–¿Cómo voy a contarte todo esto? ¿Cómo? Para contarte una sola cosa es preciso que antes te cuente todas las historias; todas las historias dependen de las historias que se conocen de antemano.
—Puedes contarlo; puede contarse. ¿Acaso no es eso ser un santo? ¿Contar todas las historias en la historia única de tu propia vida?
—Yo no soy un santo.
—Tú eres el único santo. Continúa: yo te ayudaré si puedo. Tendrás que terminarla; antes del anochecer: al menos antes del alba.
Yo quería decir: la cuerda Susurro está enrollada dentro de las cuerdas de Belaire, como una promesa antigua nunca rota del todo, o como el fragmento de un sueño que te ha quedado en la mente el día entero hasta que llega la noche y vuelves a soñar. Mas para poder decirlo he de hablarte de las cuerdas. De la liga Larga de las mujeres, de cómo nació y de cómo se disolvió. De Santa Oliva y de cómo vino a Belaire y descubrió la cuerda Susurro. De la Lista de la Doctora Botas y de los hombres muertos; de cómo yo llegué aquí, a contártelo.
Las cuerdas. Tu cuerda, eso eres tú, mucho más que tu nombre o que el rostro que te mira desde el espejo, aunque veamos, tu rostro y tu nombre, pertenecen a la cuerda a que perteneces. En Belaire Pequeña hay muchas cuerdas, nadie sabe cuántas con exactitud, pues algunas comadres afirman que ciertas cuerdas no son cuerdas sino partes de otras cuerdas. Tú naces y creces en tu cuerda; y cuanto más eres tú mismo, más eres de tu cuerda. Hasta que, si no eres común llega un momento en que tu propia cuerda crece y devora a las otras, y dejas de ser de una única cuerda. Te dije que Pintada de Rojo había sido cuerda Agua, y que su nombre era Viento; ahora era mucho más, y no tenía ninguna cuerda que pudiera nombrarse, aunque por el modo de hablar, de mover las manos, la manera de vivir, en las cosas pequeñas, seguía siendo Agua.
Agua y Bucle y Floja; Palma y Hueso y Hielo; la diminuta cuerda Hilo de San Gene, y la cuerda Orilla, si es que existe. Y todas las otras. Y Susurro.
¿Amaba yo, a Una Vez al Día a causa de sus secretos o llegué a amar esos secretos a causa de Una Vez al Día?
Le gustaba más la noche que el día, más la tierra que el cielo; yo era lo contrario. Le gustaba lo de dentro más que lo de fuera, los espejos más que las ventanas, los vestidos más que la desnudez. A veces yo pensaba que prefería dormir a estar despierta.
En aquel verano y luego en el invierno, y en el verano siguiente, llegamos a adueñarnos de Belaire Pequeña. Así se dice. Cuando eres bebé vives con tu madre y te mueres con ella si ella se muere. Muy pronto vas a vivir con tu Mbaba, sobre todo si tu madre está ocupada, como la mía con las abejas; las Mbabas tienen más tiempo para los niños, y tal vez más paciencia, pero sobre todo más historias. Desde el cuarto de Mbaba sales a explorar, como yo a los tejados donde están las colmenas o a lo largo de la reconocible serpiente del Sendero, aunque siempre vuelves a donde te sientes más seguro. Pero todo es tuyo, sabes —lo de dentro y lo de fuera —y a medida que creces aprendes a adueñártelo. Duermes donde estás cansado, y comes y fumas donde tienes hambre; y cualquier cuarto es tuyo si estás en él. Cuando tiempo después fui a vivir con la Lista de la Doctora Botas, pude observar que los gatos viven allí como nosotros de pequeños: cualquiera que sea el lugar en que estás, es tuyo, y si es blando te quedas, y tal vez te duermes, y observas a la gente.
Una Vez al Día y yo teníamos nuestros sitios predilectos: los laberintos de cuartos por los que iba y venía la gente llevando y trayendo noticias, las manos-de-serpiente de la vieja y abrigada madriguera donde había arcones que al parecer no eran de nadie, repletos de viejos harapos y otras rarezas. A ella le encantaba disfrazarse y jugar a que era distintas personas, santos y ángeles, héroes de la Liga Larga, personajes de historias que yo no conocía.
—Yo era Santa Oliva —dijo, mostrando a la luz de una claraboya un brazalete de gemas azules que había encontrado en un arcón y tú eras el Pequeño San Roy y estabas esperando mi llegada.
—¿Cómo espero?
