Y yo me decía a medida que transcurría el verano y él no me echaba, cada vez que cruzaba con el cubo de agua y veía la casa en el árbol en medio de las hojas cuchicheantes, que así como yo había encontrado a Guiño, tal vez él me hubiera encontrado a mí, alguien a quien había esperado largamente. Y sonreía al pensar en nuestra buena fortuna, aun mientras llevaba a cabo aquella complicada tarea de izarme hasta la puerta, izar el agua, meterla dentro, y por fin verterla en la Garrafa.

Instalada sobre la mesa, la Garrafa me llegaba al mentón: era de plástico, amarilla y brillante, pulida y sin aristas. Tenía una tapa que alguna vez había sido transparente pero que ahora era gris. El agua que salía por la pequeña espita, aun después de estar guardada un día entero, era tan deliciosa y fresca como a orillas del arroyo. Pintada o de algún modo impreso en el frente se veía la figura de un hombre, o una criatura semejante a un hombre, de piernas gruesas y musculosas como las de un corredor y con los brazos extendidos. Una mano gorra sostenía un vaso del que se derramaba un líquido anaranjado; la otra levantaba un dedo grueso como un garrote. La cabeza del hombre, anaranjada como el líquido del vaso, era enorme para el cuerpo, una gran esfera, y tenía una expresión de júbilo frenético, de una felicidad inimaginable y chillona. Eso era la Garrafa.

Pregunté si Guiño la había traído de la ciudad y la conservaba como recuerdo. Había hecho un viaje a la ciudad cuando era joven y por las noches solía contarme historias de ese viaje.

La tomé para traer en ella el resto de las cosas que había encontrado, porque era grande y liviana. Me la até a la espalda con una correa. San Guiño me contaba de la ciudad silenciosa, más silenciosa que cualquier otro lugar, porque casi nada vivía allí que pudiera hacer ruido. En los tiempos antiguos habían estado allí no sólo los hombres sino las poblaciones que vivían a expensas de los hombres, pájaros y ratas e insectos; todos habían desaparecido junto con los hombres, Guiño había caminado a través del silencio, y había subido a los edificios, llevando la Garrafa para poner en ella las cosas que encontraba.

Cuando narraba las historias de la ciudad y de las cosas que allí había encontrado, yo pensaba que Guiño podía ser cuerda Huesos, o aun Bucle, aunque la cuerda de los Bucle no tiene ningún santo. Pero yo no estaba muy convencido. Cuando lo leía con las gafas puestas, trabajando en la mesa, ensimismado en los misterios de las palabras crósticas. Hermoso en su ensimismamiento, espantando alguna mosca y cruzando y descruzando perplejo los grandes pies, estaba seguro de que era de la cuerda Hilo de San Gene. Pero tampoco eso me convencía.

—¿Por qué no le preguntaste?

—¿No le pregunté qué?

—De qué cuerda era.

—Bueno, si yo no lo sabía, ¿cómo iba a saberlo él?

—Pero vosotros sabíais de qué cuerda erais.

—Sí. Y si Yo hubiera conocido a San Guiño en los túneles de Belaire, con sus amigos y sus ocupaciones, y los sitios en que prefería vivir, también habría sabido de qué cuerda era. Tu cuerda, sabes, es algo que descubres cuando te examinas, como cuando te miras a un espejo y descubres que tienes el cabello rojo. En Belaire Pequeña estás en una cuerda, una cuerda es… bueno, una cuerda, como un trozo de soga, no como el nombre que llevas. Está más claro, ¿no?

—Bueno. Continúa. ¿Qué dijiste que hacía, tan ensimismado, que te hacía pensar que era cuerda Hilo?

Trabajaba en sus palabras crósticas.

—Cuando San Ervin fue al roble a aprender de Santa Maureen a ser un santo, ella nunca le permitió subir a la casa que había construido en la copa, nunca, ni una sola vez, en todos los años que él estuvo allí. A veces ella se enfadaba con él y le decía que se fuera, que la dejara en paz; pero él no se iba, insistía en quedarse, le llevaba regalos y ella los tiraba; y él se escondía y ella lo descubría y lo perseguía con un palo para que se fuera, bueno, es una historia muy larga, pero al final cuando Santa Maureen se estaba muriendo, San Ervin fue a verla; ella estaba demasiado débil para echarlo, y él lloraba porque ya nunca llegaría a ser santo y ella le dijo: «Bueno, Ervin, ya tienes una historia; ve y cuéntala». Y murió.

