Capítulo XXI

UN FINAL FELIZ

Los niños, el perro y Rizado llegaron a la cima de la colina. Julián llevaba al asustado cerdito sujeto bajo el brazo. El animalito no estaba muy seguro de lo que iba a sucederle, por eso no paraba de patalear y chillar, pero nadie le hacía caso.

Por fin alcanzaron el arcilloso camino que les condujo hasta la entrada de las cuevas en donde había el letrero indicador.

Julián colocó el cerdito en el suelo y Jorge llamó a su perro para que oliese al atemorizado animalito.

—¡Tim!… Ven aquí… ¡Huele a Rizado!… Así… Vamos, síguele… ¡Síguele!… Vamos, Tim

Tim sabía perfectamente qué significaba seguir una pista y obediente olió al cerdito por todas partes y después puso su hocico en el suelo siguiendo el olor de las patitas de Rizado. De pronto, alzó la cabeza, enderezó las orejas y echó a correr hacia las cuevas.

—¡Adelante, Tim, adelante! —le animaba Jorge.

El can siguió olfateando y llegó, seguido de los chicos, a la cueva que tenía las estalactitas y estalagmitas unidas, formando impresionantes pilares. Al cabo de un rato de andar por caminos señalados por cuerdas, siempre siguiendo a Tim, que continuaba con el hocico pegado al suelo, llegaron al cruce que se dividía en tres túneles. El perro, sin titubear un solo instante, se metió decidido por la izquierda, que no tenía cuerda alguna.

—Ya me lo figuré —dijo Jorge, y el eco repitió esta palabra produciendo un sonido irreal: «Figuré… figuré… ré… ré…».

—¿Os acordáis de los extraños ruidos que oímos el otro día? —inquirió Dick—. Apuesto a que los hicieron los raptores para asustarnos.

—Y lo consiguieron —dijo Ana—. Mirad, ahora el camino se divide en dos.

Tim sabrá qué camino tomar —replicó Jorge.

Y sí lo sabía. Sin apartar la nariz del suelo se metió por el de la izquierda. Al poco rato de andar por aquel túnel, el perro se detuvo, levantó la cabeza y escuchó atentamente. Tenía los músculos tensos, las orejas levantadas, los ojos brillantes… Entonces, comenzó a ladrar y los chicos oyeron una voz lejana que gritaba:

—¡Eh!… ¡Por aquí!…

—¡Es Jeff! —dijo Toby poniéndose a dar saltos—. ¿Me oyes, Jeff?

—¡Toby!… ¡Por aquí!…

Tim corrió por el pasadizo oscuro como boca de lobo y al cabo de un instante se detuvo. Al principio los muchachos no sabían de dónde salía la voz. Al final del camino, frente a ellos, había una pared blanca y no vieron nada más. Pero en aquel momento, justamente detrás de Tim, oyeron claramente la voz de Jeff.

—¡Estamos aquí…!

—¡Caramba!… Hay un agujero en el suelo. Ahí, junto a Tim —exclamó Julián enfocando su linterna—. ¡Eh, Jeff!

Se asomaron al agujero y vieron a Ray tendido en el suelo, y a su lado, de pie, mirando hacia arriba… ¡estaba Jeff!

—¡Gracias a Dios que nos habéis encontrado! Nos echaron por este agujero y Ray se hizo daño al caer. Con vuestra ayuda podremos sacarle.

—Jeff… ¡estoy muy contento de haberos encontrado! —dijo Toby—. ¿Cómo podremos sacaros de aquí?

—Lo primero que tenéis que hacer es subirme a mí —dijo Jeff—. Después, dos de vosotros bajaréis y ayudaréis a poner en pie a Ray y, entre todos, intentaremos subirlo. Esto es un lugar espantoso. No hay ninguna salida, excepto este agujero. ¡Ayudadme!

Fue un trabajo difícil por parte de Julián y de Dick, que, tendidos en el suelo y con medio cuerpo metido en el agujero, tiraban con todas las fuerzas de Jeff. Toby y Jorge les sujetaban las piernas evitando que se cayeran dentro. Ana tenía agarrado al cerdito, que pugnaba por desasirse, porque quería ir también allí.

Al fin, Jeff pudo salir y, entonces, Julián y Dick saltaron dentro para ayudar a Ray. Lo levantaron con mucho cuidado y se agarro a las manos que, desde fuera, le tendía Jeff.

Después de sacar a Ray, auparon a Julián y a Dick. Tim pensó que ocurrían cosas muy raras dentro de aquel agujero y empezó a ladrar y a dar saltos, asustando con ello al pobre cerdito.

—Creí que nunca saldríamos de aquí —dijo Jeff—. Vámonos en seguida de este lóbrego agujero. Necesitamos comida, aire puro y agua.

Regresaron siguiendo a Tim, que nunca olvidaba un camino una vez había pasado por él.

Salieron, por fin, al sol brillante de junio y los dos hombres, que habían permanecido mucho tiempo en la oscuridad, tuvieron que protegerse los ojos con las manos.

—Descansemos un rato —propuso Julián— y explíquenos cómo escribieron el mensaje sobre el cerdito.

—Bueno —dijo Jeff riéndose—. Ray y yo estábamos allí sin reloj, sin saber si era de día o de noche, si era jueves o lunes… Un día, oímos el ruido de unos pasitos y al poco rato aterrizó sobre nosotros una cosa que chillaba y pataleaba. En seguida adivinamos que se trataba de un cerdo, pero no comprendíamos «cómo» era posible que hubiese caído allí un cochino.

Todos se rieron divertidos por el relato de Jeff.