—Esperas ahí, simplemente. Años y años. —Envuelta en una capa larga y lóbrega, ella iba y venía con pasos majestuosos—. Lejos, muy lejos de aquí la Liga está reunida. No se reunían desde la Tempestad, hace mucho, muchísimo tiempo. Ahora han vuelto a reunirse. Aquí estamos, reunidas. —Se sentó con solemnidad y me puso una mano en la frente; luego me miró y habló en un tono más natural—. Mientras estamos reunidas aquí, tú escuchas —dijo—. Adelante.
—¿Cómo?
—Los visitantes. Los visitantes que llegan y preguntan.
—¿Qué visitantes?
—Esto pasaba hace cientos de años. Había visitantes entonces.
—Está bien. —Incliné la cabeza, como si estuviera escuchando—. Un visitante imaginario me decía que las mujeres de la liga Larga habían vuelto a reunirse. ¿Qué están resolviendo? —le preguntaba yo.
—Él no lo sabe —dijo Una Vez al Día—, porque es hombre. Pero las mujeres han venido a la asamblea, trayendo a los bebés y ayudando a las más viejas, todas las mujeres.
—Pero las mujeres de Belaire no.
—No. No. —Una Vez al Día alzó la mano.
—Ellas esperan. Todos vosotros esperáis, para saber qué ha decidido la Liga.
Yo seguía esperando, mientras la Liga deliberaba.
—Tú de algún modo sabes —dijo Una Vez al Día—, sabes que alguien está por llegar, alguien que viene de esa reunión a Belaire Pequeña, aunque quizá pasen años, y trae noticias…
—¿Cómo lo sé?
—Porque eres el pequeño San Roy —dijo, perdiendo la paciencia conmigo. Y él sabía.
Se levantó, y con pasos menudos y lentos para alargar el viaje, vino hacia mí.
—He aquí a Oliva, que ya viene de la reunión. Avanzaba lentamente, mirándome a los ojos mientras yo esperaba desde hacía años en la madriguera, sabiendo que vendría.
—Es de noche dijo, los pasos tan lentos, tan cortos que se tambaleaba al andar. Cuando menos lo esperas, de pronto… Oliva ha llegado. Se irguió y miró alrededor sorprendida de encontrarse allí.
—Oh —exclamó—, Belaire Pequeña.
—Sí —dije—. ¿Eres Oliva?
—Soy quien esperabas.
—Ah —dije—. Bueno. —Ella me miró, expectante y traté de imaginar qué habría dicho el pequeño San Roy.
—¿Qué hay de nuevo, en la Liga?
—La Liga —me dijo Oliva solemnemente— ha muerto. He venido a decírtelo. Y tengo un montón de secretos que sólo tú podrás oír, porque has esperado y has sido fiel. Secretos que la Liga ocultó a los del habla, pues éramos enemigos. Se hincó junto a mí y acercó la boca a mi oreja. Ahora te los contaré. Pero todo cuanto oí fue un zumbido sin palabras.
—Ahora —dijo, mientras se levantaba.
—Espera. Cuéntame los secretos.
—Te los he contado.
—No. De verdad.
Una Vez al Día meneó la cabeza, lentamente.
Ahora —dijo, imperiosa—, iremos a tu cuarto pequeño y viviremos juntos para siempre. Se quitó la capa de los hombros angulosos y la dejó caer; se arrodilló delante de mí, sonriendo, y me empujó hacia atrás hasta acostarme. Se echó a mi lado, acercando a mi mejilla una mejilla aterciopelada, con una pierna cruzada sobre mi pierna. Para siempre-repitió.
—¿Por qué la Liga Larga y los del habla son enemigos? —le pregunté a Siete Manos—. ¿Qué secretos nos ocultaron?
Siete Manos estaba en plena labor haciendo vidrio. El vidrio de Belaire Pequeña es famoso, todavía los mercaderes vienen a buscarlo, y él había estado toda la mañana preparando la amalgama de cenizas de haya y arena fina con trocitos de vidrio angélico recogidos aquí y allá; echó en la mezcla una botella rota verde como el estío y dijo: No sé nada de los secretos. Y los del habla nunca fueron enemigos de la Liga, aunque la Liga pensara que sí. Todo se remonta a los últimos días de los ángeles, cuando estalló la Tempestad. Una Tempestad que empieza como cualquier otra, en uno de esos días de aire quieto, sofocante y amarillo y con grandes nubes altas a lo lejos en el oeste; y parece venir más rápido cuando está más cerca, y de repente hay lluvia en las montañas, y un viento frío, y ya la tienes encima. La Tempestad que acabó con los ángeles fue así: aunque eran poderosísimos, la tempestad estaba amenazándolos, acaso siempre había estado amenazándolos, desde el comienzo. Sin embargo, pocos parecían verla venir, excepto la Liga de las mujeres, y ellas se prepararon.
