Toda la noche hasta que salió la luna yo traté de contestarle. Traté de explicarle cómo había visto a los cuatro muertos de piedra, y cómo había tiritado a pesar del calor; cómo, para resolver aquel misterio, seguí a Una Vez al Día hasta Ciudad Servicio y fui Botas; cómo los cuatro hombres muertos siempre fueron para mí una encrucijada, por la que yo doblaba para internarme en una oscuridad más profunda. Y toda la noche él trató de explicarme, y habló de procesos e imágenes que no causaban dolor ni daño. Los dos hablábamos, y a pesar de que él tenía un oído angélico, no nos comprendíamos.

—Tú me pides —le dije que yo sea tu hombre muerto en lugar de Plunkett. Aun cuando comprendiera para qué lo necesitas, yo no podría elegir ser un hombre muerto. ¿No te das cuenta?

—Pero no te quitaría nada de lo tuyo —dijo, temblando por el esfuerzo—. No más… ¡no más que lo que puede quitarte un vidrio escarchado cuando imprimes en él la huella del pulgar!

—No sé —dije—. Botas estaba allí, cuando yo no era. Viva como siempre. A ella no le importaba, no creo que le importara; pero a un hombre sí le importaría. Me acuerdo de una mosca, encerrada en un cubo de plástico, que podía ver todo alrededor, pero no podía moverse. Me da miedo.

—¿Mosca? —le dijo a su oreja—. ¿Mosca? —No conseguía que tuviera algún sentido. Yo me dispuse a fumar, y noté que me temblaban las manos, decía él con desesperación. Froté una cerilla pero la cabeza voló, chisporroteando, y golpeó a Brom, que se levantó de un salto con un aullido, y como si fuera poco (la mosca y la llama y Brom y yo, tan estúpido) el hombre se arrancó la oreja artificial de la cabeza, la arrojó al suelo y se echó a llorar.

—¿Qué pasa?

—Es que… bueno, haces que parezca ridículo. —No lo era. Era valiente, era extraordinario, el mejor hombre de entonces. Cuando bajó, entiendes, no sabía qué podría encontrar; él sólo conocía la Ciudad… y el mundo en que Plunkett había vivido. Mongolfier tenía la impresión de que la tierra allá abajo lo iba a engullir como una boca. Excepto en imágenes, jamás había visto a un animal. Y a pesar de todo saltó desde el sitio en que habitaba y vino a cambiar nuestras vidas. No era ridículo.

—Lo único que yo quería era mostrar mi asombro. No tengo palabras para sus sufrimientos; ante él, yo me sentía viejo e impotente, como ante un niño enfurecido. Yo no podía entender lo que decía, y a él lo hacía llorar, y es todo lo que…

—Si hubiera podido hablar como hablas tú, habría sido claro. Habría dicho que cuando los ángeles levantaron la Ciudad, no fue por desesperación, ni para huir de la ruina que ellos mismos habían creado: estaban orgullosos de ella, era la última esperanza y la invención mayor del hombre, y así preservarían los conocimientos que habían conducido a la creación de la Ciudad a salvo del común de los hombres insensatos que querían destruir todo lo que ellos necesitaban. Plunkett fue la obra más compleja y preciosa de todas, y cuando lo usaron por primera vez, ocurrió como con otras cosas que habían rescatado: recordaron la ciencia y el arte con que lo habían hecho.

—Pero aprendieron también algo inesperado, algo terrible y maravilloso: aprendieron lo que significa ser hombre. Como tú aprendiste de Botas lo que significa estar vivo, ellos aprendieron de Plunkett lo que significa ser hombre: y no era lo que ellos habían pensado, no, en absoluto.

