Capítulo II

EN CAMINO

El sol brillaba y hacía calor. Los Cinco bajaban a toda velocidad por la carretera que corría a lo largo de la bahía de Kirrin. Tim iba siguiéndoles con la lengua fuera. Ana decía que Tim era el perro que tenía la lengua más larga del mundo.

El mar era tan azul como la flor del «nomeolvides» y cuando cruzaron la bahía vieron la isla y el castillo de Kirrin.

—Me gustaría bañarme —dijo Dick.

—Lo haremos este verano —prometió Julián—. Ahora nos divertiremos mucho explorando lugares desconocidos. Toby dice que las cuevas son maravillosas.

—Ana y yo no conocemos a Toby —observó Jorge—. ¿Cómo es?

—Un poco dado a las bromas —repuso Dick—. Pone orugas en el cuello de la gente y hace cosas así. Ten cuidado si lleva una rosa en el ojal de la chaqueta. Te dirá que la huelas.

—¿Por qué? —preguntó Ana, sorprendida.

—Porque cuando te inclinas para olerla te lanza un chorrito de agua en la cara.

—Creo que no me gustará —dijo Jorge, que no era partidaria de esa clase de bromas—. Probablemente le aplastaría las narices, si intentara hacérmela a mí.

—Eso no estaría bien —observó Dick—. Seguro que inventaría un truco peor. No te enfades, Jorge. ¡Estamos de vacaciones!

Habían dejado atrás la bahía de Kirrin y estaban pasando por una avenida bordeada de setos. Las primeras rosas silvestres salpicaban el paisaje de alegre colorido. Se levantó una suave brisa que fue bien recibida por los cuatro acalorados ciclistas.

—Tomaremos un helado cuando lleguemos al pueblo —propuso Julián.

—«Dos» helados —rectificó Ana—. ¡Qué empinado es este camino! No sé si es mejor subirlo en bicicleta o apearse y empujarla.

Tim echó a correr hasta la cima y se sentó esperándolos. Jadeaba y la lengua le colgaba más larga que nunca. Julián llegó el primero y exclamó:

—Mirad, ahí está el pueblecito de Tenick. Pararemos y preguntaremos si venden helados.

Vendían helados. De fresa y de vainilla. Los cuatro niños se sentaron en un banco bajo un árbol, frente a la tienda, y hundieron con fruición las cucharas de madera en el cucurucho de helado. Tim se sentó frente a ellos aguardando confiado a que terminaran. Sabía que luego le dejarían lamer los cucuruchos vacíos.

—No te he comprado ninguno porque creo que estás demasiado gordo —le dijo Jorge viendo sus suplicantes ojos fijos en la golosina—. Pero como seguramente habrás adelgazado con esta caminata, voy a comprarte uno entero para ti.

—¡Guau! —ladró Tim dando un brinco de alegría.

Entraron en la tienda de nuevo y el perro puso sus grandes patas sobre el mostrador, dando un susto a la dependienta.

—Es un despilfarro comprar un helado para Tim —opinó Ana—. Lo coge con la lengua y lo engulle enterito. Me gustaría saber si también piensa tragarse el cucurucho de cartón.

Después de diez minutos de descanso partieron de nuevo. Era delicioso ir montado en bicicleta por el campo. Los árboles lucían un espléndido color verde y los montes aparecían dorados por miles y miles de flores amarillas que movían sus brillantes corolas.

Había muy poco tráfico por aquellas desiertas carreteras. De cuando en cuando pasaba un carro y, muy rara vez, algún coche. Los Cinco iban por aquel camino porque ellos preferían sus tortuosas curvas y los setos floridos a las rectas y polvorientas carreteras que no ofrecían ningún interés.

—Llegaremos a la granja sobre las cuatro de la tarde. ¿Cuándo y dónde comeremos, Julián? —preguntó Dick.

—A la una en punto —contestó Julián—. Ahora son las doce.

Tim debe estar muriéndose de sed —dijo Ana—. Detengámonos en el primer arroyo que veamos.

—Allí hay uno —señaló Dick apuntando a un riachuelo—. Ve a beber, Tim.

