No hay mal ni bien que cien años dure
Jack se quedó inmóvil, las manos por encima de la cabeza, la boca abierta con gesto de horror. ¿Habían escapado nada más que para ser apresados de nuevo? No se atrevía a gritar.
A Jorge, cuando salió, le trataron de la misma manera. También él se llevó un chasco y un susto. El hombre armado guardó silencio, apuntando a los niños con el revólver, aguardando a ver quién salía después.
Bill salió de espaldas a él. Recibió la misma orden:
—¡Manos arriba! ¡No se atreva a avisar a quien le siga! ¡Quieto ahí!
Bill giró sobre los talones. Alzó las manos al instante, pero volvió a bajarlas, sonriendo.
—Bueno va, Sam —dijo—. Puedes guardarte el revólver.
Sam soltó una exclamación y se metió el arma en el cinto.
—¡Eres «tú»! —dijo—. Me dejaron aquí por si asomaba algún otro miembro de la cuadrilla. No esperaba que «tú» asomases.
Los muchachos se quedaron boquiabiertos. ¿Qué era todo aquello?
—¿Os llevasteis un susto? —inquirió Bill, observando su sorpresa—. Éste es Sam…, uno de nuestros detectives… y un gran amigo mío. El verte aquí, Sam, me da grandes esperanzas. ¿Qué ha ocurrido?
—Ven a verlo —contestó Sam, con una sonrisa.
Y echó a andar.
Pasaron todos por el desfiladero entre las colinas, siguiendo al corpulento Sam. Llegaron a terreno despejado y se dirigieron a la costa.
Y se encontraron de pronto con una escena la mar de interesante. Puestos en fila, hosco el semblante, estaban todos los hombres de la mina. Jo-Jo se encontraba allí también, reflejándose en su rostro una ira feroz. Había dos hombres cerca, cada uno de ellos con un revólver. A los prisioneros los habían desarmado.
—¡Ahí está Jo-Jo! —exclamó Jorge.
El negro se volvió hacia él con torva mirada que se convirtió en gesto de sorpresa. ¡Conque los niños y su amigo habían logrado escapar! Asombrado, Jo-Jo se devanó los sesos tratando de explicarse cómo podía haberse escapado nadie de una celda cerrada con llave, dentro de una mina inundada, y subiendo por un pozo que tenía la escala completamente destrozada en su parte baja.
—¿Cómo los pillaron? —inquirió Jack, maravillado. «Kiki» vio a Jo-Jo y se puso a volar a su alrededor, ululando y lanzando gritos y alaridos. Reconoció a su antigua enemigo y parecía comprender que ya no podía hacerle ningún daño.
Sam sonrió al ver la expresión del niño.
—Bill Cunningham, aquí presente —explicó, indicando a Bill con un gesto—, logró decirnos lo bastante anoche por radio. Comparamos notas, sacamos las consecuencias oportunas, y decidimos actuar a toda prisa. Encontramos la embarcación de Jo-Jo aquí. Y pruebas de que se disponían todos a salir de estampía…, montones de billetes encajonados en la playa y la mar de otros documentos interesantes.
—¿Cómo pudieron llegar aquí tan aprisa? —preguntó Jorge—. No hay ningún barco cerca por esta costa.
—Tenemos unas cuantas lanchas-automóviles nuestras, muy rápidas —le contestó Sam—. Tomamos dos de ellas, y vinimos aquí a toda marcha, costa abajo. Ahí están.
Los niños se volvieron, viendo dos grandes embarcaciones motoras que flotaban cerca de la caleta, cada una al cuidado de un mecánico. A poca distancia se encontraba la barca de Jo-Jo.
—En cuanto nos dimos cuenta de que la cuadrilla daba por terminado su trabajo y se disponía a marchar con el dinero falsificado, vimos la oportunidad que se nos presentaba. Conque apostamos a un agente en la boca de cada uno de los pozos, ya que no sabíamos cuál era el que empleaba la banda. Por uno de ellos subieron todos uno por uno. Y los atrapamos a todos como pueden ver.
