Fragmentos y pedazos: una bola y un guante de plata. Un retrato angélico del Tío Plunkett de San John. Una casa en la que una vieja y dos niños indican el tiempo, y en medio los hombres muertos de piedra. Una pierna artificial; una esfera transparente sin nada dentro excepto toda la doctora Botas; una mosca encerrada en un cubo de plástico; una ciudad en el cielo. No, no era posible volver a juntarlos; no obstante era como si cada uno de esos objetos me transmitiera algún mensaje, una señal, como si apuntara con un dedo al siguiente, y que de algún modo, al final de la serie, yo encontraría algo precioso que se había perdido… quizá sólo conocimiento, pero algo que yo deseaba encontrar antes que ninguna otra cosa.
—Lo has encontrado.
¿Yo? ¿Quién es este yo? ¿No me dijo Mongolfier que no sería yo quien vendría aquí, sino sólo un reflejo, un sueño que no se ha borrado, y que no tiene mucho que ver conmigo, así como el retrato angélico del Tío Plunkett, obra de manos no humanas, no es realmente Plunkett? ¿Por qué dices, entonces, que yo he encontrado algo?
Porque ningún otro encontró la bola y el guante de plata: esta bola y este guante. Ningún otro los buscó. Ningún otro siguió la serie del principio al fin… dando luego el último paso. Quizá cualquier otro hubiera podido… pero eres tú quien nos encontró. Tú con quien yo hablo ahora: sólo tú que hablas conmigo. Bien, ¿qué ibas a contarme de Plunkett?
Yo… sí. Sí: iba a contar ahora cómo vi el retrato, y lo que me dijo Guiño… ¿Conoces mejor que yo esa historia?
—Continúa. No es a mía quien le cuentas.
Yo le había preguntado a Guiño por la casita que Una Vez al Día me había mostrado, y por los cuatro muertos de piedra.
—Sé lo de las cuatro cabezas de piedra —dijo—, cuatro cabezas que son una montaña; pero no son los cuatro muertos de la historia que yo conozco. Tal vez las cuatro cabezas de piedra representan a los cuatro hombres muertos; o quizá sea una broma de los cuerda Susurro. ¿Qué te dijo de ellos? «Y locos, por añadidura». Bueno, ¿quién puede entender a los Susurro? Pero hay una historia.
»En los días de la Tempestad, cuando las luces y los teléfonos de la Comuna se apagaron para siempre, y San Roy el Grande nos llevó por los caminos, había entre nosotros un muchacho, John, que con el tiempo llegó a ser San John. San John había sido criado por una tía, que era del habla, y por un tío, de nombre Plunkett. Los trabajos de Plunkett, de naturaleza secreta, fueron uno de los últimos proyectos de los ángeles que la Tempestad desbarató: conquistar la inmortalidad. El secreto dejó de serlo a causa de un desliz de la esposa de Plunkett, quien le reveló a John que aunque el Tío Plunkett estaba muerto y enterrado, lo que ella no cuestionaba, también estaba vivo en un lugar subterráneo próximo a Clevelen, en el lejano oeste, cerca de donde había estado la Comuna.
»Entonces San John desistió de acompañar a los del habla y volvió a Clevelen a buscar al Tío supuestamente vivo, a pesar de que cuando iba hacia el oeste pasó por la tumba donde lo habían enterrado. Al cabo de una larga búsqueda, John encontró el sitio que le había descrito la mujer de Plunkett; y por ese entonces también otros lo habían encontrado, algunos desesperados por aprender lo que los ángeles sabían de la inmortalidad, otros que querían destruir la obra, y todo lo que habían hecho los ángeles.
»Lo que habían encontrado y que ahora no dejaban de vigilar, y por lo que disputaban ferozmente entre ellos, eran cinco esferas transparentes sin ninguna abertura, y al parecer sin nada dentro. Sujetos a cuatro de esas cinco esferas había unos retratos angélicos, grises y lustrosos; cuatro caras. Una de ellas era el Tío Plunkett de San John.
Hubo muchos que se resistieron a que San John se llevara al Tío. Durante un tiempo discutió con ellos defendiendo a Plunkett de quienes querían destruir las esferas, si eran destructibles, y de quienes querían abrirlas, o tratar de manejarlas. Entonces intervino la Liga. Las mujeres de la liga vinieron y dijeron que ellas decidirían la cuestión —así como estaban decidiendo tantas otras— y que nadie tocaría las esferas o las estudiaría excepto ellas. San John no estuvo de acuerdo; y una noche se apoderó en secreto de las esferas que de algún modo eran Plunkett, y huyó.