—Ya ves, tú piensas que todos los hombres del tiempo de Plunkett eran ángeles, capaces de volar, y consumidos por la pasión incontenible de alterar el mundo y convertirlo en un mundo para el hombre, sin misericordia, sin paciencia, sin miedo. No era así. El común de los hombres de aquel entonces no eran más ángeles que tú. Incapaces de comprender el mundo de los ángeles, no sabiendo cómo hacer algún prodigio, sufrían sólo por el hambre de los ángeles, sufrían ciegamente por el hundimiento del mundo de los ángeles. Plunkett fue uno de ellos. Zhinsinura decía que también las mujeres de la Liga eran ángeles: los ángeles aprendieron de Plunkett que también ellos eran hombres.

—Y el primero de ellos que miró por los ojos de Plunkett y lo supo, ya nunca más habló, cuando estuvo de vuelta.

—Me haces temer por este que ahora soy. Qué difícil, qué difícil… Más difícil que Botas, ha de ser, mucho, muchísimo más…

—Sí: porque aunque Botas no tiene memoria, tú sí la tienes. Y también Plunkett la tenía: volvían de él recordándolo todo, la vergüenza de Plunkett, su dolor, su confusión, Todo lo que él Necesitaba. El mensaje de Botas era Olvida: el mensaje de Plunkett era Recuerda.

—Dijeron entonces que llevaba a la locura, que había sido un error, que no volverían a usarlo. Pero volvieron a usarlo. Los más valientes aprendieron a soportar a Plunkett, y a discutirlo. Y mientras en los túneles contaban las historias de los santos, y envejecían en el habla; y mientras la Lista recordaba a la Liga, y envejecía en Botas, nosotros envejecíamos en Plunkett. Todo cuanto sabíamos era aprender a vivir con el sufrimiento de Plunkett: nuestro sufrimiento. Olvidamos todos los planes; pasaron cientos de años, nuestro orgullo se desvaneció, sólo estudiábamos a Plunkett, nuestra esperanza se transformó en terror, nuestra huida en exilio.

—Pero ¿por qué no se detuvieron? ¿Por qué no regresaron? ¿No podían haber recuperado la Ciudad, cuando vieron que se habían equivocado?

—No. El mundo que ellos habían abandonado era el mundo de Plunkett: eso era todo lo que sabían de la tierra. Plunkett les enseñó que el dominio de los hombres no había sido suficiente; y por lo tanto, el mundo de allá abajo tenía que haber muerto, y con él los hombres. Era la única posibilidad.

—Pero no es así. Ha cambiado, nada más. Podríais volver; no os guardamos rencor. Tenéis que volver. Es vuestro hogar.

—El hogar… ¿Sabes qué enorme es el mundo? Yo lo sé. Los vientos soplan siempre hacia el oeste alrededor del mundo, y la Ciudad gira con ellos, y una vida vuelve al lugar donde comenzó. Yo nací por encima del mar: cuando fui mayor, el mar estaba aún allá, debajo de nosotros. Cuando atravesamos tempestades, no son las tempestades que caen sobre la tierra; las conocemos en el sitio donde nacen; las atravesamos y no nos hacen temblar. Cuando aquí nieva, sabes, la nieve vuela hacia arriba; el relámpago está tan cerca que podemos tocarlo, y no viene del cielo: sube desde la tierra. Yo nunca le he tenido miedo.

—A lo lejos, cuando las nubes se abren, vemos la tierra: borrosa y encantadora y posible, como cuando tú contemplas una montaña distante, supongo, y te atrae, pero nunca la visitas. No: este es mi hogar. Fue el de Mongolfier. Por amor al hogar, oscuro con el miedo y los sufrimientos de Plunkett, saltó a tierra, para buscarte a ti, a ti que nos curarías; a ti, que habías encontrado la bola y el guante que podían liberarnos de Plunkett; a ti que secarías nuestras viejas lágrimas.

—Si él hubiera podido hablar como tú, te habría dicho todo esto…

—¿Cómo es que tú hablas como yo, y él no podía?

—Tú nos enseñaste. También nosotros somos ahora del habla con verdad, junco.

—¿Y tú? ¿Lo eres, ángel? Sabes cómo es ser… otro, regresar del no ser, tambalearse de vuelta por todos tus caminos, como si cayeras de una altura, y ver, y ver… ¿Lo sabes?

