Hubo veces durante aquellos inviernos que pasé con Pintada de Rojo en que pensé que no podía haber una forma de vida más maravillosa y extraña que la de una comadre. Toda nuestra sabiduría tiene su origen en esos cuartos antiguos próximos al centro de Belaire, en la mente misma de la comadre, cuando ella se sienta a estudiar el Sistema de Archivo o a pensar en los santos. Las cosas se juntan, y el santo o el Sistema revelan algo nuevo que no se creía que pudiera estar allí, pero que una vez nacido se extiende en espirales como el Sendero a lo largo de las cuerdas, y es modificado por ellas a medida que avanza. Pasaban los años y me hacía mayor, y las historias de los santos que contaba Pintada de Rojo me fascinaban cada vez más. Un día me quedé con ella cuando todos se marcharon, con la esperanza de oír alguna otra cosa, y Pintada de Rojo me dijo:

—Recuerda, junco, no hay nadie que no prefiera ser feliz a ser un santo.

Yo asentí, aunque sin entender lo que quería decirme. Me parecía que si alguien era un santo tenía necesariamente que ser feliz. Yo quería ser un santo, aunque no se lo había dicho a nadie, y con sólo pensarlo ya me sentía feliz.

Pero tal vez a los ojos de los otros no pareciera feliz, un muchachito tímido, menudo, un chico de cuerda Palma con un afán excesivo de saber, con un deseo secreto que me distraía y enmudecía; tal vez fue el mismo deseo lo que ha dejado en mí todos esos recuerdos extravagantes. Los cuerda Hoja recuerdan expediciones, hazañas, de los veranos en que andaban desnudos, de los inviernos en que construían madrigueras de nieve. Los cuerda Bucle recuerdan habilidades y los cuerda Hilo acertijos y los Ayuda gente; los recuerdos de todos son de cosas, parece, pero los míos no; son recuerdos de cosas indecibles, y no es posible ponerles nombres que se puedan olvidar. Y recordando a Pintada de Rojo, ahora sé que no quiero ser santo… que prefería ser feliz.

—¿Entiendes algo de lo que digo?

—Creo que entiendo, un poco. Y conozco a alguien que lo entendería, bien.

—Es cuerda Palma. Probablemente A menos que no haya cuerdas aquí…

—Sí. En cierto modo. Creo que podría ser cuerda Palma.

—¿Estas llorando? ¿Por qué?

—No. Continua. ¿Fue esa toda tu educación, las historias de los santos?

—Oh, no. Hubo otras cosas. Pintada de Rojo nos hablaba de los tiempos antiguos, historias largas y fabulosas imposibles de recordar de cabo a rabo, a menos que tengas la memoria de una comadre. La más larga que recuerdo se llamaba Dinero, y duró varios días y abarcaba épocas enteras y a veces perdías el hilo. Era difícil creer que todo fuese cierto, pero lo contó ella, que hablaba con verdad, y había pruebas, aunque no muy convincentes, de los fantásticos ir y venir y poderes de esa cosa. No era más que un trozo de papel rectangular, gastado y ajado como la piel, cubierto de figuras diminutas, hojas, creo, y una cara entre las hojas. Parecía una cosa mágica, es cierto, pero no para que murieran por ella, y con tanta frecuencia, como Pintada de Rojo repetía una y otra vez.

Pero sobre todo, lo que Pintada de Rojo decía no era tan importante como el modo de decirlo: a menudo no nos hablaba realmente de nada, y sin embargo, poco a poco, y con una habilidad que sólo puedo ver si miro hacia atrás, y que nunca podré explicarte, nos iba convirtiendo al habla con verdad. Nosotros éramos sinceros entonces cuando íbamos a verla; los niños no pueden ser de otro modo, aunque no digan la verdad; pero cuando al cabo de un año, o dos o cinco años (el tiempo que según ella necesitara cada uno de nosotros), salíamos de la casa de Pintada de Rojo, hablábamos con verdad; en aquella forma antigua que nos parecía inexplicable, pero que ya no abandonábamos. Pensábamos y Decíamos lo que Pensábamos y Sentíamos.