»Durante muchos años y a lo largo de muchos peligros, John conservó al Tío Plunkett, aunque los del habla se burlaran de él y la esfera pareciese vacía. Llegó a ser un gran santo en la vejez, y vivía en una playa junto al campamento que los del habla tenían entonces cerca de Nueva Neyork en los días de la Liga Larga; y vivió todo el tiempo con Plunkett. Y si Plunkett habló alguna vez, nadie lo oyó.
»Después de la muerte de John, el Tío Plunkett fue a parar al carretón de San Andy, junto con muchas cosas, preciosas e inútiles; y lo mismo que tantas otras, la bola y el guante de plata de la historia, las gafas para la noche, la máquina de sueños, al fin se perdió, o quizá la vendieron, nadie lo recuerda, pues a nadie en ese entonces le interesaba demasiado. A la Liga Larga sí le interesaba: corrían rumores de que estaban buscando al último de los cuatro hombres muertos, algunos decían que para destruirlo como habían destruido a los demás, o para impedir que cayera en manos del enemigo, decían otros; pero los del habla no intervenían en estas disputas. Y con el tiempo no se supo más de él.
Yo hacía preguntas, pero Guiño respondía siempre encogiéndose de hombros y meneando la cabeza: ¿por qué había cinco esferas y sólo cuatro retratos? Si las cinco esferas eran todas iguales, ¿por qué decían que había sólo cuatro hombres muertos? ¿Cómo era posible que dijesen que estaban vivos?
—Pregunta a los ángeles, pregunta a la Liga Larga —dijo Guiño—. Sólo ellos saben. Yo no sé otra cosa que la historia de John; si los cuerda Susurro saben más, no lo dicen… pero pienso que no saben mucho más y que los cuatro hombres muertos son sólo un juego, como los tres sueños de Oliva, las siete estrellas errantes, las nueve últimas palabras del Pequeño San Roy. Sin embargo, hay una cosa; algo material, y que llegó a mis manos por una vía que no te explicaré. Mira…
Y como la Mbaba cuando acudía a los arcones para probar la veracidad de una historia de la vida errante, Guiño se levantó y rebuscó y de una hendidura de la pared sacó el ajado retrato angélico del Tío Plunkett que John había encontrado sujeto a la esfera, y que había traído consigo cuando se apoderó de Plunkett. En el retrato Plunkett vestía una camisa con botones y casi no tenía pelo, sólo una especie de nebulosa gris alrededor de la cabeza. Debajo de la barbilla rasurada sostenía una tarjeta con algo escrito. No miraba de frente, sino un poco de soslayo, como si hubiese oído que alguien lo llamaba. Las rajaduras del cuadro le cruzaban la cara como las cicatrices blancas de una herida terrible. La boca, abierta en una amplia sonrisa, mostraba los dientes, que relucían como la dentadura para todos. No sé por qué, pero al verlo me eché a temblar.
—A lo mejor —dije al fin— estaban equivocados. A lo mejor las esferas no eran para lo que ellos creían, y nunca hubo cuatro hombres muertos; la confundieron con alguna otra historia, o por alguna razón la entendieron mal. Probablemente.
Guiño me sonrió y me palmeó la mejilla.
—Probablemente —dijo—. Vayamos a buscar setas.
Nunca pensé que un hombre tan viejo como Guiño fuese a pasar el invierno en un lugar tan inhóspito como la casa del roble, pero aunque el otoño se nos venía encima, Guiño no hablaba de mudarse. Mataba el tiempo trabajando con algún libro o contemplando con melancolía el cristal que cubría las palabras crósticas, pues las noches eran ya desapacibles y por la mañana una niebla fría entraba en la casa; así que pasábamos las veladas arropados hasta las orejas en los Tres Osos, como Guiño llamaba a las mantas de cueros y vellones cosidos. Nos envolvíamos temprano en las mantas, y fumábamos y charlábamos durante las largas noches viendo cómo el carbón de leña se consumía y apagaba en el pequeño hogar.
—Este fuego —le dije— pronto no nos servirá de mucho.
—No —dijo él—. Por suerte no lo necesitaremos.
El bosque se había vuelto transparente. Ahora, desde las ventanas de la casa se alcanzaba ver el prado y el arroyo helado entre las rocas escarchadas. Guiño y yo trabajamos en la casa para protegerla del frío; tapamos las grietas con barro y musgo, colgamos de las paredes las gruesas mantas que él había guardado en el verano. Cerramos el hornillo y la chimenea. Hicimos una nueva puerta de entrada para ponerla sobre la antigua, y discutimos sobre cómo podríamos unirlas para que no dejaran pasar el aire. Un día en que la quietud y la cuajada oscuridad de las nubes parecían anunciar una copiosa helada, Guiño sacó de algún sitio unas gruesas láminas de plástico, diáfanas, grandes tesoros; pusimos una capa por fuera, y otra por dentro en todos los ventanucos. Luego Guiño movió los dos sillones-cama de frente a las ventanas.
