de Bengoa, aunque más interesados en la arqueología de la antigüedad clásica, trabajaron también sobre los restos prehistóricos de la suya. La figura más importante de esta generación fue el guipuzcoano Telesforo de Aranzadi y Unamuno (1860-1945), catedrático de Ciencias Naturales en la universidad de Barcelona, autor de numerosos trabajos de antropología física, y el primero en sostener la teoría de la formación prehistórica de la raza vasca.
Pero fueron los investigadores nacidos en torno a la última década del XIX los que dieron a la prehistoria del País Vasco el impulso decisivo. Destaca entre ellos el sacerdote guipuzcoano José Miguel de Barandiarán (1889-1991), profesor del seminario diocesano de Vitoria, y seguidor de las teorías de Hugo Obermaier —la máxima autoridad de su tiempo sobre la prehistoria española— y del padre Schmidt, el prehistoriador austríaco que estuvo al frente del museo arqueológico del Vaticano y defendió la existencia de un monoteísmo compartido por la humanidad primitiva. La imagen más divulgada de la prehistoria vasca se debe todavía hoy a Barandiarán, que, además de un infatigable arqueólogo de campo, fue un excepcional investigador de la literatura vasca de tradición oral.
Barandiarán expuso su visión general de la prehistoria vasca en un libro de 1934, El hombre primitivo en el País Vasco. En síntesis, creía en la autoctonía de la etnia vasca, que, según él, se habría formado en la región cántabro-pirenaica durante el Neolítico, a partir de una cepa de cromañones con algunas aportaciones posteriores de poblaciones indoeuropeas a lo largo de la transición a la Edad de los Metales. Esta convicción fue confirmada, a su juicio, por el estudio de unos cráneos del periodo Mesolítico descubiertos por él en el yacimiento de Urtiaga, junto a Itziar, entre 1928 y 1936 (sobre todo, por el del último de ellos en aparecer, el más antiguo, que fue desenterrado en julio de 1936). Siguiendo al padre Schmidt, Barandiarán sostuvo la tesis de que los vascos de la prehistoria habrían adorado a una divinidad única, un ser supremo al que rendían culto a través del fuego. La lengua vasca tendría asimismo, según Barandiarán, un origen prehistórico.
Barandiarán se exilió en Francia durante la Guerra Civil. Regresó a España en 1953, con el aura de un amplio reconocimiento de su obra por la comunidad científica internacional. Su influencia se extendió a toda la arqueología prehistórica vasca de la segunda mitad del siglo XX a través de sus numerosos discípulos, entre los que destacan su sobrino Ignacio Barandiarán, Juan María Apellániz y Jesús Altuna. Pero la de los prehistoriadores vascos se ha dejado sentir en otras regiones de España. El guipuzcoano Alberto Castillo Yurrita (1899-1976), catedrático de Historia Antigua en la universidad de Barcelona, trabajó hasta la Guerra Civil en estrecha colaboración con su maestro, Pedro Bosch Gimpera, y fue después fundador y director del museo arqueológico barcelonés. El impulsor de la arqueología prehistórica en Burgos y director por muchos años de su museo arqueológico fue un alavés, Basilio Osaba (1907-1978), y dos de las personalidades más descollantes en el terreno de la prehistoria peninsular en el último medio siglo, Julio Caro Baroja y Juan Luis Arsuaga, aunque nacidos ambos en Madrid, han mantenido una estrecha vinculación con el País Vasco a través de sus respectivas familias. Julio Caro Baroja (1914-1995) se formó como prehistoriador y etnógrafo bajo el magisterio de Aranzadi y, sobre todo, de Barandiarán. Si bien abandonó pronto la prehistoria por el estudio de los pueblos españoles en la alta antigüedad, fue deudor, en su época juvenil, de las ideas del gran prehistoriador guipuzcoano, a través del cual conoció la teoría de los ciclos culturales del padre Schmidt, que aplicó en sus investigaciones sobre la España antigua. Juan Luis Arsuaga (1.954), catedrático de Paleontología de la universidad Complutense y codirector de las excavaciones de los yacimientos de Atapuerca, se inició en la arqueología prehistórica en Vizcaya, y ha presidido la sociedad de ciencias Aranzadi.