Hasta Una Vez al Día, aquella criatura morena de Santa Oliva, la cuerda Susurro guardadora de secretos… hasta ella aprendió, casi de mala gana, a hablar con verdad. Ya no podía mentirme, no realmente. Si hubiera podido, si no hubiera sido veraz, quizás mi vida no estaría ahora tan ligada a la de ella, y mi historia no sería mi historia.

Un día en que Pintada de Rojo concluyó la historia del Dinero, Una Vez al Día se acercó a mí mientras yo me alejaba y me tomó por el brazo. Yo estaba demasiado sorprendido para hablar: ella lo había hecho como si fuese cosa de todos los días, aunque en verdad apenas si me había hablado después de la primera vez.

—¿Te parece que Pintada de Rojo es sabia? —me preguntó.

Le dije, por supuesto, que la creía muy sabia, tal vez la persona más sabia del mundo.

—Sabe mucho —dijo Una Vez al Día—. Pero no todo.

—¿Qué es lo que no sabe?

—Hay secretos.

—Cuéntamelos.

Me miró de soslayo, con una leve sonrisa, pero no dijo más. De pronto, en un recodo del Sendero me hizo entrar en un cuarto encortinado. Estaba casi a oscuras, y atestado de objetos que yo no alcanzaba a distinguir; alguien dormía y roncaba apaciblemente.

—¿Crees que sabe todo sobre el Dinero?

No le contesté. Por algún motivo, el corazón había empezado a latirme con fuerza. Una Vez al Día me miró a la cara, sacó del bolsillo un objeto que parecía brillar en la oscuridad, y me lo mostró.

—También esto es Dinero —dijo. Pintada de Rojo no explicó nada de este Dinero.

Era un pequeño disco de plata, y en un lado había una cabeza que parecía sobresalir en la superficie reluciente; una cabeza no dibujada sino cortada en el metal, de modo que a la luz mortecina del cuarto los ojos brillaban y parecían estudiarme. Una Vez al Día dio vuelta el disco y me mostró el otro lado: un halcón con las alas extendidas. Luego me tomó la mano y me puso en la palma el Dinero, tibio aún de la mano de ella.

—Si te doy Dinero —dijo, tendrás que hacer lo que yo diga. Aferró mis dedos sobre el disco. Ahora lo has tomado continuó. Pintada de Rojo había dicho que en el pasado la gente daba dinero para que otros obedecieran. Me sentía como si estuviera participando de un pecado tan antiguo como la tierra misma. Pero no quería rechazar el Dinero que tenía en la mano.

—¿Qué deseas —dije, con la garganta casi demasiado seca para hablar, qué deseas que haga?

Ella se rio, como si se tratase de una broma o de un truco. No me contestó y echó a correr.

Yo sentía bajo el pulgar el relieve de la cara en el Dinero, las facciones y el cabello peinado hacia arriba.

En los días siguientes ella no apareció en la habitación de Pintada de Rojo; alcancé a atisbarla con algunos adultos de la misma cuerda, dedicados a sus propios menesteres y no dio señales de haberme visto; y cuando un día llegó tarde y se deslizó entre nosotros en el cuarto de Pintada de Rojo, no me dijo nada. Era como si nada hubiese ocurrido entre nosotros; tal vez nada había ocurrido, para ella. Yo acariciaba el Dinero en mi bolsillo y pensaba en ella y sólo en ella. ¿Qué palabra usaba Pintada de Rojo? Una palabra antigua: yo estaba comprado.

La forma en que la gente se mete en las entrañas populosas y tibias de los túneles durante el invierno, se parece mucho a la forma en que salen de ellos apenas vuelve el calor, lentamente: los viejos se quedan adentro bien abrigados hasta el final de la primavera, pero los chicos ya andan correteando por las afueras antes de que la nieve se haya derretido, volviendo a casa con flores de azafrán y constipados. Yo pasaba los días en el bosque, explorando con Siete Manos, recogiendo flores con Di una Palabra, pero a menudo a sogas; y una noche cruda vi algo que acaso pudiera revelarme los secretos de Una Vez al Día.