—De igual manera que nos atrapó usted a nosotros —dijo Jack—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Bill Cunningham es el que dirige todo esto —respondió Sam, mirando, interrogador, a Bill.
Éste se volvió hacia los niños.
—Siento haberos tenido que dar un nombre falso —dijo—. Pero el mío verdadero se conoce demasiado en ciertos círculos para que convenga que lo mencione hallándome trabajando en algún caso. Por eso fue siempre Bill Smugs para vosotros.
—Y lo será usted siempre, Bill —aseguró Jorge—. Yo no pensé jamás en usted con otro nombre.
—Bien —respondió Bill, riendo—. Pues Bill Smugs soy yo y lo seré. Ahora…, ¿por qué no metemos a todos estos caballeretes en las canoas?
Se obligó a embarcar a la cuadrilla en las dos canoas. Jake aún llevaba su parche negro, pero miró a «Kiki» tan ferozmente con el ojo destapado, que Jack llamó al loro para que se le posara en el hombro. De haberlo podido asesinar con la mirada, no cabe duda de que la de Jake hubiese matado instantáneamente a «Kiki». Estaba recordando el hombre cómo habían encerrado al loro en lugar de encerrar al niño. Aquella equivocación había tenido como consecuencia, seguramente, toda su mala suerte posterior.
—Me parece que conduciremos «nosotros» la embarcación de nuestro querido Jo-Jo a casa —les dijo Bill a los niños—. Vamos. Que salgan las lanchas primeros, y nosotros les seguiremos. ¡Eh, Sam! Poner proa a esa casa…, ya sabéis la que digo… Craggy-Tops. Hay un buen atracadero allá.
—Conforme —contestó Sam.
Y las lanchas arrancaron ruidosamente, poniendo proa a donde Bill les había ordenado.
Luego, este último y los muchachos zarparon en la embarcación de Jo-Jo, y las tres naves salvaron los escollos de la entrada y salieran a mar abierta.
—No hay mal ni bien que cien años dure —observó Bill, mientras izaban la vela y empezaban a navegar rumbo a casa—, y bueno es lo que bien acaba. Pero «hubo» unos momentos en que no creí que fueran a terminar las cosas tan bien como lo han hecho.
Igual les había pasado a los niños, y estaban en todo de acuerdo con las palabras de su amigo. Jorge se preguntó cómo irían las muchachas. Debían estar angustiadas ya.
—Tengo la mar de hambre —anunció Jack—. Hace siglos que no hice una comida como es debido…, siglos de verdad.
—Sí que debe parecería —asintió Bill—. Pero no te preocupes ya. Pronto estaremos de vuelta. Y entonces podrás tragar hasta saciarte.
Las niñas y tía Polly oyeron el zumbido de los motores de las canoas mucho antes de que llegaran éstas a tierra. Salieron a ver qué era lo que hacía aquel ruido. Y quedaron asombradas al ver dos lanchas grandes, cargadas de hombres, y una embarcación que parecía la de Jo-Jo navegando hacia Craggy-Tops.
—¿Qué significa todo esto? —exclamó la señora, que aún estaba pálida y tenía cara de enferma—. ¡Ay, Señor! ¡Jamás podrá soportar mi corazón tantas emociones!
Las canoas se acercaron a los postes de amarre de la caleta. Las niñas bajaron corriendo y quedaron sorprendidas al ver a Jo-Jo entre los hombres. Los escudriñaron, tratando de descubrir a los niños.
—¡Hola ahí! —llamó Sam—. ¿Estáis buscando a Bill Cómo-se-llame y a los chicos? Vienen en el otro barco que nos sigue. ¿Tenéis teléfono aquí, por casualidad?
—Sí, señor —contestó Dolly—. ¿Qué son todos esos hombres? ¿Por qué está Jo-Jo con ellos?
—Ya te lo contaré todo dentro de poco —respondió Sam, saltando a tierra—. He de telefonear antes de hacer nada. Sé buena chica y enséñame dónde tenéis el aparato.
Sam habló por teléfono, pidiendo que se mandaran cuatro o cinco automóviles a Craggy-Tops para recoger a los prisioneros. Tía Polly, latiéndole con violencia el corazón, escuchó estupefacta. ¿Qué «podría» significar aquello?