—¿Está llena la Garrafa, hasta el tope? —preguntó.
—Sí…
—Entonces supongo que estamos listos.
En un brasero pequeño puso unas ramitas y agregó unos trozos de carbón; cuando los carbones se chisporrotearon buscó un pote pequeño de plata angélica bien cerrado, y lo abrió. Tomó entre los dedos una buena pulgarada de un polvo negro, lo observó arrugando la frente, volvió a echar una parte en el pote, y el resto lo esparció sobre las ascuas. El polvo no humeó, pero el olor era denso y penetrante, tan extraño que no podría compararlo con ningún olor conocido. Hicimos los preparativos finales; Guiño volvió a cerrar con cuidado el pote y lo uso junto a él; miró en torno, con un dedo en los labios, para cerciorarse de que todo estaba a punto. Yo había empezado a sentir un calor y una somnolencia deliciosos, pero consciente siempre, como si pudiera estar dormido y despierto a la vez. Esa parecía ser también la idea de Guiño, y nos arropamos en los Tres Osos, más abrigados ahora gracias a unos lienzos plateados que Guiño había atado todo alrededor; nos acomodamos, y allí invernamos durante tres meses.
En la tarde de aquel primer día hablamos poco; estábamos cada vez más quietos y en silencio, como dormidos, pero contemplando el sol claro y frío del crepúsculo, que desaparecía detrás de una masa borrosa de árboles negros allá en las montañas, del otro lado del prado. Más tarde, cuando la luna llena iluminó la tierra silenciosa y desnuda, oímos los crujidos y crepitaciones de la escarcha Las nubes se amontonaron, cubriendo la faz blanca de la luna. Por la mañana estaba cayendo la primera nevada, esparciendo sobre el suelo un polvo fino y helado que el viento huracanado levantaba en remolinos.
La Garrafa conservaba el agua tan templada en el invierno como fresca en el estío. Al menos una vez por día yo cargaba una pipa con el pan de Santa Bea, trío y escamoso. En las horas de luna llena, San Guiño salía gruñendo de las mantas y encendía el carbón y quemaba un poco más del polvo negro. A veces, cuando había alguna breve racha de calor, nos escurríamos fuera de nuestros Osos y abríamos las dos puertas del frente y bajábamos por la escala, con movimientos solemnes y cautelosos como dos viejos inválidos; y luego, un momento después, estábamos otra vez arriba, extenuados, pero habiendo visto muchas cosas.
Dormíamos con un sueño extraño, total, del que sólo salíamos pasado el mediodía, para volver a caer en él a la caída de la tarde; muchos días pasaban sin un comentario, vislumbrados apenas entre un sopor y otro. La nieve se amontonaba en el bosque; en una ocasión pasamos un día entero siguiendo las idas y venidas de un zorro que corría a ciegas por el prado desnudo, y observando los ajetreos de los grajos y gorriones; al fin nos dormimos cuando ellos se durmieron. Dos ardillas del roble descubrieron por fin como entrar en la casa, y correteaban felices sobre nosotros, respirando nuestro aliento; durmieron en el regazo de Guiño durante los tres meses de borrascas ininterrumpidas y violentas que amortajaron de escarcha la floresta; a la mañana siguiente, espléndida y azul, el hielo parecía una música, una música demasiado deslumbrante. Las ardillas dormían. Nosotros dormíamos, mientras a nuestros pies se arremolinaban el polvo y el musgo y las espinas de las hojas. Éramos ya una parte del amado roble de Guiño, oyendo crujir y crepitar las ramas en el viento, apenándonos cuando una mole de hielo quebraba una rama delicada. La nieve caía con un ruido sordo sobre el tejado, y resbalaba hasta el suelo. Yo parpadeaba menos; había notado con frecuencia que cuando parpadeaba, casi siempre me dormía. Mi mano izquierda estuvo posada sobre mi mano derecha durante medio mes.
En una tarde blanca de aquella estación interminable, un día templado en que Guiño había conseguido levantarse y sacar del pote un poco de polvo para atizar una vez más nuestra profunda hibernación, le pregunté:
—¿De dónde viene?
—¿De dónde viene qué? —preguntó él, mirando alrededor pensando que me refería a algún animal.
—El polvo —dije—. ¿Y cómo hace esto?