Cuando hacía algunos días que yo estaba en la casa del árbol, le dije a Guiño, un poco turbado, a qué había venido, y él, como Santa Maureen, sólo dijo:

—¿Quieres ser un santo? ¿Un santo? ¿Qué haces aquí, entonces? ¿Por qué no estás en eso?

—Pensé —le dije, con la cabeza gacha—, que tal vez podía quedarme aquí contigo, y escuchar y observar, y ver como llegaste a santo, y aprender a hacer lo mismo.

—¿YO? —Chilló Guiño consternado—. ¿Yo? ¡Vamos, yo no soy un santo! ¿Cómo se te pudo ocurrir? ¡Yo un santo! Hijo, ¿no te enseñaron a hablar con verdad en los túneles? ¿Y es posible que no lo hayas oído en todo cuanto yo decía? ¿Te sueno acaso como San Roy?

—Sí —respondí con verdad.

Apabullado, Guiño volvió a las palabras crósticas.

—No, no —dijo al cabo de un momento—. Te explicaré. Un santo te contará historias de su vida.

—Y es lo que tú haces, del tiempo en que fuiste a la ciudad, y de todas las cosas que allí encontraste.

—Hay una diferencia. Las historias que yo te cuento no son de mi vida, sino de nuestra vida, nuestra vida de hombres. Esa es la diferencia entre la sabiduría y el conocimiento. Admitiré que conozco algunas cosas, muchas si te hace feliz haberme encontrado; por inútil que sea ese conocimiento. Pero la sabiduría… No soy un ángel, y si algo sé es que la sabiduría no nace por fuerza del conocimiento, y algunas veces no puede, sencillamente, nacer de él. Si lo que buscas es conocimiento, bueno, no he tenido a nadie con quien discutirlo durante muchos años, así que me alegro de que hayas venido; si es sabiduría, entonces será mejor que la busques donde puedas encontrarla; no aquí.

—¿No sería posible tener conocimientos y, sin embargo, ser un santo?

Guiño rumió un momento esta idea.

—Supongo que sí —dijo—, pero el hecho de que fuera un santo no tendría nada que ver con tus conocimientos. Sería como… Puedes ser alto, o gordo, o tener los ojos azules y ser un santo… ¿entiendes?

—Bueno —dije, aliviado—, quizás entonces podría empezar por buscar el conocimiento y entre tanto contar con que la suerte me haga sabio.

—Por mi parte estoy de acuerdo dijo mi santo. ¿Qué te gustaría saber?

—Ante todo —le dije—, ¿qué es eso que estás haciendo?

—¿Esto? Son mis palabras crósticas. Mira.

Sobre la mesa, donde caía el sol de la mañana, había una delgada lámina de vidrio. Debajo del vidrio había un papel, cubierto con unos dibujos minúsculos que reconocí como impresión; eso ocupaba casi todo el papel, excepto un recuadro, un recuadro dividido en cuadrados pequeños, algunos negros y otros blancos. Sobre el vidrio que cubría el papel, Guiño había trazado diminutos signos negros —letras, los llamaba— encima de los cuadraditos blancos. El papel estaba arrugado y amarillento, y en un lado tenía una mancha pardusca.

—Cuando yo era niño en Belaire Pequeña —dijo, encorvándose sobre el vidrio y ahuyentando una araña que se había instalado como una letra sobre un cuadradito blanco—, encontré este papel en un arcón de los cuerda Huesos. Nadie supo decirme qué era, cuál era la historia. Una comadre dijo que creía que era un acertijo, tú sabes, como los acertijos de San Gene, pero diferente. Otra decía que era un juego, como los aros, pero diferente. Bueno, no diría que fue sólo por eso por lo que me marché de Belaire, pero pensé que podría averiguar qué clase de acertijo o juego era, y cómo resolverlo o jugarlo. Y lo resolví, casi todo, aunque eso fue sesenta años atrás, y aún no he terminado.