El can saltó el seto y se dirigió al arroyo a beber. Mientras tanto los chicos desmontaron de las «bicis». Ana recogió una flor de madreselva y se la colocó en el ojal de la blusa.

—¡Deja algo de agua para los peces! —bromeó Dick—. No le dejes beber más, Jorge. Se hinchará como un globo.

—¡Tim! Ya hay bastante. Ven aquí.

Dio un último lametón al agua y corrió hacia Jorge.

—Ahora se siente mucho mejor —aseguró Jorge.

De nuevo montaron en las bicicletas y emprendieron la marcha.

Julián había decidido comer en la cumbre de la colina. Así podrían ver el paisaje y gozar de una brisa refrescante.

—¡Animo! —gritó Julián—. Comeremos ahí arriba y luego descansaremos un buen rato.

—¡Gracias a Dios! —jadeó Ana—. Mañana no podremos movernos de tan cansados que estaremos.

Desde la cumbre de la colina que eligieron para almorzar se divisaba una vista magnífica y podían ver millas y millas de campos llenos de flores.

—Desde aquí veo cinco condados —dijo Julián—. Pero no me preguntéis sus nombres porque los he olvidado. Vamos a descansar un rato antes de comer, mientras contemplamos el paisaje.

Era estupendo estar echado sobre la hierba después de la larga carrera, pero Tim no aprobó este descanso. ¡Él quería su hueso! Fue hacia la bicicleta de Jorge y olfateó el cesto. Sí; el hueso estaba allí. Miró de reojo para asegurarse de que no le veían y entonces empezó a empujar el paquete con su hocico hasta que lo echó fuera del cesto.

Ana, que estaba echada cerca de él, oyó el crujido del papel y se incorporó rápidamente.

—¡Mirad qué hace Tim! ¡Se va a comer nuestros bocadillos!

Tim puso el rabo entre las patas y lo movió muy aprisa, como si quisiera decir: «Lo siento, pero, después de todo, sólo se trata de “mi” hueso».

—Busca su comida —le defendió Jorge—. ¡Como si «quisiera» nuestros bocadillos! Podrías haberte dado cuenta de que a él no le interesan en absoluto.

—Me gustaría comerme el mío ahora —apuntó Ana.

La idea les pareció buena y empezaron a desenvolver los bocadillos de pan con tomate y jamón y el pastel de fruta que hizo Juana. Julián sirvió naranjada en los pequeños vasos de cartón.

—Es estupendo —dijo Dick mascando a dos carrillos.

—Mirad, aquello debe de ser Billycock Hill —dijo Julián—. Tiene una curiosa forma. Miraré con mis gemelos —dijo sacándolos de su estuche de cuero—. Probablemente lo «es», porque esa colina tiene el aspecto de un viejo «sombrero hongo».

Todos miraron por turno con los gemelos. Jorge los colocó sobre los ojos de Tim.

—Ahora te toca a ti. Echa una ojeada, Tim.

—¿Quién quiere más bocadillos? —preguntó Julián.

—Ya no quedan. Ni tampoco pastel de fruta. Sólo tenemos un poco de humbuk[1] para quien tenga más hambre.

Todos comieron de aquel dulce y Tim esperó animado su turno. Jorge le dio un buen pedazo.

—No es mucho para ti, que te lo comes de un solo bocado.

—Empiezo a tener sueño —dijo Julián—. Descansemos durante media horita más.

Se acomodaron sobre el blando césped y en seguida se quedaron profundamente dormidos.

Tim también echó una siesta, con una oreja levantada para el caso de que viniese alguien. Pero nada turbó su sueño. Había tanto silencio y se estaba tan bien, que pasaron tres cuartos de hora antes de que nadie se despertase.

Ana sintió que algo trepaba por su brazo y se despertó sobresaltada.

—¡Ah! ¡Un escarabajo! —gritó sacudiéndoselo. Luego echó una mirada a su reloj—. ¡Qué tarde es! ¡Levantaos, chicos!

De nuevo subieron a las bicicletas y bajaron a toda velocidad por la ladera de la colina. Tim corría al lado de los cuatro muchachos ladrando alborozado. Todos estaban contentos. ¡Las vacaciones eran la cosa más bella del mundo!