Ya había empezado a hacerlo; el olor penetrante flotaba en el aire, intenso y metálico, como el aliento cálido de una garganta de bronce, y sentí que mis ancas se movían buscando una postura más cómoda en el sillón en el que vivía apoltronado.
—Pregunta a los ángeles cómo lo hace y qué hace —dijo Guiño—. Ellos te lo dirán, aunque tú no entenderías. ¿No te das cuenta? Escúchalo; tienes tiempo.
Con mucho esfuerzo y cuidado volvió a instalarse en el sillón mientras yo trataba de escuchar cómo trabajaba el polvo. Empezaba a entender lo que Guiño quería decirme; y sabía que al final del invierno sabría cómo hacía lo que hacía; aunque no podría explicárselo a nadie que no hubiese pasado todo un invierno con ese polvo.
—Y de dónde viene —estaba diciendo Guiño, mientras se acomodaba en el asiento—. Bueno… hay un cuento…
»Dije que dormíamos mucho; pero cuando despertaba me sentía extrañamente lúcido y perspicaz, como si todas las cosas tardaran en revelárseme, con lenta precisión, para sorprenderme luego, mostrándome más de lo que yo había imaginado, no sólo los movimientos del zorro en acecho sino las largas y enmarañadas historias de San Guiño, que entretanto se desarrollaban, serpenteantes pero nítidas, como el arroyo de melocotón que corría en el crepúsculo del prado negro y blanco.
Guiño siguió hablando, hablando del polvo, y de otros polvos y medicinas que preparaban los ángeles; de cómo los ángeles, luego de haber alterado el mundo, habían alterado a los hombres para adaptarlos al mundo alterado, pavimentando y rehaciendo las entrañas más profundas del hombre como lo hicieron con la superficie de la tierra. De las hijas de la medicina, decía Guiño, la medicina es a las hijas de la medicina lo que una rama seca es a un árbol. La medicina es como una pintura; las hijas de la medicina son como un cambio de color en un cristal. La medicina te cambia, combate tus enfermedades, ahoga tus penas; las hijas de la medicina te invitan a que te cambies tú mismo, y a eso no puedes negarte. Una medicina dura lo que una comida; las hijas de la medicina te dejan transformado hasta mucho después de haber desaparecido de tu cuerpo. Cuatro de las hijas de la medicina están contenidas en los Cuatro Potes, el primero te quita casi todas las enfermedades, y el último, el pote blanco-marfil de contenido blanco, fue preparado para resolver un problema extraño causado por el primero de los potes.
—Los ángeles aprendieron a curar los males que matan a los hombres en plena juventud —dijo Guiño—, y esperaban que así podrían vivir eternamente. En eso se equivocaron, pero habían tenido tanto éxito en conservar vivos a los hombres que les pareció que muy pronto habría en el mundo gente saludable. Por demás, tan sanos como si fueran inmortales, ya que nada los podría matar excepto su propia estupidez, y que salían de los vientres de las mujeres como hormigas de un hormiguero, sin que hubiera alimentos ni espacio suficiente para todos. Piensa en el miedo, en la aversión instintiva que sientes cuando pateas un nido de hormigas y las ves allí, pululando: eso mismo sintieron los hombres hacia los de su propia especie, y sobre todo hacia las Leyes y la Goma de Mascar que más que ninguna otra cosa soportaban la pesada carga de mantener en pie el mundo del hombre.
»Y entonces, gracias a un método que hemos olvidado, un método semejante a las hijas de la medicina pero mucho más sutil, se esterilizaron. Tardaron algunas generaciones, pero al fin consiguieron que esa esterilidad fuese permanente: se transmitía e madre a hija. Y entonces prepararon la hija de la medicina que está en el cuarto de los Cuatro Potes, para que provocara otra vez los fenómenos internos que el método inventado por ellos había detenido. Una mujer que toma de ese pote puede concebir durante un tiempo, pero su hija nacerá estéril, hasta que también ella tome la medicina del pote. Es como si hubiéramos nacido sin ojos, transmitidos como un preciado legado y las hijas decidieran si los aceptaban o rechazaban.
»Y, quizás, habría resultado, si no hubiese sobrevenido la Tempestad; los hombres hubieran podido decidir cuántos tenían que ser, así como habían decidido construir la Carretera y poner una luna falsa junto a la luna real. Y en los inviernos que vinieron después, en las Guerras y catástrofes, murieron millones a causa de aquello que los ángeles creían haber extirpado, y sólo unos pocos nacieron con el nuevo método.
»Y aquí estamos nosotros, los pocos que quedamos, incapaces de recomponer lo que hicieron; llevando fuera una parte de nosotros, en el pote blanco; cargando todavía con el peso de la elección de aquellos hombres.
