La comadre que Mbaba me llevó a ver era una mujer vieja, amiga de juventud de Mbaba, y se llamaba Pintada de Rojo. Mbaba me dijo que la joven Pintada de Rojo era de cuerda Agua, y en ese entonces, antes de que aprendiera a interpretar el Sistema y se hiciera comadre, se llamaba Viento.

—No siempre ha sido experta en nuestra cuerda —me dijo Mbaba mientras me preparaba para salir. Casi se le veía el aliento en el aire frío—. Sólo la ha estudiado en los últimos años.

—¿No después que yo nací?

—Bueno, sí, desde antes de eso —dijo Mbaba—. Pero en realidad no han pasado tantos años, sabes. Estábamos listos para irnos. Es muy sabia, sin embargo, todos lo dicen, y conoce bien la cuerda Palma y todas sus rarezas.

—¿Qué rarezas?

—¡Vamos! —dijo ella, y me tiró de las orejas—. Tendrías que saberlo mejor que nadie. —Salimos Y Mbaba me explicó—: Vive cerca del Sendero; le gusta oír las pisadas de los que pasan. San Roy —me refiero al Pequeño San Roy—, por supuesto, no a San Roy el Grande decía que el Sendero está trazado sobre tus pies. Belaire Pequeña nació en el centro de los viejos túneles y se extendió en aposentos que se comunican entre sí, grandes y pequeños, como un panal, pero no regulares como las celdas del panal. Atraviesa colinas y un río, y hay escaleras y recovecos. Cada habitación es distinta de las demás en forma y tamaño y por cómo se entra y se sale, desde los cuartos grandes con pilares de troncos hasta los cuartos minúsculos centelleantes de espejos. Y mil clases más, los viejos del centro que no cambian nunca, y los nuevos que cambian constantemente más afuera. El Sendero nace en el centro y corre en una larga espiral por la vieja madriguera y los cuartos espaciosos del medio, y así se prolonga hasta salir y llegar al bosquecillo de los álamos temblones, próximo a la puerta de los cuerda Bucle del Lado de la Tarde. En Belaire Pequeña la única salida al exterior es el Sendero, y nadie que no haya nacido en Belaire Pequeña podrá encontrar el camino hacia el centro. El Sendero no se distingue de lo que no es Sendero; lo tienes trazado en tus pies. No es más que un nombre para el único camino que atraviesa todos los cuartos, todos comunicados entre sí, y si no sabes cómo corre el Sendero, podrías deambular eternamente por esos cuartos.

La habitación de Pintada de Rojo estaba en la espesura interior, muy cerca del centro. Allí, sentadas en los pequeños y antiguos aposentos de piedra, frescos en verano y cálidos y acogedores en invierno, las comadres observaban las cuerdas entrelazadas como en una red que se extiende por toda Belaire Pequeña. La habitación de Pintada de Rojo estaba casi a oscuras; no tenía una claraboya como la de la Mbaba, sólo una lente en el techo, ampollada y de color verde pálido: La Mbaba llamó desde afuera, con la mano apoyada en mi hombro.

—Pintada de Rojo —dijo.

Alguien rio o tosió, y Mbaba me empujó adentro. Yo nunca había visto una habitación tan vieja. Las paredes eran de esos bloques grises que llamamos piedra ángel. Aquí y allá uno de los bloques estaba puesto de canto y los orificios ovalados, que según dicen los atraviesan por dentro, eran los cuatro ventanucos de la pared. Por esas aberturas, y a la luz de la lente de vidrio del techo, yo alcanzaba ver las cascadas del río.

La Mbaba me sentó y yo, atento e impaciente, traté de no ponerme nervioso. Cuando Pintada de Rojo entró en el cuarto, miró primero a la Mbaba y rio entre dientes, y movió las manos dándonos la bienvenida, y los brazaletes le tintinearon en las muñecas. Era más vieja que la Mbaba, y usaba unas grandes gafas que centellearon cuando movió la cabeza para responder al saludo de Mbaba. Se sentó frente a mí, levantó los pies descalzos, y apoyó los brazos sobre las rodillas. No hablaba conmigo, pero me estudiaba con los ojos, por detrás de los espejuelos brillantes, mientras yo escuchaba la charla de Mbaba. Al fin habló y la voz era lenta y espesa como una corriente de aceite, con inflexiones que yo comprendía sólo en parte.