Es lógico que en el País Vasco persista el orgullo por la posesión de un rico patrimonio prehistórico y de una prestigiosa nómina de especialistas en el mismo, pero ello suele ir unido a la creencia de que las claves de la identidad colectiva se encuentran en la prehistoria, lo que, a estas alturas, es bastante discutible. Las pruebas frenológicas de la aparición de una etnia vasca en el Neolítico, es decir, los famosos cráneos de Urtiaga, son a todas luces insuficientes, como lo son las de carácter hematológico —la alta frecuencia del grupo 0 asociado a un Rh negativo en la población vasca actual— o genómico. Las afinidades biológicas de un grupo humano con otro que ocupó el mismo hábitat hace siete mil años no bastan para afirmar que entre ambos exista una continuidad étnica (si acaso, podría postularse una continuidad genética). Los argumentos de base lingüística resultan asimismo débiles. El más utilizado se refiere a la presencia de la raíz aitz con el significado de “piedra”, en el nombre vasco de ciertos utensilios como el cuchillo (aizto), el hacha (aizkor) o la azada (aitzur), pero aitz no significa piedra, sino promontorio o eminencia. El término vasco para piedra es arri. La raíz aitz entra en la composición de otras palabras que no tienen que ver con la piedra, como atzamar y beatz (dedo de la mano y dedo del pie, respectivamente) o zugaitz, zuhaitz (árbol; es decir promontorio de madera: zur-aitz madera-promontorio). La palabra vasca para peña es arkaitz que combina las raíces arri (piedra) y aitz (promontorio): promontorio de piedra. A veces, el argumento lingüístico se combina con el etnográfico: Barandiarán y su escuela sostenían, por ejemplo, que el hacha que los carboneros colocaban en el tejado de sus chozas con el filo hacia arriba, para protegerse del rayo, constituía un vestigio del Neolítico, pues se le daba el nombre de tximistarri, piedra de rayo, como referencia inequívoca a las hachas de piedra prehistóricas. Pero lo cierto es que las hachas de piedra pulimentada continuaron usándose en Europa mucho después del Neolítico. No era raro su uso en la Edad Media (otras herramientas neolíticas, como el trillo de lascas de sílex, han estado en uso prácticamente hasta el siglo pasado). La lengua vasca conserva, en efecto, vocablos muy arcaicos, pero no necesariamente prehistóricos.
El nacionalismo vasco ha hecho suyas las tesis de Barandiarán sobre la prehistoria vasca, lo que nada tiene de extraño, pues todo nacionalismo prefiere un relato de origen de autoctonía a otro de invasión y conquista. Sin embargo, resulta absurdo sostener, como se ha hecho hasta fechas muy recientes en publicaciones del gobierno autónomo vasco, que el eusquera constituye una vía excelente para el conocimiento del mundo prehistórico. Durante la segunda mitad del siglo pasado, las vanguardias artísticas explotaron las formas de la cultura megalítica considerándola como una expresión genuina del espíritu intemporal de la etnia vasca. El defensor más empecinado de esta tesis fue el escultor guipuzcoano Jorge Oteiza (1908-2003), para quien la búsqueda de un estilo cultural vasco habría concluido con éxito en el Neolítico. Expuso sus teorías en Quosque tándem… ¡Ensayo de interpretación estética del alma vasca (1963), un libro un tanto desordenado y confuso, que ejerció, no obstante, una desmesurada influencia sobre los artistas plásticos de las generaciones posteriores.