Metió la cabeza debajo de la mesa y buscó algo entre las cosas que allí guardaba.

—Hablé con mucha gente, anduve por largos caminos. Lo primero que averigüé fue que para poder descifrar mi papel tenía que aprender a leer lo que estaba escrito. Era un buen consejo, pero en ese entonces ninguna de las personas que yo conocía sabía cómo hacerlo.

Sacó una caja de madera y la abrió. Dentro de la caja había unos bloques voluminosos y oscuros que YO había visto antes.

—Eso es el Libro —dijo.

—Estos son libros —dijo San Guiño.

—Hay un montón —dije.

—He estado en sitios —dijo él, levantando el Libro que estaba arriba de todos—, donde los libros llenaban edificios casi tan grandes como Belaire Pequeña, desde el suelo hasta el techo. —Alzó la cubierta para mostrar el papel cosido por dentro, que esparció ese olor peculiar del libro, ese olor mohoso del papel—. El libro —continuó con voz pausada como si hablara en sueños, poniendo el dedo bajo las letras más grandes—, trata de mil cosas. —Los dedos de Guiño vagabundearon por el resto de la página, mientras decía algo como para sus adentros y se detuvieron sobre una línea de escritura roja al pie de la página—. Tiempo, vida, libros —dijo—, pensativo, y bajó la cubierta.

—Hay gente —dijo, golpeando con suavidad el bloque gris—, y a veces me encuentro con ellos, que se pasan en esto la vida entera, escudriñando los secretos de los ángeles. Se han dado vuelta, sabes y miran siempre hacia atrás; y aunque todo cuanto yo quería era resolver mi acertijo, cuanto más aprendía a leer la escritura, más me daba vuelta yo mismo. Es infinita la escritura de los ángeles; lo anotaron todo, hasta los detalles más pequeños, de cómo hacían las cosas. Y todo puede encontrarse en los libros.

—¿Quieres decir que si pudiéramos leer la escritura podríamos hacer las cosas que ellos hacían? ¿Volar?

—Bueno. Ellos tenían una frase, decían: «la necesidad es madre de la invención», y no puedo imaginarme una época en la que una necesidad interior nos haga comenzar otra vez. Pero me es más fácil imaginar que todo eso pertenece al pasado, y que ha quedado aquí, arrumbado en estos libros, como esos juguetes que ya no te divierten, pero que son toda una parte de tu infancia y no te decides a tirarlos.

»Esos ancianos, sabes —dijo poniendo a un lado todo lo que era libro y deslizándolo otra vez debajo de la mesa—, ni soñarían con tratar de seguir las instrucciones del millón de libros de instrucciones. Les basta con saber que en un tiempo todo fue así. Que pueda volver a ser así… es como si te rieras de las penas de tu juventud, y te alegraras de que hayan pasado.

Volvió a inclinarse sobre el antiguo acertijo. Suspiró. Se mojó un dedo y limpió una mancha en el vidrio.

—Pones letras en los casilleros —explicó—, de acuerdo con las instrucciones escritas. Pero las instrucciones mismas son el acertijo: son las claves de ciertas palabras que divididas en letras llenarán los casilleros vacíos. Cuando has descifrado cada clave, y adivinado la palabra, y reordenado correctamente todas las letras poniéndolas en los respectivos casilleros, las letras en los casilleros te transmitirán un mensaje. Y tendrán sentido leídas en una línea horizontal.

Tal vez no fue eso exactamente lo que dijo, porque en verdad no entendí. Pero entendí por qué le había dedicado tantos años: si tan bien lo habían escondido, lo que a la larga develaran los casilleros tenía que ser algo de importancia extraordinaria. Miré lo que componía el mensaje lleno de huecos como la boca de un viejo:

—¿Qué dice?