Mientras charlaban, Pintada de Rojo sacó de un saquito algunos copos de pan de Santa Bea, y los extendió sobre un papel azul para liar un gordo cigarro. Buscó en el bolsillo una cerilla larga y me indicó que me sentara junto a ella. Yo me acerqué despacio, alentado por las manos de Mbaba. Pintada de Rojo me dio la cerilla y observó cómo yo la frotaba contra la pared áspera y la sostenía entre las manos para encenderle el cigarro. Ahuecó los carrillos, aspiró con ruido, y apareció una nube rosada. La curiosidad franca y amistosa con que ella me miraba, hizo que yo sonriera y me sonrojara al mismo tiempo. Ella fumó y luego me dijo:

—Hola, eres un chico simpático y me siento con ganas de charlar. No esperes que diga demasiado de mi misma, pero soy comprensiva y puedo ayudarte. Quiero que estés cómodo aquí; sé que es un lugar extraño, pero pronto nos sentiremos bien juntos, luego seremos amigos…

No, claro que no, no dijo nada semejante, pero en lo que dijo, en el saludo de ella estaba todo eso, porque Pintada de Rojo hablaba con verdad, y era buena en eso, tan buena que mientras hablaba no podía ocultarme lo que en realidad pensaba. Por supuesto, en aquel entonces yo entendía muy poco: cuando ella conversaba con la Mbaba, las dos decían cosas que yo no podía oír.

—Tú no hablas con verdad —me dijo Pintada de Rojo.

—No —le respondí.

—Bueno, lo harás muy pronto. —Me puso una mano sobre el hombro, y arqueando las cejas rizadas, me miró—. Te llamaré Junco, como te llama tu Mbaba, si me permites; tu nombre Junco que Habla es un bocado demasiado grande para mí.

Eso me hizo reír: ¡un bocado demasiado grande! Le dijo una palabra a la Mbaba, dándole a entender que ella y yo necesitábamos estar solos, y cuando la Mbaba se marchó, aplastó la colilla de cigarro crepitante y me indicó que la siguiera al aposento contiguo más pequeño.

Allí sacó de un arcón una cajita angosta que le cabía justo en la palma arrugada.

—Tu Mbaba me dice cosas buenas de ti, junco —dijo. Abrió la caja. Dentro había cuatro potecitos redondos con tapa, cada uno de un color distinto: uno negro, uno plateado, uno blanco de hueso, y uno azul, límpido como el crepúsculo invernal—. Dice que te gustan las historias.

—Sí.

—Yo conozco muchísimas. —El rostro de Pintada de Rojo tenía una expresión grave y reposada, pero los ojos le brillaban detrás de los cristales centelleantes—. Todas ciertas.

Nos reímos los dos; y el peso y la exuberancia de la risa de ella, aunque leve y baja, me estremeció. Supe entonces que Pintada de Rojo era una mujer muy sagrada: quizá una santa.

—¿Por qué dices sagrada?

—Sagrada. Guiño me explicó una vez que en los tiempos antiguos decían que una cosa era sagrada si te ataba la lengua. Nosotros decíamos que una cosa era sagrada si te hacía reír. Eso es todo.

Pintada de Rojo escogió el potecito negro, lo abrió y frotó con el pulgar la pasta de color rosado que había dentro; luego me frotó los labios con el pulgar. Me pasé la lengua por los labios. La pasta no sabía a nada. De otra de las gavetas sacó un juego concéntrico de cajas negras y tubos con lentes diminutas, y montó todo en el aposento más grande debajo de la aran lente, con los tubos apuntados a un espacio Manco que había en la pared. Tiró de un cordel que cerraba la pupila de la lente verde del techo, hasta que la luz se posó con una mancha brillante y diminuta en un espejo detrás de las cajas. La luz de la lente se reflejó a través del tubo; un círculo verde pálido iluminó la pared.

Pintada de Rojo abrió entonces con cuidado una caja alargada, miró un momento las placas de vidrio apretadas en la caja, y extrajo una. Pude ver, mientras ella la sostenía a la luz, que tenía una figura inscrita y cuando la deslizó detrás de la lente, esa misma figura apareció de pronto proyectada en la pared, muy aumentada y tan nítida como si estuviera dibujada allí mismo.

—¿Es el Sistema de Archivo? —le pregunté en un susurro.

—Lo es.

Años más tarde Guiño me dijo el nombre completo del Sistema de Archivo, y se lo hice repetir una y otra vez hasta que yo mismo lo aprendí de memoria, y luego continué repitiéndolo, como una rima tonta. A veces, por las noches, lo recito para mis adentros hasta que me quedo dormido: Sistema Abreviado de Archivo para Inventarios Multiparamétricos Wasser-Dozier de Personalidades Parasociales, Novena Edición. Guiño trató de explicarme qué significaba, pero he olvidado lo que dijo; y hasta las comadres que se pasan el día observándolo lo llaman sólo Sistema de Archivo. Es del Sistema de Archivo de donde derivan las cuerdas, aunque los ángeles que crearon el Sistema ignoran la existencia de las cuerdas, y el Sistema sea cientos de años más viejo que las cuerdas que las comadres descubrieron en él.