—No. Yo sólo sé lo que ellos han dicho: que lo más cruel era haber sido Plunkett; que pesado como eres, cargar contigo es a la larga una felicidad, que después de Los días de silencio, es fácil; que yo podría aprender a vivir contigo, como nadie pudo hacerlo con Plunkett. Plunkett nos hizo valientes, dicen, y tú nos has hecho felices. Pero no a mí, todavía; tengo miedo de cargar tu peso.

—¿Y Mongolfier pudo? ¿Le procuré algún alivio?

—No. Nunca más se atrevió, después de Plunkett. Te trajo aquí. Ellos le decían: él la vio funcionar: pero nunca se atrevió.

—Haces que me avergüence. Que me avergüence, con todo eso, de por qué al final acepté que él me trajera, a mí, o a lo que él quisiera traer, consigo.

—¿Por qué?

—Porque…, bueno: desde que era pequeño, algo en mí creyó siempre en una Ciudad del Cielo. No como creía Guiño, como un tal vez, ni como creía la Lista, como una historia, ni como el Pequeño San Roy, para quien era una idea bonita, sino como algo real. Tan real como las nubes. Y un ángel había caído de allí y decía que él me llevaría. Y por más que él dijera que yo, criatura mortal, no sentiría ningún cambio, que seguiría sentado allí en el prado tal como estaba entonces mientras él desaparecía con… con algo semejante a una placa del Sistema de Archivos, si se le hubiera podido decir eso: aun entonces yo hubiera pensado que tal vez pudiera verlos, ver cómo eran: aquella cúpula, aquellas nubes. Eso es todo.

—Pero primero dormí. Nuestra lucha me había extenuado. Me envolví en mi negro y plata y durante un rato contemplé la luna; Brom vacía junto a mí, rugiendo. Mongolfier no dormía; estaba sentado muy erguido, con la espalda contra un árbol, y observaba.

»Soñé esa noche con los túneles, que yo corría por el Sendero hacia dentro, a través de cuartos grandes y pequeños donde están guardados los arcones y las comadres estudian las cuerdas, girando en una espiral cerca del centro y dejando atrás gente que fumaba y niños que jugaban, internándome por estrechos pasadizos de piedra ángel hacia las entrañas profundas, pequeñas y sombrías. Me desperté sin haber llegado al centro, y pensando que al fin y al cabo yo nunca había sabido dónde estaba exactamente el centro de Belaire, y vi entonces a Mongolfier todavía sentado allí, más pálido aún por la vigilia, y con el… el Revólver, como él lo llamaba, en el regazo, esperando.

—Está bien —dije—. Está bien. —Me restregué los ojos y me senté.

Él se levantó, muy rígido, y tendió la mano para recibir la bola y el guante de plata. Los busqué en mi bolsa; me llamaban quedamente por debajo del traperío apilado encima.

—Bien —dijo cuando los tuvo, la voz ronca por la falta de sueño, pero tranquila por primera vez desde que lo había encontrado. Me llevó por el prado hasta donde Plunkett se erguía entre las flores—. Siéntate, siéntate —dijo—, y cierra los ojos.

Yo me senté, pero no cerré los ojos. Observé la bruma de plata que se elevaba del valle de Ese Río. Observé a Mongolfier junto a la máquina: se calzo mi guante y con él acercó la bola al pedestal en el que estaba Plunkett, y la soltó: como si la hubiera arrojado, la bola entró en la caja cristalina, alineándose con las otras bolas. El silbido cesó en cuanto entró en la caja. Con la mano enguantada, Mongolfier trataba de mover la bola, la manga, y al fin lo consiguió. La esfera que estaba en lo alto del pedestal, más clara que vidrio, se enturbió, como si se estuviera llenando de humo; Mongolfier movió otra manga hasta que la esfera estuvo negra; tan negra como el paso-muralla: un hueco negro en la mañana.

—Plunkett está muerto —dijo—. Cierra los ojos. —Con el otro guante, el guante que él había traído, movió una manga negra, y la esfera se levantó del pedestal.