La llegada de la especie humana (o de una de las especies del género Homo) a la región que hoy denominamos País Vasco debió de producirse en épocas muy tardías respecto a la aparición de los primeros homínidos, hace aproximadamente cinco millones de años. Es posible que algún grupo de neandertales se aventurase a internarse en las montañas cercanas al golfo de Vizcaya durante el periodo conocido como la glaciación de Mindel. Los vestigios más antiguos de la presencia de hombres en dicha región se remontan a hace ciento cincuenta mil años, pero son tan escasos que no nos permiten saber si se trataba de individuos de la especie Homo neandertalensis. La cercanía geográfica del yacimiento de Atapuerca, habitado por neandertales en la misma época, permite conjeturar que aquellos primeros intrusos en las tierras vascas todavía vírgenes pertenecerían a la misma especie. Los neandertales, cazadores que dominaban la tecnología del achelense tardío, se guarecían en cuevas que disputaban a los osos y a las hienas gigantes. Las montañas de roca caliza del País Vasco abundaban en este tipo de abrigos naturales. Sin embargo, nada autoriza a hablar de poblamientos de los mismos. Los únicos restos materiales de culturas del Paleolítico inferior —instrumentos muy elementales de piedra tallada—, hallados en la sierra de Urbasa o en las cercanías de Cestona (Guipúzcoa), invitan a pensar en asentamientos provisionales a cielo abierto, situados en llanuras y altiplanicies desde donde se podía avistar el movimiento de las manadas de rumiantes que constituían el objetivo de las expediciones de caza.
Durante el Paleolítico medio, gran parte del cual coincide con la glaciación de Riss (entre 75.000 y 35.000 a. de C., aproximadamente), los cazadores aumentaron en número y recurrieron a las cuevas como hábitat, si no estable, al menos frecuentado en las expediciones estacionales. Probablemente los grupos eran aún, en su mayoría, de neandertales cuyo utillaje correspondía a la tecnología del último periodo Musteriense. Continuaron utilizando asentamientos al aire libre, quizá como enclaves estratégicos para la caza, pero también como vastos talleres donde se elaboraban los útiles de sílex y de otros minerales duros (tal es el caso del yacimiento de Murba, en Álava). Diversas cuevas de Vizcaya (Axlor, en Dima) y Guipúzcoa (Amalda, en Cestona, y Lezertxiki, en Mondragón) fueron habitadas en distintas ocasiones por hordas errantes que seguían a las manadas en sus desplazamientos.
La subsistencia de estos cazadores del Paleolítico inferior y medio no debió de ser fácil sobre un territorio cubierto de hielo y nieves perpetuas, pero sobrevivieron hasta comienzos de la glaciación de Würm (33.000 años antes de nuestra era) y coexistieron, por tanto, con los cromañones. No está claro siquiera si estos tuvieron algo que ver con su extinción, aunque no resulte descabellado suponerlo.
Los neandertales desarrollaron una industria lítica cuyo producto más sofisticado fue el hacha bifacial de piedra tallada en forma de lágrima, que se empuñaba directamente con la mano. Desollaban a sus presas y utilizaban sus pieles como vestido. Quizá conocieran algo parecido al culto a los muertos, pero no han dejado testimonio alguno de carácter artístico, lo que no significa que carecieran de lenguaje ni de la capacidad de abstraer y simbolizar.
Su vida debió de ser extraordinariamente dura, volcada en la lucha por el sustento, y tal circunstancia permanente pudo derivar en dificultades de adaptación a los cambios. La necesidad extrema dificulta la innovación. Al irrumpir en su ecosistema durante el periodo de suavización climática que siguió a la tercera glaciación y precedió a la cuarta una especie humana más versátil, el Homo sapiens, los neandertales se encontraron en una situación de clara desventaja. Quizá esto explique su desaparición relativamente rápida, aunque no sea desechable a priori la hipótesis de que fueran víctimas de un exterminio sistemático a manos de los cromañones, con los que no se mezclaron (sin embargo, algunos tempranos y esporádicos cruces de individuos de ambas especies, muy lejos del País Vasco actual, parecen ser la única explicación posible de una ligera hibridación en la población euroasiática, cuyo genoma incluye de un uno a un cuatro por ciento de ADN neandertal).