—Tiempo atrás —me explicó Guiño—, no lo utilizaban para guardar conocimientos, sólo para registrar hechos concretos; pero los ángeles que lo concibieron habían creado algo más, y ahora que ignoramos qué clase de hechos se registraban en el Sistema, pues se han perdido, viene a descubrirse este conocimiento de las cuerdas y que los hacedores no supieron ver. Ocurre con frecuencia.

Yo observaba la pared donde veía reflejadas las figuras que significaban mi cuerda, y es en verdad una cuerda importante, con dos grandes santos.

—Hay dos santos en mi cuerda —dije.

—Eres muy listo —dijo Pintada de Rojo—. Tal vez, puedas decirme algo más.

Me lo dijo con afecto, pero yo estaba avergonzado por haber hablado de algo que apenas conocía. Ella esperó un momento, cortésmente, por si yo quería decir algo más, y se rio con benevolencia de mi silencio; y entonces se volvió al Sistema, y al cabo de un rato se puso a hablar. En parte conmigo, en parte consigo misma, de nuestra cuerda y sus modos, y de cómo la cuerda Palma atiende a las necesidades de la vida, y mientras hablaba me tocó la mano, y yo seguía sentado allí, en el canapé, junto a ella. No haría nada que ver en aquel cuarto excepto la figura brillante de la pared, nada que oír excepto la voz queda de Pintada de Rojo. Cuando mis labios empezaron a adormecerse, a dejarse vencer por una extraña laxitud, casi no me di cuenta. Lo que sí advertí fue que las preguntas de Pintada de Rojo, y mis respuestas, parecían tornar cuerpo. Cuando ella hablaba, no era tan sólo que hablara: todo cuanto decía cobraba una existencia real. Cuando preguntaba por mi madre, mi madre estaba allí, o yo con ella, en las colmenas del tejado, y me decía que apoyara el oído contra el panal y escuchara el murmullo incesante de las abejas que se habían encerrado allí para pasar el invierno. Cuando Pintada de Rojo me preguntó por mis sueños, fue como si los volviera a soñar, como si de nuevo volara y gritara de terror y de vértigo al sentirme caer. En ningún momento dejé de tener conciencia de que ella estaba allí, a mi lado, hablando conmigo, y de que yo le estaba contestando; sin embargo, era el efecto de la sustancia de color rosado, por supuesto, pero yo ni de eso me daba cuenta, aunque sabía que no me había movido, y la mano de ella seguía aún sobre mi mano, yo no dejaba de viajar de arriba abajo por la vida.

Más aún, el viaje parecía durar tanto como mi vida misma; pero al fin aquellas escenas que me parecían sólidas y consistentes empezaron a desdibujarse, a diluirse poco a poco hasta que fueron menos reales que la cara de Pintada de Rojo, sentada junto a mí; y abriendo la boca en un bostezo desmesurado, y sintiendo que había dormido toda una noche con un sueño reparador, volví un poco sorprendido a la pequeña habitación de Pintada de Rojo, donde todavía brillaba la imagen en la pared.

—Junco que Habla —me dijo con dulzura Pintada de Rojo—. Eres Palma, sin duda, y Palma doble.

Yo me quedé callado, porque ya sabía a mi edad que esa circunstancia era de algún modo un secreto, un secreto del que uno nunca hablaba, y quizás hasta vergonzante: que mi padre Siete Manos fuese cuerda Palma, lo mismo que mi madre. No es común que los padres sean de la misma cuerda; es casi tan raro como que sean hermanos. Las comadres advierten contra esa condición; facilita la aparición de nudos, dicen.

—¿Cuándo piensa marcharse Siete Manos? —preguntó Pintada de Rojo.

—No sé —respondí, sin sorprenderme que ella conociera el secreto de Siete Manos: parecía saberlo todo. Tampoco me sorprendió que ella supiese que esta era mi mayor pena—. Pronto, dice; nada más.

—Y tú quieres que no se marche.

Otra vez callé, temiendo lo que mis palabras pudieran revelar. Siete Manos, aunque en verdad lo veía muy poco, era mi mejor amigo; y cuando en medio de un juego o una historia se quedaba en silencio, y suspiraba, y hablaba de lo grande que es el mundo, un miedo terrible me atormentaba: miedo porque el mundo —más allá de Belaire Pequeña— era grande; era inmenso y desconocido; y yo no quería perder ahí a Siete Manos.

—¿Por qué quiere marcharse? —preguntó ella.

—Quizá para desatar un nudo.

Ella se levantó (oí un crujido de articulaciones) y sacó de la caja larga otra lámina de cristal. La puso delante del espejo en la caja al lado de la primera y movió un poco el tubo para aclarar la imagen. De improviso, todo se transformó. El dibujo de líneas finas había cambiado: ahora había colores, sombras, zonas de oscuridad.