Pronto comprendió en cuanto llegó el velero y Bill y los niños entraron en la casa. Le contaron toda la historia y ella se retrepó en el diván, horrorizada, al enterarse de lo malo y peligroso que era Jo-Jo.
—Es más astuto que un zorro —dijo Bill—, pero no ha logrado salirse con la suya esta vez…, gracias a estos cuatro niños tan listos.
—Es curioso —dijo Jack—. Fuimos a la isla a buscar un Alca Mayor… y en lugar de eso encontramos a toda una cuadrilla trabajando con máquinas de imprimir en el fondo de las minas.
—De haber sabido yo que estabais haciendo cosas así, os hubiese mandado a todos a la cama —dijo tía Polly, con severidad.
Y todos echaron a reír.
—¡Oh, qué niña más mala, Polly! —clamó «Kiki», volando a posarse en el hombro de la anciana.
Llegaron los coches cuando Bill y los niños se hallaban en pleno banquete. Metieron a los presos en ellos y se los llevaron a toda prisa. Sam dijo adiós y se marchó con ellos.
—¡Buena faena, Bill! —dijo al salir—. Y estos niños merecen unas palmaditas en la espalda también.
Las recibieron en abundancia. Los días que siguieron fueron tan emocionantes, que ninguno de los muchachos pudo dormir debidamente por la noche.
En primer lugar, les condujeron a la población grande más cercana, y les hicieron contar todo lo que sabían a dos o tres señores muy solemnes.
—Jefazos —les explicó misteriosamente Bill—, capitostes de altos vuelos. Jack, ¿tienes la fotografía de ese montón de latas de conserva que viste en la isla? Jo-Jo niega haber llevado provisiones allí nunca, y hemos encontrado unas latas vacías en el sótano de Craggy-Tops, que quizá podamos identificar con ayuda de su instantánea.
Conque hasta la fotografía de las latas resultó de utilidad y constituyó parte de lo que Bill llamaba «pruebas contra los procesados».
Otro motivo de excitación fue la pepita de Jack. El niño se llevó una desilusión al saber que carecía de valor, pero como curiosidad, como recuerdo de una gran aventura, resultaba emocionante.
—Me la llevaré al colegio y se la donaré al museo que allí tenemos —dijo—. A todos los niños les encantará verla, tocarla y oírme contar cómo la obtuve. ¡Lo que me van a envidiar! No todo el mundo se pierde en una mina de cobre antiguo y encuentra una pepita olvidada años antes. Lo único que siento es que no tenga valor, porque quería venderla para que nos repartiésemos el dinero.
Pero eso no importó ni pizca porque, inesperadamente a más no poder, les llegó a los niños una cantidad muy importante de dinero por otro conducto. Se había ofrecido una recompensa a quien pudiese dar información que contribuyera al descubrimiento de los falsificadores. Y, como es natural, esta recompensa les fue dada a los cuatro niños, aunque a Bill le tocó su parte también.
La madre de Jorge se presentó en Craggy-Tops cuando se enteró de la extraña y emocionante aventura y de su maravilloso e inesperado resultado. Jack y Lucy se enamoraron de ella al instante. Era bonita, y bondadosa, y alegre; todo lo que una madre debiera ser.
—Yo creo que el que sea mujer de negocios es desperdiciarla —le dijo Jack a Jorge—. Es una madre y debiera vivir como una madre, y tener un hogar agradable, y a ti y a Dolly a su lado.
—Y lo va a tener —contestó Dolly, con los ojos como estrellas—. Y nos va a tener a nosotros. Ahora hay suficiente dinero para que mamá pueda dejar de trabajar tanto y tenga un hogar propio para ella y para nosotros. Lo hemos calculado todo. Y…, ¿qué os parecería a ti y a Lucy el venir a vivir con nosotros, Pecas? No querrás volver a casa de tu cascarrabias de tío y de su ama de llaves, ¿verdad?
—¡Oh! —exclamó Lucy, como luceros los ojos.