El Homo sapiens llegó al territorio vasco durante la última glaciación, la de Würm (entre 35.000 y 10.000 años antes de nuestra era), que coincide con el periodo conocido como Paleolítico superior. Su base de subsistencia, como en el caso de los neandertales, la constituyó la caza de rumiantes, ungulados y cápridos, para la que dispusieron de una variada panoplia y de nuevas técnicas, como la mimetización, que les permitía acercarse a las manadas para abatir a las mejores piezas o provocar estampidas cerca de los derrumbaderos. El uso de lanzas arrojadizas mediante proyectores era ya habitual, y al final del periodo aparecería el arco. La talla del sílex por presión sustituyó ventajosamente a la antigua talla por percusión y la técnica solutrense consiguió ejemplares más refinados y eficaces de hachas bifaciales, así como puntas de lanza y dardos en forma de hoja de laurel, cuchillos, buriles y raederas. La madera les proporcionaba mangos de hacha, astas de lanza y proyectores, así como picas y dardos afilados cuyas puntas endurecían al fuego. También sacaron partido de los huesos de los animales, con los que fabricaban arpones dentados, agujas para coser las pieles, punzones e incluso cuentas de collares. La pesca en los ríos y en la costa cobró mayor importancia: las especies más buscadas fueron carpas, truchas, anguilas y salmones en los primeros, y doradas, platijas y lenguados en las aguas marinas; pero, sobre todo, se incrementó el consumo de moluscos bivalvos, como lo demuestran los concheros que aparecen con frecuencia junto a los lugares de habitación (una vez perforadas, las conchas más llamativas, como las cuentas de hueso y los dientes de los animales, se utilizaron a menudo para confeccionar collares).
El fuego comenzó a ser objeto de un uso diversificado. Ya no serviría tan solo para alejar a las fieras o calentarse en torno a la hoguera. Además de asar la carne y el pescado, los cazadores del Paleolítico superior aprendieron probablemente a ahumar los excedentes de alimentos para conservarlos, y fabricaron teas para iluminar el interior de las cavernas donde se alojaban. Es posible que se valieran asimismo de candiles primitivos a base de grasa animal en recipientes naturales como conchas, piedras horadadas o cráneos vaciados. El fuego les servía asimismo para secar y endurecer la madera.
Si bien los cromañones siguieron llevando una vida errante, ocuparon las cuevas con mayor asiduidad y permanencia que los neandertales. Adaptaron a sus necesidades las partes del interior donde se instalaban, nivelando los suelos y drenándolos en algún caso, pero, sobre todo, dejaron en ellas abundantes testimonios del llamado arte parietal o rupestre. El País Vasco, en el centro mismo de la zona francocantábrica, reúne una nutrida muestra del arte de los cazadores del Paleolítico superior, si no de una belleza comparable a las pinturas de Altamira o Lascaux, muy representativa del estilo realista que presidió el nacimiento de la imaginación creativa. Entre la docena de cuevas con figuras de animales destacan en Vizcaya las de Venta Laperra (Carranza), Arenaza (Galdames) y Santimamiñe (Cortézubi), y, en Guipúzcoa, las de Ekain (Deva) y Altxerri (Aya), cuyas pinturas son las de más antigua datación hasta el momento en el arte parietal. Ekain posee un numeroso conjunto de figuras de caballos. De singular belleza son el caballo y dos de los bisontes pintados en Santimamiñe. En el País Vasco de Francia son dignas de mención las cuevas de Isturitz, en la Baja Navarra, que, además de pinturas, ha proporcionado un buen número de grabados en hueso, asta y piedra, y Sasiziloaga, cerca de Mauleón, en Soule, con representaciones de bisontes. Otros animales pintados o grabados en las paredes y estalagmitas de las cuevas vascas son el ciervo, el reno, la cabra, el oso y, más raramente, los peces. Abundan las imágenes de manos humanas, silueteadas o estarcidas.
Los testimonios de la industria lítica del Paleolítico superior en el País Vasco —el utillaje en sílex (y en hueso) de las culturas auriñaciense, solutrense y magdaleniense— son abundantísimos, pero no así los restos humanos del mismo periodo. El tipo antropológico al que corresponden las escasas muestras conservadas, procedentes de Cestona e Icíar, es, desde luego, cromañón. Aunque siguieron habitando las cuevas, el arte parietal desapareció. Las escasas manifestaciones artísticas del mesolítico son las propias de la cultura aziliense: figuras esquemáticas pintadas sobre rocas y guijarros. Al final del periodo aparecen los primeros atisbos de la cerámica y la domesticación de animales.