»Y entonces, cuando por fin la Tempestad se descargó en mil formas diferentes, multiplicándose, les pareció muy repentina. Pero a la Liga no la tomó por sorpresa.
Pisó los fuelles y la hoguera rugió otra vez.
La Tempestad duró años, y cuando todo voló en añicos por los aires y los millones de ángeles se quedaron solos y desvalidos, y la gran muerte y el gran dolor se multiplicaron junto con la Tempestad y afligieron todos los rincones de la tierra. Le tocó a la Liga Larga la tarea de socorrer, de salvar lo que podía salvarse, y apartar el resto; de reparar las ruinas de los ángeles que pudieran repararse, o sepultarlas para siempre. Y para esta enorme tarea la Liga rompió un largo silencio, y todas las mujeres se dieron a conocer unas a otras, pues hasta entonces la Liga había sido secreta. Y durante años y años la Liga larga de las mujeres salvó y sepultó, hasta que el mundo fue distinto. Hasta que fue como es ahora.
La amalgama de vidrio estaba lista, y Siete Manos levantó el largo soplete, puso en él una bola, y la movió en círculos, con abstraída atención.
—¿Y todos hacían lo que la liga decía? ¿Por qué?
—No sé. Porque ellas eran las únicas que estaban preparadas. Porque habían inventado una nueva forma de vida, para reemplazar la forma de vida de los ángeles. Porque a alguien tenía que escuchar la gente.
Empezó a soplar, con la cara roja, los carrillos increíblemente redondos. La bola verde creció hasta transformarse en un globo. Cuando tuvo el tamaño justo, Siete Manos la cortó rápidamente por arriba, e hizo girar el soplete. Lo que había sido un globo se ensanchó, se acató como un plato, y parecía que iba a desprenderse en cualquier momento.
—Pero los del habla no escuchaban.
—No. Durante aquellos años, íbamos de un lado a otro, y edificábamos Belaire. Las mujeres de Belaire nunca quisieron pertenecer a la Liga, nunca reconocieron que la Liga las incluía aunque fuese una liga de todas las mujeres, en todas partes. Pero a nuestras mujeres no les interesaba casi nada excepto el habla y las historias y los santos. Supongo que esto enfureció y frustró a las mujeres de la Liga, las enfureció porque necesitaban toda la ayuda que pudieran obtener, y las frustró porque estaban convencidas de que la liga sabía lo que era mejor para el mundo.
—¿Lo sabían? —El plato de Siete Manos se había enfriado transformándose en una fuente, de un verde tenue y estriado.
—Tal vez sí. Supongo que nuestras mujeres pensaban que no era asunto de ellas. Sin embargo, hubo algo raro —dijo—, mientras retiraba del soplete la fuente de vidrio. Ocultaron a todos la terrible sabiduría de los ángeles, para que el mundo fuese diferente, y sólo la liga conoció la verdad. Quienes más aborrecían a los ángeles fueron en definitiva los únicos que sabían lo que sabían los ángeles.
—¿Cómo qué?
Siete Manos levantó el círculo de vidrio moteado de burbujas y de estrías verdes, como la superficie agitada de un estanque diminuto.
—No me preguntes a mí —dijo—. Pregunta a las mujeres.
Mbaba me preguntó:
—¿Es tu chica de cuerda Susurro quien te empuja a hacer estas preguntas?
No contesté. De todas las cuerdas, Susurro es la que se enreda menos. Los nudos se hacen en otras cuerdas.
—Bueno —dijo Mbaba—. No conozco ninguno de los secretos que conocía el Pequeño San Roy. Supongo que habrá contado todo lo que sabía. San Roy quiso hacerse comadre, pero al final dijo que no era bastante listo. Sin embargo, se pasaba la vida con las comadres, sirviéndolas y ayudándolas, corriendo por el Sendero y trayendo y llevando mensajes. Y oyéndolas hablar. El Pequeño San Roy decía que él era como un pensamiento en las mentes de las comadres, y corría por toda Belaire con cubos llenos de agua y la cabeza repleta de ideas.
»Después, cuando vivió con Oliva, contó historias penosas, pero siempre lo había hecho, aunque él tal vez no lo pensara así, nadie lo sabe.
»En aquellos tiempos estaban empezando a estudiar el Sistema de Archivo, y Oliva llegó a conocerlo tan bien como cualquiera. El Pequeño San Roy le decía: «Si la búsqueda de tu identidad empieza a parecerse a una cacería, es hora de que la olvides».
»San Roy decía, de Oliva, que cuando ella estaba oscura, era muy oscura, y que cuando estaba clara, era más clara que el aire No sé lo que quería decir. Tal vez cuerda Susurro lo sepa.
