El tiempo, pienso, es como caminar hacia atrás alejándote de una cosa: de un beso, digamos. Primero está el beso; das un paso atrás y sólo ves los ojos, y luego ves los ojos enmarcados en la cara cuando te sigues alejando; luego la cara es parte de un cuerpo, y luego el cuerpo está enmarcado en el vano de una puerta, y luego la puerta enmarcada entre los árboles. El sendero se alarga, la puerta es más pequeña, y ves los árboles, y la puerta desaparece, y luego el sendero se pierde en los bosques y los bosques se pierden en las colinas. Y, sin embargo, en algún lugar del centro está todavía el beso. A eso se parece el tiempo.
Yo sé que en mi centro es ahora el tiempo en que yo no era, el tiempo en que la doctora Botas era. Eso es el beso. La carta llegó, no entonces sino en mi primer paso atrás: cuando regresé, como recién nacido, al lugar en que había vivido siempre: Junco y este mundo. Y, sin embargo, allí, en el centro, está Botas: a veces, en los momentos en que el corazón me golpea el pecho con latidos lentos y duros, o un sueño se desbarata o un momento presente cae hecho añicos, tengo un recuerdo, un sabor de cómo fue haber sido Botas. Creo que si me hubiera quedado a vivir en Ciudad Servicio, repitiendo ese beso cada año, habría llegado a tener tanto de Botas como de mí mismo, a compartir a junco con Botas, como se compartía con ella toda la Lista. Pero va entonces, mientras sentado en el muelle esperaba la balsa de regreso, sabía que siempre llevaría a Botas conmigo.
Dije esperaba. Traté, sí, de esperar, durante un rato, pero no muy largo: en cambio me transformé en un hombre muelle, que no espera nada. Yo no tenía ningún mientras.
—¿Alguien puede remar? —preguntó Zhinsinura a algunos de los que estaban allí conmigo—. Él no puede.
La balsa llegó deslizándose por la corriente parda, chocó contra el muelle, madera mojada sobre piedra. Los dos que venían a bordo se levantaron y me miraron por debajo de los anchos sombreros, y uno de ellos me arrojó una soga blanca; una soga que vi y miré, allí donde había caldo, pero que no recogí. Oí que se reían, y yo también me reí, pero, enseguida, olvidé de qué, absorto en la tarea de observar cómo levantaban los largos rencos con un crujido de maderas. Suspiré un largo suspiro, como si en ese instante dejara de llorar: un suspiro por la vasta plenitud de todo.
Me pusieron a bordo, subió Zhinsinura, y cuando la barca giró aguas arriba, giró el mundo en mis ojos, como un vértigo.
Supongo que fueron ellos, los dos de la balsa, quienes dijeron a Zhinsinura la noticia de Una Vez al Día. Me parece recordar que hablaban con ella, y que los tres se volvían a mirarme. Si oí que nombraban a Una Vez al Día no pude entonces hacer una casa bastante grande corto para contener el nombre; miraba las olas rizadas del agua junto a la barca, los ojos brillantes del sol entre las hojas. Yo no podía saber, no podía sospechar que estar ausente por un tiempo, estar habitado un tiempo por una criatura más simple, menos contundida, más naturalmente sabía que yo, podía transformarme de ese modo, transformar el mundo de que estoy hecho, pero yo estaba aprendiéndolo, con una felicidad creciente estaba aprendiéndolo. Mientras la balsa navegaba y yo me deslizaba a través del día, como se deslizaba el día a través de mí, estaba aprendiendo a dejar que la tarea fuese el amo; lo que sólo consiste en no hacer otra tarea que aquella que me ha elegido a mí para que yo la haga. Sin sufrimiento alguno, cualquier gato lo sabe, cualquier criatura excepto el hombre, que necesita aprenderlo. Dejar que la tarea sea el amo es una ardua tarea para los hombres, y la más ardua de todas para los hijos de los ángeles, aun los descendientes muy lejanos. Pero es posible aprenderla: aprenderla es el único modo de aprenderla, pues soy un hombre Allá lejos y hace tiempo los ángeles se enfrentaron al mundo en una lucha agónica, una lucha incesante; pero yo aprendería, sí, en el largo verano mecánico del Pequeño San John, aprendería a vivir con el mundo, aprendería. Era tan fácil, al fin y al cabo, tan dolorosamente fácil. Los bondadosos amos de las tareas se multiplicaban en mí, y de los ojos caían lágrimas saladas, así corto ahora caen de los tuyos.
Zhinsinura cruzó la balsa y se sentó junto a mí. Incapaz de hablar y darle las gracias, apoyé la cabeza en su regazo. Ella me acarició el cabello.
—Una Vez al Día —me dijo— se ha marchado al oeste con algunos de los que partían para el trueque esta mañana. No fue elegida para ir; ella misma eligió. Le dijo a Houd: No volveré hasta que Junco se haya marchado, hasta que se haya marchado para siempre.
Dos veces y para siempre. Hay casas, casas siempre y más allá del tiempo, en las que es mucho más difícil vivir que en el millón de casas pequeñas que hay dentro; justo entonces yo estaba disfrutando de una pequeña en las ondas que entrecruzaban en los bajos del río.
—Si yo lo hubiera sabido —dijo Zhinsinura, no dijo nada más; porque, ¿qué hay que decir? Luego—: Junco puedes quedarte todo el Tiempo que necesites; pero, queremos que ella vuelva. Algún lía.
¡Qué sabia era al decirlo en ese momento! Porque yo estaba claro, y ella se daba cuenta; y aunque yo sentía que a lo lejos una casa oscura empezaba a alzarse alrededor de todo lo que hacía, yo estaba claro entonces, y observaba a los esquiadores acuáticos. Suspiré, de alivio tal vez porque junco, y también Una Vez al Día, se quitaban de encima un peso enorme e imposible. Pensé con felicidad en lo triste que hubiera sido no poder volver a casa. Creo que me dormí.
—Estoy muy cansado ahora, ángel. Necesito descansar.
—Descansa.
—Quita tu cristal, no hay nada más, nada más que decir.
Sólo el final. No será largo.
Ha salido la luna. Está en creciente ahora. Había luna llena cuando decidí venir. ¿Tanto tiempo hace que estoy aquí?
—No. Más.
Las nubes están espesas. Supongo que allá abajo no alcanzan ver la luna… Oh, ángel, quítalo, páralo, no puedo más.