»Durante un invierno, cuando yo tenía cinco o seis años, había salido en busca de mi madre, Di una Palabra, y la encontré en una habitación con cortinas; yo había entrado sin hacer ruido, y ella no me vio, pues estaba muy atenta a lo que decía la vieja comadre Risa Alta, y que yo no alcanzaba a oír. Vi de pronto que Siete Manos estaba con ellas, y por eso no quise acercarme (en esa época mi nudo con él estaba más enmarañado). Me senté en cuclillas y los observé a la luz invernal. Risa Alta tenía abierta la caja de los potes, y con un dedo empujaba hacia mi madre el pote blanco, a través de la mesa. A mi madre le brillaba la nariz a causa del sudor, y tenía una sonrisa extraña, fija. Tomó el cuarto pote y lo puso obra vez sobre la mesa.
—No —dijo—. Este año no.
Siete Manos no dijo nada. ¿Lo desearía? ¿Importaría que lo desease? No dijo nada, pues la elección de los ángeles era sólo para Di una Palabra.
—Este año no —dijo ella, y sólo miró a Risa Alta, quien frunció los labios y asintió. Puso el pote en el cuarto sostenedor, metió el sostenedor en la en la caja y cerró la tapa, con un ligero chasquido.
El chasquido me despertó.
—Los ángeles —estaba diciendo Guiño—, con aquellos teléfonos y automóviles y Carreteras, solían decir: «Es un mundo pequeño. Cada día más pequeño». —Meneó la cabeza—. Un mundo pequeño.
Fumamos, y luego hablamos del invierno. De los inviernos de las Guerras, y de este polvo negro que había mantenido con vida a quienes combatían a los ángeles, y de cómo él, Guiño, había llegado a tenerlo; y del invierno en que se manifestó la Liga Larga; y el invierno en que San Roy el Grande cerró la puerta de la Comuna de Belaire Grande, y comenzó la larga vida errante de la gente del habla, y de la pierna que San Roy había perdido; y del resto del mundo, del otro lado de los océanos, desde donde nunca llegó una palabra…
—¿La pierna que perdió? —pregunté.
—A causa del frío —dijo San Guiño—. Congelada y gangrenada por el frío, y tuvieron que amputársela. En años anteriores, la ciencia de los ángeles hubiera podido ponerle una nueva pierna natural; pero tuvo que contentarse con una artificial.
Patente como agua a la luz del crepúsculo…
—¿La que está ahora en la madriguera? —pregunté.
—Así es. —Interminable, la nieve continuaba descendiendo, ciega, silenciosa—. Y lloras, decía San Roy, sólo después, y cavilas, y piensas que más te valdría estar muerto. Pero te has procurado una artificial, aunque no como las que hacían los ángeles. Es de madera pero funciona; y te obligas a levantarte y caminas, sintiéndote ridículo y dolorido. Pero no te desanimas, y un día puedes conformarte con tu suerte. No podrás bailar, quizás, y por mucho tiempo no podrás hacer el amor, pero vas tirando. Aprendes a vivir con ella. Hasta te ríes; Roy se reía, claro. Pero siempre, aun en los tiempos de fortuna, tuvo una pierna de menos.
»Y lo que Roy pensaba, él que fue testigo de la Tempestad, era que en adelante todos seríamos como él: todos hombres sin piernas. Quizás, ocurrió porque decidieron ser estériles, o por algo anterior, el propósito angélico de dar al mundo una forma que conviniese a los hombres, a martillazos, no importaba a qué costo… de cualquier modo perdimos esa carrera terrible.
»Y nos dejó sin piernas.
Hoy el crepúsculo parecía eternizarse, había comenzado casi al final de la mañana deslizándose insensiblemente hacia la noche sin luna.
—Y nosotros sabemos reír. Tenemos nuestros sistemas, y nuestra sabiduría. Pero aún una sola pierna. Y una pierna de menos no se cura como un constipado. Aprendemos a vivir con ella. Lo intentamos.
Guiño cambió de posición en la silla; un movimiento casi imperceptible.
—Bueno, estos son los cuentos del invierno. Mira qué gris es hoy la luz, el mundo está soñoliento como yo. Y Belaire Pequeña está cerrada ahora, todos metidos dentro, contando las viejas historias… y la primavera llega, cuando llega.
Y dormimos otra vez, sin habernos movido. Los días pasaban entre incesantes remolinos de nieve; el tránsito del sol era rápido, y velado y frío. Sin estrellas, sin luna durante muchos días; el zorro y los pájaros.