HAY COS COS EN SAN DI O Z RES DL: LAS CAL ES SE D N A SI MISMOS NOMBRES BON T S

COMO COM TE DE CIUD NOS PERO SON LOS TIR NOS

DE EU PA QUE RESU ITAN EN El SUELOTE ER SO DE ESTA TIERRA LIBRE

Guiño tenía razón, era un acertijo o un juego: tú te equivocaste en pensar que tenía que ser importante, ya que tan bien lo habían escondido; los ángeles los resolvían o jugaban con ellos en pocos minutos, o en una hora, y luego los estrujaban y los tiraban.

Los ángeles… Si pudiera creer sólo una parte de lo que me contó Guiño, aquellos cien años que precedieron a la Tempestad tienen que haber sido la época más maravillosa para vivir, desde que ha habido hombres. Yo pasaba largas horas soñando despierto con aquellos tiempos, preguntándome cómo habrían sido realmente. Las historias que alimentaban mis ensueños manaban de Guiño como agua de manantial; pienso que él había sido como yo de joven, y que lo era todavía, en cierto modo, aunque bufara cada vez que yo hablaba de lo maravilloso que tuvo que ser.

—¡Maravilloso! —dijo—. ¿Sabes que una de las causas más frecuentes de mortandad en ese entonces era que la gente se mataba?

—¿Cómo que se mataba?

—Con armas, como las que te describí; con venenos y drogas, arrojándose desde los edificios más altos; empleando cualquier cantidad de máquinas que los ángeles construían para otros fines.

—¿Y lo hacían con deliberación?

—Con deliberación.

—¿Por qué?

—Por tantas razones como las que tienes tú para decir que fue un período maravilloso.

Bueno, eso no me convencía, claro; y seguía pasando las siestas bochornosas del estío perdido en mis ensueños, imaginando a los ángeles en los momentos de la agonía final, la soberbia increíble y sin sosiego de aquellos sueños (la Carretera a lo largo y lo ancho del mundo, la Luna Pequeña arrojada al cielo de la noche) y que al fin los impulsó a buscar la muerte saltando desde los altos edificios, pues nada los satisfacía (aunque yo pensaba que Guiño podía estar equivocado: quizás habían creído que eran capaces de volar).

Ah, qué populoso era el mundo en aquellos tiempos; lo imaginaba tanto más vivo que en estos períodos de calma en que nada cambia y el alumbramiento de una idea nueva puede arrastrarse durante muchas generaciones. En aquellos tiempos las cosas se comenzaban y concluían en una sola vida, las grandes fuerzas se entrechocaban y eran devoradas por otras nuevas. Era como una carrera monstruosa entre la destrucción y la perfección; tan pronto como una parte del mundo era conquistada, la conquista se volvía contra los conquistadores, como la Carretera que los mataba a miles; y del mismo modo, los sueños mecánicos que los ángeles llevaron a cabo con un trabajo y un ingenio inconcebibles, esos sueños que se propagaban por el aire como semillas votantes, durante todo el día, y que pasaban invisibles a través de las paredes y los muros de piedra, y los cuerpos de los propios ángeles cuando se sentaban a esperarlos, y que aparecían simultáneamente ante todos los ángeles para prevenirlos o instruirlos, un sueño soñado por todos para que todos pudieran actuar de común acuerdo; hasta que se descubrió los sueños que les atravesaban los cuerpos eran de algún modo venenosos, no me preguntes cómo, y que millones enfermaban y morían jóvenes y no podían tener hijos, pero tampoco podían dejar de soñar por más que los sueños mismos les advirtieran que los sueños los estaban envenenando, incapaces o temerosos de despertar y encontrarse solos, hasta que la Liga Larga despertó a las mujeres y las mujeres dejaron de soñar: y todo esto aconteció en lo que dura la vida de un hombre.

Y todo se precipitó cuando la Tempestad se hizo inminente. La Tempestad era el fin de la carrera; las soluciones eran cada vez más extravagantes y más desesperadas, y los desastres más tremendos, y los ángeles soñaron entonces los sueños más descabellados, que viviríamos eternamente, o casi, que abandonaríamos la tierra, esta tierra estragada, y que flotaríamos en ciudades suspendidas entre la tierra y la luna, para siempre; un sueño irrealizable a causa de las Guerras que estallaban y los millones que morían en un millón de formas diferentes, y todas a manos unos de los otros. Y la Liga Larga crecía por doquier y en secreto mientras las soluciones desesperadas se derrumbaban o estallaban en las caras mismas de los creadores; la Liga Larga en lucha secreta con los ángeles, que apenas conocían la existencia de la Liga. Hasta que la Liga fue el único poder cuando las Leyes y la Goma de Mascar se consumió el mundo de los hombres ron durante las Guerras y en las luchas por conservar el mundo de los hombres.