La encontré vestida de rojo jugando a los Aros con una chica de su misma cuerda. Como no podía decirle lo que quería delante de otro, me senté, observé y esperé. Una partida de Aros puede durar varios días, depende de qué cuerda la juegue. Los cuerda Susurro la usan para augurar el futuro de un modo que nunca he entendido; y Una Vez al Día hablaba e reglas que sacaron de quicio a la otra chica, de modo que a larga se marchó. Estábamos solos. Una Vez al Día arrojaba al tablero de las figuras los aros enlazados, fruncía los labios, y los volvía a recoger.

—Hace calor aquí.

—Afuera se está bien —dije.

—¿De veras? —preguntó ella mientras miraba de soslayo los aros arrojados al descuido.

—Quiero mostrarte una cosa que te gustará. Allá, en el bosque.

—¿Qué cosa?

—Es un secreto. Si te llevo, no podrás decírselo a nadie.

Bueno, ellos adoran los secretos, los coleccionan, y Una Vez al Día trató de sonsacarme, pero viendo que yo no hablaba, se levantó al fin y me pidió que la llevase.

El bosque retoñaba con pálidos verdes, la primavera había henchido los arroyos, y las plantas germinaban en la tierra blanda. Algunas nubes tenues se alejaban por el cielo frío, pero el sol calentaba en esas primeras horas de la tarde, y nosotros, que llevábamos las mantas de lana sobre los hombros, tropezábamos con los montones de hojas muertas y las raíces húmedas del bosque profundo. En las ramas relucientes y negras las hojas nuevas parecían de cristal, y cuando pasábamos entre ellas esparcían el agua de la lluvia matutina.

—Aquí —susurré cuando llegamos al sitio. ¿Qué?

—Sube. Yo te ayudaré.

Una Vez al Día trepó, grácil y torpe, por los grandes troncos caídos que habían echado unos pocos brotes primaverales. Los muslos en tensión se le ahuecaban en los flancos, a causa del esfuerzo; el verdín de los troncos le había manchado las piernas pálidas y tersas, y tenía ahí un diminuto arañazo de color rubí. Nos encontramos al fin en una horqueta angosta que nos permitió ver allá abajo, en una cueva protegida por una maraña de raíces, a toda una familia de zorros. Apenas distinguíamos a la madre y la cría, sin duda invisibles desde cualquier otro sitio. Y mientras espiábamos, vimos volver al macho de cola reluciente con una alimaña muerta colgándole de las fauces.

Observamos en silencio a los cachorros que se restregaban inquietos contra el vientre de la madre, daban unos pasos inseguros, y volvían a hociquearla.

Una Vez al Día me había pasado un brazo alrededor del cuello y se había echado sobre mi espalda para ver mejor, apretando la mejilla contra la mía. Miraba absorta, en silencio y supe que mi secreto la había impresionado. Sentí que se me dormía una pierna, pero no quería que ella se moviese.

—¿Cuántos hay? —preguntó en un susurro.

—Tres.

—¿Y los tiene todos al mismo tiempo?

—Como los mellizos.

—¿Mellizos?

—Cuando una mujer tiene dos niños a la vez.

—Nunca oí nada parecido.

—Mbaba me lo ha dicho. Pasa a veces.

Una Vez al Día se separó al fin de mí y bajó por los troncos. Observó desde abajo mi descenso: y con un movimiento de cabeza se apartó el cabello de los ojos cuando yo saltaba desde el último tronco, se acercó a mí, pidiéndome con la mirada que yo hiciera lo mismo; nos encontramos, y ella me tornó la cara entre las manos, sonriendo, y me besó. Creo que le sorprendió la vehemencia de mi respuesta y al cabo de un momento se apartó y me empujó estirando un brazo, mientras se pasaba el dorso de la mano por la boca, sonriendo siempre.

—Ahora yo te mostraré un secreto —dijo.

—¿Qué?

—Ven.

Me tomó la mano y me llevó de regreso por el bosque reverdecido hacia donde las veintitrés torres de Belaire Pequeña se alzaban entre los árboles, y de allí a lo largo del Sendero hasta el corazón mismo de la vieja madriguera.