El paisaje fue adquiriendo el verdor y la frondosidad que todavía hoy constituyen la imagen tópica (aunque no necesariamente real) de la región cántabro-pirenaica: grandes bosques de hayas y robles; encinas en la zona costera, abetos en las laderas, y un alto sotobosque de helechos. La fauna era aún variada, aunque desaparecieron los grandes depredadores y carroñeros. Abundaban en los bosques osos, lobos, zorros, jabalíes, linces y ciervos; en las montañas, cabras y sarrios. Manadas de ungulados —caballos de poca alzada, asnos y encebros— recorrían los valles junto a algunas especies de bóvidos. Se hizo más frecuente la caza menor, facilitada por el arco, de aves, liebres, castores, nutrias, tejones y ardillas, así como la pesca fluvial y el marisqueo. La recolección de frutos silvestres, bulbos y bellotas introdujo cambios decisivos en la dieta que prefiguran la importancia que pronto adquiriría la alimentación de origen vegetal. La mayor suavidad del clima favoreció progresivamente los asentamientos, todavía precarios, al aire libre, si bien no se puede hablar propiamente de poblados. La errancia irregular y aleatoria siguió siendo la norma de estos grupos humanos que vivían aún de la predación, como sus antepasados del Paleolítico. El cambio de hábitos se debió a influencias exteriores.
Si el arte parietal fue un fenómeno cultural que se desarrolló por completo, desde sus primeras manifestaciones hasta su desaparición, dentro de los límites geográficos de la región francocantábrica (es decir, la que comprende Aquitania, el País Vasco y Cantabria), la mayoría de las técnicas y elementos culturales del Neolítico llegaron allá desde otros lugares más o menos lejanos. Quizá los cazadores del Mesolítico domesticaran el perro sin necesidad de que nadie les enseñara a hacerlo, pero tanto la ganadería como la agricultura, bases de la revolución neolítica, surgieron en Oriente medio y se difundieron desde allí hacia el oeste, por las riberas del Mediterráneo, y hacia el este, a través de Asia central. Su recepción en la región vasca fue tardía y escalonada, comenzando por el pastoreo, del que hay testimonios ya en el quinto milenio antes de la era común, casi cinco milenios después de su aparición en Asia menor. Los primeros rebaños en tierras vascas fueron de ovejas y cabras. Posteriormente se domesticaron bóvidos y cerdos. No obstante, la caza siguió siendo un recurso de primera importancia, así como la pesca, el marisqueo y la recolección de frutos, bulbos y probablemente semillas, estas para el consumo directo.
La agricultura, cuyos inicios en la región hay que datar hacia el 2.500 a. de C., supuso el tránsito de los asentamientos provisionales al hábitat estable. Aparecieron los primeros poblados agrícolas, asociados a veces con enclaves muy anteriores de pastoreo y caza, como en Urbasa o Zarauz.
La sedentarización de las sociedades neolíticas aceleró su estratificación y debió de tener un reflejo en la religión agraria, que seguramente se modeló sobre la experiencia de la siembra y de la cosecha. El culto a los muertos se volvió mucho más importante y notorio que en los periodos anteriores. Surgen los grandes enterramientos colectivos: primero, en cuevas, donde los cuerpos se disponen en postura yacente (supina o lateral, con las piernas rígidas o flexionadas). Los cráneos aparecen con frecuencia trepanados, ignorándose aún con qué finalidad se realizaba tal operación.
Pero así como la imagen del Paleolítico va asociada a las pinturas rupestres, la del Neolítico lo está a los monumentos megalíticos. Estos aparecen hacia el cuarto milenio antes de nuestra era en muy diversas partes de Europa, desde Escandinavia a Portugal. En el País Vasco, los dos tipos más característicos son los dólmenes y los crómlechs, ambos de introducción tardía (hacia la segunda mitad del tercer milenio a. de C.). Los primeros, mesas megalíticas de carácter sepulcral, se asemejan a los de Tras-os-montes (Portugal), mucho más antiguos, de lo que se infiere que aquel fue el foco inicial desde el que se difundió su construcción por toda la península ibérica. El mayor enterramiento neolítico en territorio vasco, ya de finales del periodo, es el de San Juan ante Portam Latinam, en Laguardia (Álava), que albergaba casi trescientos cuerpos, muchos de ellos con signos de muerte violenta, lo que induce a suponer que fueron inhumados, bajo roca, después de una batalla.