—Cierra los ojos —dijo otra vez, preocupado, mirándome de soslayo desde la máquina.

—Está bien —dije, pero no los cerré. Me puse el sombrero. Me lo saqué. La esfera negra avanzaba con lentitud delante de mi cara. Hubo un momento en que sentí el miedo ilimitado que había sentido delante del paso-muralla cuando tropecé con él, y entonces cerré los ojos.

Y los abrí aquí.

—Sí. Y ahora tendrás que cerrarlos de nuevo, la historia está contada…

—Espera. Deja el guante. Tengo miedo. ¿Miedo?

—Miedo por él, por mí. ¿Qué hago, ángel, solo, apresado como la mosca, cuando no estoy aquí diciendo esto?

—Nada. Si sueñas, son| los sueños de que despiertas ya habiendo olvidado. Pero no creo que sueñes: no, nada probablemente.

—Me parece estar todavía en aquel prado, y que yo, mi historia quiero decir, ha venido aquí sólo para ser contada. Pero no puede ser así. Todo esto ya lo he dicho antes.

—Sí.

—¿Por qué no recuerdo?

—Tú no estás aquí, junco. Aquí no hay nada de ti excepto… excepto algo así como una placa del Sistema de Archivos, que sólo puede revelarte por…

—Interpenetración.

—Interpenetración, sí. Con otro. Que ahora se ha ido, y que volverá cuando tú te vayas. Pero nada de lo que se te diga mientras estés aquí podrá afectarte, así como la imagen de Plunkett tampoco podría sonreírte si tú le sonrieras; cuando estés todavía en otro, te sorprenderá otra vez encontrarte a ti mismo aquí, te sorprenderá que un momento antes estuvieras sentado en el prado con Mongolfier; y contemplarás maravillado la cúpula, las nubes; y contarás otra vez tu historia. Qué vas a ser cuando no estés aquí sino en tu pedestal, no lo sabemos; sólo sabemos que cuando vienes a veces estás despierto, y otras veces estás dormido…

—¿Cuántas veces? ¿Cuántas?

—… y siempre preguntas lo mismo. Cuando nuestro hijo… cuando mi hijo sea mayor, junco, y te lleve consigo si se atreve, habrás despertado aquí trescientas veces, en el doble de años.

—No. No, ángel…

—Numerosas vidas, junco. Lo dijo Pintada de Rojo.

—Pero ella se ha ido. Todos se han ido. Y yo… ¿qué hice, entonces, ángel, en mi vida? ¿Llegué a viejo? ¿Bajé alguna vez esa colina? Y Una Vez al Día… Oh, ángel, ¿qué ha sido de mí?

—No lo sé. Están aquellos que habiendo sido tú, han adivinado; han soñado o imaginado cómo volviste a Belaire, el santo que llegaste a ser. Mongolfier dijo que él te observó, después que fue a buscarlo el viejo helicóptero, vio cómo lo observabas maravillado, cómo lo mirabas cuando se elevó en el aire; eso es todo lo que sabemos. No sabemos nada más, junco, salvo lo que tú nos cuentas. Todo es tú aquí ahora, junco.

—¿Y me entero cada vez? ¿Y en seguida lo olvido? ¿Como si yo fuera Madre Tom dentro de la caja, como la tira de papel que San Gene enroscaba?

—Sí.

—Entonces libérame ahora, ángel. Déjame dormir, ya que no puedo morir. Libérame, pronto, mientras aún puedo soportarlo…

—Sí. Duerme ahora, hombre valiente; duerme otra vez, junco; cierra los ojos, cierra los ojos. Olvida.

—Sólo que… espera, espera. Escucha: el que yo soy, tienes que tratarlo bien, ángel, cuando vuelva, recuerda. Mira, toma mi mano, toma su mano. Sí. No la sueltes. Promete.

—Sí. Prometo.

—Quédate con él.

—Para siempre. Prometo. Ahora cierra los ojos.