Lo observó con una mirada atenta, soñadora.

—Junco —dijo—, la vida tiene muchas formas, ¿lo sabías? Hay vidas que son como escaleras, y vidas que son como círculos. Hay vidas que parten de Aquí y acaban Allá, y vidas que parten de Aquí y acaban Aquí. Hay vidas rebosantes de sustancia, y vidas que no contienen nada.

—¿De qué forma es la mía?

—No sé —dijo ella simplemente—. Pero no como la del hombre Siete Manos. Eso es indudable. Dime una cosa: ¿qué harás cuando seas mayor, y hables con verdad?

Yo agaché la cabeza, porque parecía presuntuoso; no hubiera sido lo mismo decir que quería soplar vidrio, o criar abejas, o aun ser comadre.

—Me gustaría buscar cosas —dije—. Quisiera encontrar todas las cosas nuestras que se han perdido, y traerlas de vuelta.

—Bueno —dijo ella—. Bueno. Aunque hay cosas perdidas, sabes, que quizá sería mejor no encontrar. —Pero al mismo tiempo le oí decir: no abandones tu idea, junco, es una buena idea—. ¿Se lo has dicho a Siete Manos?

—Sí.

—¿Y él qué dijo?

—Dijo que las cosas que se pierden, se pierden para siempre, que todas van a parar a la Ciudad del Cielo.

Ella se rio, aunque tal vez no de eso, sino de algo que veía en la intrincada figura de la pared.

—Cuerda Palma —dijo—, y se quedó un rato silenciosa. Haz una cosa, junco que Habla —añadió al fin—. Pregúntale a Siete Manos si te llevará con él cuando se marche.

El corazón me dio un brinco.

—¿Me llevará?

—No —dijo ella—. No lo creo. Pero ya veremos qué pasa. Sí. Es lo mejor. —Y me señaló la figura en el recuadro—. Hay un camino de salida. Se llama Nudo Pequeño, y no es un camino tan largo…

Ya había visto suficiente; fue como si despertara de una especie de sueño. Se levantó, retiró los dos cuadrados de cristal y los limpió; luego sacó el espejito y también lo limpió, y puso todo a un lado. Mientras, vi en el fondo de la caja el signo palma, símbolo de mi cuerda. Así que todo el contenido de la caja era mi cuerda.

—¿Cómo —dije, señalando la caja—, cómo lo…?

—Tendrías que tener tantos años como yo —dijo— para saber cómo lo hace, si es eso lo que quieres decir. —Guardó todo, sin prisa, y se volvió hacia mí—. Pero piénsalo —dijo—. Son todos de cristal, como los dos que viste, delgados y transparentes.

—Entonces podrías poner tres al mismo tiempo en el tubo, y la luz brillaría atravesándolos a todos, y verías cómo cambia, cómo…

Pintada de Rojo aplaudió sonriéndome.

—O siete, o diez, tantos como seas capaz de descifrar al mismo tiempo. —Se arrodilló junto a mí y me miró de cerca. Todos tienen nombres, junco, y todos tienen algo que añadir sobre ti, puesto que eres Palma. Cada uno sumado a los demás cambia el total y crea una diferencia. El Sistema de Archivo es muy sabio, junco, mucho más sabio que yo.

—¿Cuáles son los nombres? —le pregunté, sabiendo que no me los diría.

—Bueno —dijo—, tendrás tiempo de aprenderlos, si quieres aprenderlos. Escúchame, junco: ¿Te gustaría venir a verme, a menudo? Hay unos chicos que vienen a menudo. Les cuento historias, y charlamos, y les muestro cosas. ¿Te parece divertido?

¡Divertido! Ella acababa de comprobar que yo era cuerda Palma, y que me encontraba allí en presencia de una sabiduría que sobrepasaba mi entendimiento.

—Sí —logré decir, esperando que mi poca veracidad le permitiera saber cómo me sentía.

La cara se le arrugó en sonrisas detrás de los espejuelos.

—Muy bien —dijo—. Cuando hayas hablado con Siete Manos, y hayas hecho, escúchame bien ahora, hayas hecho exactamente lo que él te pida o diga, ven a verme. No creo que te lleve mucho tiempo. —Me acarició el pelo—. Vete ahora, junco que Habla. Desenrédate. Luego vuelve.

Notó mi asombro, mi confusión y mi excitación y la risa de ella resonó por el cuarto, diciendo mil cosas y destilando mil años de santidad.

Cuando salí, Mbaba se había ido. Todo estaba bien; las habitaciones de Pintada de Rojo quedaban cerca del Sendero, y aunque en Belaire Pequeña había lugares en los que yo nunca había estado, no podía perderme porque el Sendero estaba trazado sobre mis pies.