Los crómlechs son círculos de piedra, casi exclusivamente de montaña y cercanos a cañadas y zonas de pastoreo. Los hay de distintos tamaños. Algunos podrían considerarse, como los crómlechs bretones, de los que seguramente proceden, círculos de menhires: tal es el caso de los crómlechs guipuzcoanos de Oyarzun, Urnieta y Hernani. En el interior de no pocos han aparecido restos humanos, pero probablemente fueran lugares de culto, pequeños santuarios. La construcción de dólmenes y crómlechs se prolongó hasta bien entrada la Edad del Bronce.
La fase final del Neolítico, el Eneolítico o Calcolítico (entre el 2.500 y el 1.700 a. de C.) conoce, entre otras innovaciones, la introducción de la cerámica campaniforme, con origen en el sur de la Península, y de la metalurgia del cobre. En la cueva navarra llamada de los Hombres Verdes (Urbiola) aparecieron varias osamentas humanas de tipo alpino, teñidas de este color, por acumulación en los huesos de óxido de cobre, y pertenecientes muy probablemente a un grupo de prospectores venidos de lejos. Es curioso que la palabra vasca para designar a los herreros y trabajadores de los metales en general, arotza, sea muy similar a la que significa extranjero (arrotza), lo que podría indicar a las claras la procedencia foránea de los primeros metalúrgicos. Pero no es un caso único, ni mucho menos, entre las lenguas de Europa. En griego, xeinós significa a un tiempo extranjero y artesano. Ahora bien, conviene tener en cuenta que muchos oficios relacionados con el trabajo del metal (leñadores, amoladores, caldereros) han sido desempeñados por grupos nómadas o, en cualquier caso, han mantenido una condición itinerante hasta nuestros días.
Con todo, no cabe dudar de que la metalurgia del bronce, como después la del hierro, llegó al territorio vasco desde fuera, quizá a través de una inmigración en toda regla de poblaciones foráneas. En el primer milenio a. de C., el crecimiento demográfico en toda la región fue considerable y se debió en parte al cambio de las condiciones climáticas. La humedad y las temperaturas suaves favorecieron los cultivos. Se generalizó el de los cereales y de algunas leguminosas, y a finales del periodo se introdujo el del olivo y la vid, aunque nada indica que hubiera aún producción vinícola. El consumo de carne aumentó, tanto de ovino como de porcino. La caza siguió siendo un recurso importante, pero la dieta cárnica mejoró sobre todo gracias a la cría del cerdo y, aunque en mucha menor medida, a la de aves de corral. Se roturaron extensiones considerables, robándolas al bosque, y se crearon poblados en todos los lugares elevados donde a la posibilidad de una defensa efectiva se unía la de controlar visualmente los valles circundantes. Los restos de cerca de tres centenares de núcleos fortificados en colinas atestiguan el aumento poblacional, pero también la desconfianza y la inseguridad que dominaron todo el periodo. La palabra vasca para designar los castros y ciudades fortificadas —irun, iruinea— debe de ser muy antigua y data probablemente de esta época. Es un término compuesto, en el que se distingue la raíz iri, que vale por poblado o ciudad (con variantes dialectales como uri y uli) y el sufijo adjetival -on (fuerte).
El castro más antiguo del País Vasco se encuentra en las Bardenas navarras (monte Aguilar) y data del Eneolítico. Esta forma de población fortificada se irá extendiendo gradualmente a todo el territorio. Abunda en Navarra (Castejón de Arguedas, Castillar de Mendavia, Sansol, Fitero, Barbinzana) y en Álava (Carasta en Caicedo, Acha en Vitoria, Iruña de Oca, Mendiola, Alegría), pero, aunque en menor cantidad, también se encuentra en Vizcaya (Berreaga en Munguía-Zamudio, Cosnoaga y Marueleza en la comarca de Guernica) y en Guipúzcoa (Basagain en Anoeta, Inchur en Albistur). En el sur de Álava y valle del Ebro, algunos de estos poblados alcanzaron cierta complejidad ya en la Edad del Bronce, con casas de planta rectangular agrupadas en manzanas y protegidas por una sólida muralla, como La Hoya, junto a Laguardia (Álava), y el Alto de la Cruz, en Cortes (Navarra). El poblado de La Hoya fue atacado y destruido a mediados del siglo IV a. de C. por agresores que dieron fuego a las casas y asesinaron a los pocos moradores que permanecían en el castro. Los testimonios arqueológicos del asalto hablan muy elocuentemente de la inseguridad y la dureza de las condiciones de vida que debieron de ser la norma en toda esta época. Lo que no impidió, sino al contrario, la asimilación de los adelantos técnicos, vinculados en buena parte a la guerra.