—¿Adónde? —le pregunté mientras corríamos. Ella señaló, echando la cabeza hacia atrás, y con el destello de una sonrisa, pero no dijo nada. Pronto nos encontramos rodeados de muros de piedra de ángel; había pocas luces y las puertas eran bajas. También allí hacía calor. Estábamos caminando sobre los tanques y las piedras que calientan a Belaire Pequeña. En un recodo ella se detuvo, indecisa; de pronto empujó un cortinado antiguo, y entramos en una habitación minúscula, oscura y calurosa, con un solo tragaluz diminuto en un rincón. A través de él la tarde dibujaba un rombo de luz sobre la pared de piedra.

Miré asombrado: sobre un arcón, apoyada contra la pared, había una pierna. Una Vez al Día me miró y soltó una pequeña carcajada. No era, me di cuenta al cabo de un rato, una pierna de verdad; era una pierna falsa; amarilla cerosa como de carne muerta, con piezas de metal oxidado y viejas correas; pero yo no podía dejar de mirarla.

—¿Qué es? —le pregunté en un susurro.

—Es una pierna —dijo ella, y me tomó la mano y la estrujó. Yo quería preguntarle de quién era, pero me quedé allí inmóvil y sin hablar, sintiendo que la mano se me humedecía entre las manos de Una Vez al Día.

—Ven aquí —me dijo, y me arrastró al otro lado del cuarto; sobre nosotros, en la pared, colgaba un objeto. Me lo señaló.

—Nunca, nunca le dirás a nadie que estuviste aquí y que viste esto —me dijo ella en un susurro apremiante, imperioso. Es una cosa muy secreta de mi cuerda. Te lo contaré, aunque no tendría que hacerlo.

Los ojos azules de Una Vez al Día me miraban con serenidad, y yo asentí, serio también.

La cosa de la pared era de plástico. Tenía la apariencia de una casita minúscula, de tejado alto y puntiagudo, pero era plana, excepto una pequeña repisa que sobresalía en el frente. Tenía dos puertas, una a cada lado. Tres personas vivían en la casa, y una de ellas —mientras la observaba se me erizaron los pelos de la nuca— entraba en aquel momento por la puerta de la derecha con ligeras sacudidas, en tanto las otras dos salían, también sacudiéndose, por la puerta de la izquierda. La que desaparecía en el interior era una mujer vieja, encorvada, encapuchada y nudosa, y se apoyaba en un bastón; las que salían eran dos niños y caminaban tomados del brazo.

—¿Cómo se mueven? —pregunté.

—Ese es el secreto —dijo Una Vez al Día.

Entre las dos puertecitas había un cuadro extraño rosa y azul; mostraba una montaña enorme (unas figuras diminutas la miraban desde abajo) que era cuatro cabezas, cuatro cabezas humanas; cuatro cabezas grandes como montañas, cuatro cabezas que eran una montaña; grandes caras serias, y una con gafas, parecía.

—Esta —dijo Una Vez al Día, señalando a la vieja cuya nariz ganchuda asomaba apenas por detrás de la puerta—, se esconde cuando brilla el sol. Y entonces salen estos dos. —Señaló a los niños, y miró arriba la claraboya brillante—. ¿Ves? Y cuando el tiempo cambia, caminan. Es viejo como el mundo. Hay montones de secretos.

—Y esos cuatro —dije, ¿quiénes son?

—Esos son los cuatro hombres muertos. Y están locos.

Nos quedamos mirando aquellas cuatro caras pétreas, y detrás el cielo falso, rosado y azul.

—Ellos tienen la culpa —dijo Una Vez al Día.

Hacía calor en aquel cuarto, y a mí me ardía y escocía todo el cuerpo, pero a pesar de todo tiritaba. La pierna falsa, aquella cosa de la pared que caminaba cuando había luz y oscuridad; un secreto que sólo conocían los de cuerda Susurro. Y la mano de ella, pequeña y caliente en la mía.

En ese momento una nube pasó por delante del sol, y el rombo de luz desapareció de la pared. Yo observé a la anciana y a los niños diminutos, pero no se movieron.