—Siga —pidió Dick—. ¿Qué hicieron ustedes?

—Palpamos al animal y nos dimos cuenta de que era un cachorrillo —dijo Jeff—. Durante un buen rato no se nos ocurrió que pudiéramos emplearlo como mensajero. Fue una brillante idea de Ray.

—No podíamos leerlo —dijo Dick—. Estuvimos a punto de borrarlo.

—Nos habían robado los lápices y las plumas y, ni que decir tiene, el dinero, los relojes y también las linternas. Aquel agujero, como habéis podido ver, era muy oscuro.

—Pues, ¿con qué lo escribieron si no tenían nada? —quiso saber Jorge.

—Ray encontró un poco de yeso negro en el bolsillo de su pantalón. Es el yeso que usamos para señalar las rutas aéreas en los mapas. ¡Eso era todo lo que teníamos! Ray sujetó al cerdito y yo escribí en su lomo nuestras iniciales y la palabra «Cuevas». No podía ver lo que estaba haciendo en la oscuridad, pero esperaba que me saliera todo bien. Cuando acabé de escribir, lancé al aire al pobre animalito, que escapó corriendo y chillando. Fue muy divertido. ¡Es el cerdito más inteligente del mundo!

—¡Qué aventura tan fantástica! —exclamó Julián—. ¡Y pensar que estuve a punto de borrar el mensaje antes de leerlo!

—Me da escalofríos oír eso —dijo Jeff—. Ahora explicadnos vosotros qué sucedió cuando descubrieron que habíamos desaparecido del campo de aviación. Debió armarse un gran jaleo.

—¿Cómo sabían que robaron sus aviones? —preguntó Dick.

—Me lo imaginé porque oí despegar aparatos en el momento que aquellos bandidos nos cogieron. Por cierto, fue entonces cuando se oyó el ladrido de un perro. ¿Era Tim?

—Sí —repuso Jorge—. Ladró mucho la noche de la tormenta.

—Los aviones robados se estrellaron en el mar y no se encontró a los pilotos —dijo Toby.

Jeff y Ray permanecieron silenciosos unos momentos.

—Echaré de menos a mi viejo aeroplano —dijo Ray, pensativo—. Espero que pronto tendremos otro.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó el primo Jeff—. ¿Puedes seguir andando?

—Si los muchachos me ayudan como hasta ahora, podré. Vamos —dijo Ray levantándose con dificultad.

Andaban muy despacio a causa de Ray, pero, afortunadamente, los encontró la policía a medio camino de las cuevas. El señor Thomas les había telefoneado y habían acudido inmediatamente.

Se hicieron cargo de Ray y así pudieron avanzar más aprisa.

Estuvieron muy contentos cuando llegaron a la granja. ¡Qué bienvenida les hicieron los señores Thomas y Benny! El muchachito cogió a Rizado de los brazos de Ana y lo acarició dulcemente.

—Te escapaste. Eres muy malo —le regañaba.

La señora Thomas abrazó a su sobrino y saludó a Ray muy emocionada.

—Ahora vamos todos a merendar —dijo—. Jeff y Ray deben estar hambrientos.

Se sentaron todos a la mesa. Toby se colocó al lado de su héroe, el primo Jeff. Nunca había estado la mesa tan bien preparada, ni tan surtida de ricos alimentos.

—Mamá —dijo Toby brillándole los ojos—. Esto no es un té… ¡es un banquete!… ¿Qué quieres que te sirva, Jeff?

—¡De todo! —exclamó el interpelado—. Empezaré por dos huevos hervidos, tres lonchas de jamón, dos rebanadas de pan con mantequilla y esta maravillosa ensalada.

La merienda transcurrió alegremente y, aquel día, Benny se estuvo sentado a la mesa durante todo el rato y no bajó ni una sola vez para ir a buscar a Rizado. Tim estaba debajo de la mesa, Benny podía tocarlo con los pies y… sí… Binky también estaba allí, junto a Toby. El niño deslizó bajo la mesa un gran pedazo de pastel e inmediatamente lo cogió con cuidado un morro peludo. ¡Ellos también participaban del maravilloso banquete!

Cuando terminaron de comer, los muchachos se pusieron muy tristes porque Jeff y Ray tenían que marchar al campo de aviación en seguida. El señor Thomas se ofreció a llevarlos en su coche. Salieron todos a despedirlos.

—Nuestro campamento ahora nos parecerá triste y aburrido —dijo Dick—. ¡Han ocurrido tantas cosas durante estos días!

—Os prometo que algo más sucederá… Algo que os va a gustar mucho —aseguró Jeff.

—¿Qué será? —preguntaron todos a la vez ávidamente.

—Subiréis conmigo en un avión y lo pilotaré yo —prometió Jeff—. ¿Alguno de vosotros quiere rizar el rizo conmigo?

¡Qué gritos de alegría dieron todos! Se armó una tremenda algarabía y Jeff cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos.

—¡Yo también quiero ir! ¡Y Rizado también! —reclamaba Benny.

—¿Dónde está tu cerdito? —preguntó Jeff—. Quiero estrecharle la pata. Fue una gran ayuda para nosotros. ¿Dónde está?

—No lo sé —repuso Benny mirando en torno suyo—. Debe haberse…

—¡Escapado! —gritaron todos a una.

Tim empezó a ladrar y a dar saltos y, de pronto, apoyó sus enormes patas en la ventanilla del coche y lamió la mano de Jeff.

—¡Gracias, viejo amigo! ¿Qué habríamos hecho sin ti?

—¡Adiós a todos!… Os veré mañana… y entonces… ¡subiremos hasta las nubes!…

F I N