La recepción de algunos de los más decisivos, como la metalurgia, se produjo en el curso de las relaciones —pacíficas o bélicas— con los pueblos de la meseta (algunos historiadores se han referido a dicho proceso como la “aculturación celtibérica”). Es lógico, por tanto, que las innovaciones fueran más tempranas y visibles en el sur de la región. Los tipos de armas y herramientas halladas en esta área muestran una continuidad con los de los celtíberos del valle del Duero. Así sucede con los punzones y puñales de bronce con mango en lengüeta aparecidos en el yacimiento de Gobaederra (Subijana), obtenidos mediante el martilleado de láminas, y con las hachas y azuelas de Treviño, de metal fundido y moldeado. Y lo mismo puede decirse, ya en una fase posterior, de los instrumentos y armas de hierro, como las rejas de arado de La Hoya o los puñales de vaina con contera, a veces recamados con hilos de otros metales, que abundan en los ajuares funerarios.
También tiene origen celtibérico la cerámica de torno, fabricada en extensos alfares del valle del Ebro, que presenta decoraciones geométricas a base de arrastrado y punción o de extracción con la espátula de porciones de la arcilla original y relleno posterior con otras de tonalidad más clara. Los utensilios se tornean y se cuecen en hornos, y presentan una gran variedad, de superficie lisa o decorada: desde los grandes vasos de forma ovoide del bronce antiguo, hasta las vajillas de la Edad del Hierro, que comprenden escudillas, ollas, cazuelas, coladores, etcétera. Las tinajas de mayor tamaño se destinaban a almacenar el grano. La arquitectura de los poblados evoluciona asimismo hacia un tipo de vivienda que combina el muro bajo de piedra con el adobe y el armazón de madera (a finales del periodo se registra el empleo de la mampostería). El techado, a dos aguas, se recubría de paja.
La artesanía suntuaria está representada por las fíbulas y broches en bronce (y más tarde en hierro, con motivos decorativos geométricos). Los cuencos de oro hallados en Escoriaza (Guipúzcoa) son de tipo hallstático, muy semejantes a los de los yacimientos arqueológicos del valle del Rin. El arte de esta época está vinculado al ritual funerario y consiste fundamentalmente en estelas con decoración muy esquemática, como las del santuario de Gastiburu, en Arrázua (Vizcaya) y en idolillos antropomorfos, realizados en barro (así, los del Alto de la Cruz, en Cortes) o en bronce, como los de La Hoya y Acha. Estos últimos van tocados con yelmos y cascos, destacando la figura con yelmo en forma de cabeza de caballo encontrada en Acha. La pieza artística más importante es una estela tardía del poblado de Veleya (Álava), en la que se representa a un jinete desnudo en silla de doble arzón, empuñando una lanza bajo una luna creciente.
Las creencias religiosas debieron asimismo de experimentar grandes cambios en el tránsito de la Edad del Bronce a la del Hierro, cuando dejan de construirse los sepulcros megalíticos. Se supone que el llamado santuario de Gastiburu, de planta pentagonal lobulada y muros de mampostería, era un lugar de culto y posiblemente de peregrinación. Pero el índice más seguro de la aparición de una nueva religión reside en la radical transformación de las costumbres funerarias. La incineración de los cadáveres sustituye a la inhumación. Las cenizas, acompañadas de ricos ajuares, se entierran en cistas, cuyos agrupamientos constituyen verdaderas necrópolis. Solamente los niños muertos al poco de nacer eran inhumados en el suelo de la propia vivienda o en sus aledaños, ignorándose aún el sentido de tal costumbre (sin embargo, este uso ha persistido aún bajo el cristianismo, tanto en el País Vasco como en muchas otras partes de Europa, donde se enterraba a los niños muertos sin bautizar a la sombra del alero de la casa).