Cayó sobre Jorge y le abrazó con fuerza. Dolly nunca hacía eso, pero Jorge descubrió que le gustaba.
—¡Oh! —repitió la niña—. ¡No podía haber cosa mejor! Compartiríamos vuestra madre y, ¡lo pasaríamos tan bien juntos! Pero ¿crees tú que querrá tenernos tu madre?
—Claro que sí —respondió Dolly—. Se lo pedimos particularmente. Y contestó que, si tiene que soportar a dos niños, tanto da que aguante a cuatro.
—¿Y a «Kiki» también? —preguntó Jack, concibiendo de pronto una duda.
—¡Pues claro que sí! —exclamaron Dolly y Jorge a coro.
Era inconcebible que «Kiki» no viniese con todos ellos.
—¿Qué va a ser de nuestra tía Polly y de nuestro tío Jocelyn? —inquirió Jack—. Lo siento por tu tía…, no debía vivir en esta casa en ruinas, trabajando como una negra, cuidando a vuestro tío y pasando una vida solitaria, desgraciada y enferma. Pero supongo que vuestro tío no querrá abandonar Craggy-Tops nunca, ¿verdad?
—No tiene más remedio que abandonarlo ahora… y, ¿sabéis por qué? —dijo Dolly—. Pues porque el agua del pozo se ha vuelto salada, al entrar el mar por el antiguo pasadizo. Conque no puede beberse. Costaría demasiado dinero poner en condiciones el pozo, conque el pobre tío Jocelyn ha tenido que escoger entre quedarse en Craggy-Tops y morirse de sed o abandonarlo y marcharse a otro sitio.
Todo el mundo se echó a reír.
—Bueno, pues algo bueno hizo Jo-Jo después de todo al inundar las minas —observó Jorge—. Le ha obligado a tío Jocelyn a decidirse a mudarse. Y tía Polly podrá tener la casita que siempre ha ambicionado, y vivir allí en paz, en lugar de continuar en estas ruinas… y sin Jo-Jo que haga los trabajos más rudos.
—¡Oh! ¡Ese horrible Jo-Jo! —exclamó Lucy, estremeciéndose—. ¡Cómo le odiaba! Me alegro de que esté encerrado para años y años. Yo ya seré persona mayor cuando salga él de la cárcel, y ya no le tendré miedo.
Bill llegó en su coche, cargando con una caja de botellas de gaseosas y limonadas, porque ahora nadie podía beber agua del pozo. Los niños le recibieron con una ovación. Era agradable poder beber refrescos de esa clase para desayunar, para comer y para el té. Bill les presentó a tía Polly y a la mamá de Jorge un enorme termo, lleno de té caliente y azucarado.
—¡Oh, Bill! —exclamó la madre de Jorge con un gritito que «Kiki» se apresuró a imitar—. ¡Qué frasco tan enorme! En mi vida vi uno tan gigantesco como éste. Muchísimas gracias.
Bill se quedó a cenar. Fue una cena la mar de divertida, sobre todo cuando el ratoncito de Jorge se le escapó de la manga y corrió al plato de Dolly. A ésta le dio un disgusto, pero hizo reír a todos los demás. Lucy miró en torno suyo a la alegre compañía y sintió una satisfacción enorme. Iba a vivir con una persona mayor a la que amaría, y con niños a los que tenía mucho afecto. Todo era divertido. Todo había salido bien. ¡Qué ocurrencia más buena habían tenido ella y Jack al escaparse de casa del señor Roy semanas antes para marchar con Jorge a Craggy-Tops!
—Ha sido una gran aventura —dijo Lucy, en voz alta—. Pero me alegro de que haya terminado. Las aventuras son «demasiado» emocionantes cuando están sucediendo.
—Oh, «no» —intervino inmediatamente Jorge—. Esa es la mejor parte de una aventura: el momento en que sucede. A mí me parece una gran lástima que se haya terminado.
—¡Qué lástima, qué lástima! —exclamó «Kiki», diciendo la última palabra, como de costumbre—. Límpiate los pies y cierra la puerta. Pon el agua a hervir. ¡Dios salve al Rey!