Fue entonces cuando los del habla con verdad hablaron por los mil teléfonos de la Comuna de Belaire Grande; y mientras los millones de luces se apagaban, y los sueños mecánicos se desvanecían, dejando a los ángeles abandonados en la terrible oscuridad, las Plantadoras, de mil brazos y mil ojos y más sabias que cualquier ser humano, exploraron por mandato de los ángeles otros cielos y otros soles y regresaron trayendo los árboles del pan y quién sabe cuántas cosas más que ahora se han perdido; y nadie era capaz de comprender todo lo de pronto estaba aconteciendo; y en seguida llegó la Tempestad, que como decía Siete Manos, va estaba anunciada, y todo empezó a detenerse y siguió deteniéndose hasta que al fin todos aquellos millones se encontraron de pronto en los antiguos bosques, donde nunca habían estado, y mirando alrededor con asombro el viejo mundo, como si fuese un mundo extraño, tan extraño como lo habían sido en realidad todos aquellos sueños.

Fue como si una esfera de vidrio multicolor flotase entonces por encima del mundo, puesta allí por el esfuerzo y el poder inimaginable de los ángeles, tan hermosa y extraña y tan necesitada de cuidados, que para ellos no había otra cosa, y olvidaron el mundo mientras miraban cómo flotaba. Y de pronto la esfera desapareció, destruida por la Tempestad, y el mundo fue otra vez como había sido antes, excepto unas pocas incurables heridas. Pero dispersos por todo este mundo viejo y vulgar, desparramados a lo largo de estos años de destrucción, perdidos en los lugares más insólitos y aplicados a los usos más inverosímiles, hay fragmentos y pedazos de esa gran esfera; fragmentos que puedes recoger y mirar a la luz del sol y maravillarte… aunque nadie podrá volver a juntarlos.

Estábamos en el prado tendidos sobre las hierbas amarillas del fin del verano y contemplando las nubes que desfilaban solemnes por el cielo. Una helada había atacado el bosque dejándolo polvoriento y fragante, rumoroso y amarillento, y, sin embargo, el verano continuaba: él verano mecánico del Pequeño San John.

—Guiño —dije—, ¿hay ciudades en el cielo? Guiño se rascó detrás de la oreja y se recostó apoyando la cabeza en las manos.

»Las ciudades angélicas del cielo. Así llamaba el Pequeño San Roy a las nubes como esas. Pero hay una historia. Cuentan que en los días de la Tempestad los ángeles construyeron ciudades cubiertas con cúpulas de vidrio, que por algún medio podían flotar como nubes. No lo sé. No dudo que pudieran. Y se decía que algún día, tal vez después de miles de años, los ángeles volverían; las ciudades se posarían sobre la tierra y los ángeles saldrían a ver qué había ocurrido aquí mientras ellos estaban flotando. Bueno. Hmmm… Nadie, ningún ángel ha vuelto… No sé… Tal vez se confundieron con Luna Pequeña, que era realmente una ciudad en el cielo. Donde vivían ángeles, aunque ahora todos están muertos, sorprendidos allí por la Tempestad y sin poder regresar; todavía han de estar allí, supongo. ¿Quién sabe? La flor está abriéndose, ¿ves allí?

La semilla pardusca, que tanto se le parecía, flotaba muy cerca.

Si pudiera mirarla aún de más cerca, pensé, descubriría que tiene una nariz larga y facciones pequeñas, como las de Guiño. La semilla le rozó la arrugada camisa blanca y se elevó otra vez, hacia otra parte. La brisa decidiría.

—Fragmentos y pedazos —dijo Guiño, soñoliento—, fragmentos y pedazos.

Se había dormido. Yo seguía contemplando las nubes, poblando con ángeles los valles y cañadas.