Cuando interrogué a Pintada de Rojo, ella me dijo: Ignoro qué secretos de los ángeles pudo traer Oliva. No están en la historia que conozco. Hay un gato, y una luz. Y ninguna otra cosa.
»Fue una noche de mediados de octubre, cuando San Roy estaba sentado cerca de la salida, esperando la luna llena.
La claraboya de muchos paneles, que ahora está en el corazón de Belaire, estaba entonces más afuera, y no había sitio mejor para sentarse a contemplar la luna. El Pequeño San Roy estaba absorto esperando la luna llena cuando, en el instante en que aparecía la Luna Pequeña, pálida y diminuta, anunciando la Luna Grande, un ruido lo sobresaltó, y al alzar los ojos vio delante de él un enorme gato amarillo. San Roy decía que se le erizaron los cabellos cuando vio al gato, que lo miraba de frente. Y mientras el gato seguía mirándolo, una bola de luz entró flotando por la puerta.
»Una esfera de luz blanca, del tamaño de una cabeza, que flotaba a la altura de los ojos de un hombre, leve como una flor de cardo. Siguió flotando hasta detenerse sobre la cabeza del gato. Y una ráfaga de viento sopló de pronto y la luz flotó otra vez hasta que quedó suspendida sobre la cabeza del Pequeño San Roy. Ahora bien, el Pequeño San Roy, como todos los de su cuerda, veía cosas que ningún otro podía ver, así que observó las señales y siguió allí, sentado, esperando lo que iba a ocurrir, lo que él va adivinaba: y mientras esperaba sentado e inmóvil, alguien entró siguiendo al globo de luz: una mujer alta, delgada, con una nariz picuda, de cabellos grises muy cortos. “Oh”, dijo al ver al Pequeño San Roy. Aquí estoy.
»Y San Roy le dijo: “Sí”, porque ahora sabía quién era ella: la mujer que había estado esperando.
»Por fin.
»El gran gato de ella se había echado perezosamente en el suelo con la cabeza apoyada en las garras, y la mujer fue a sentarse con San Roy, ciñéndose la capa alrededor del cuerpo. “Bueno”, dijo, “ahora me llevarás ahí adentro, y llamarás a quienes han de escucharme”. «Por favor», dijo Roy. Enseguida, te llevaré adentro; conozco a quienes han de escucharte, quiénes primero, quiénes últimos, pero…
»Bueno, la mujer esperaba. Ahora la Luna Grande iluminaba el cuarto, eclipsando la luz de ella. San Roy habló al fin: ha pasado largo tiempo desde que se reunió la Liga, desde que supimos que alguien, o algo, iba a llegar. Fui yo quien lo supo y se lo dije a Belaire Pequeña, y esperaba este momento. Y lo que ahora te pido es sólo por eso. Me gustaría ser el primero en enterarme de la noticia. Ahora, antes que los demás.
La mujer lo miró un largo rato y luego le sonrió amablemente. «Siempre se dijo que la Liga Larga era muy temida aquí, y que nadie prestaba atención a sus noticias. ¿Han cambiado las cosas?».
»San Roy también sonrió. “Hay cosas viejas”, dijo, “y cosas nuevas”. Supongo que también la Liga habrá cambiado ahora.
»Pero ella dijo: “No. Ya no hay nada nuevo en la Liga. Eso es lo que he venido a deciros, como se lo han dicho otras a los antiguos enemigos de la Liga; en aquellos viejos, remotos tiempos, teníamos enemigos en todas partes, y eso han ido a anunciar las mujeres: La Liga ha muerto. Ha muerto para siempre. Durante mucho tiempo nuestra fuerza ha estado flaqueando, como es inevitable en toda gran fuerza, y nada ha ocurrido capaz de estimularla y hacer que florezca otra vez. Hoy el mundo es diferente. No sé qué importancia pueda tener que nos hayamos puesto todas de acuerdo, pero tal vez este reconocimiento último sea el mayor de los triunfos. Sea como fuere. A eso he venido. Sólo a decirlo. La Liga Larga de insigne memoria ha muerto. Mi nombre es Oliva, y he venido a traer la noticia, y si queréis recibirme, a quedarme y ayudar”.
En aquel momento los únicos sonidos que se oían en el cuarto eran los del gato y la luna.
Pintada de Rojo se quitó las gafas tomándolas por las patillas, y las limpió con cuidado.
—Qué secretos le trajo a Roy y que los cuerda Susurro heredaron, no lo sé —dijo. Esto sé sin embargo de los cuerda Susurro: que para ellos un secreto no es algo que no quieren decir. Para ellos un secreto es algo que no se puede decir.