Acorralados
La luz centelleó en el revólver que tenía Jo-Jo en la mano. Bill se sintió furioso consigo mismo. Si no hubiese accedido a volver en busca del loro, aquello no hubiera sucedido. Jo-Jo era un hombre de cuidado. No era probable que se dejara engañar tan fácilmente como Jake.
—Volveos de espaldas, alzad las manos por encima de la cabeza y echad a andar delante de mí —ordenó el negro—. Ah… ahí ese loro. Tiene una deuda muy grande contraída conmigo. Bueno, pues la saldaremos ahora.
Jack comprendió que Jo-Jo tenía la intención de pegarle un tiro a «Kiki»; conque le dio un golpe que sorprendió enormemente al pájaro. Se alzó en el aire, gritando indignado, y se perdió en la oscuridad.
—¡No te acerques, «Kiki»! ¡No te acerques! —le gritó el niño.
«Kiki» permaneció perdido en las tinieblas. Algo le hacía comprender que Jack no le quería tener cerca. Presentía peligro. Siguió al grupo, manteniéndose bien a la zaga de Jo-Jo, volando de un lado a otro tan silencioso como un murciélago.
Los tres no tardaron en quedar encerrados en la cueva que ya conocemos. Jo-Jo, que había llamado a gritos a Jake, echó la llave con sus propias manos. Luego los prisioneros le oyeron alejarse.
—Bueno, en buen apuro nos encontramos ahora —dijo Bill—. ¿Por qué diablos accedería yo a regresar en busca del loro? Esa equivocación puede costamos la vida a todos, y estos individuos se escaparán impunemente con sus millones de billetes falsos, con los que inundarán el país. Ahora sí que nos encontramos de cara a la pared.
—Siento haberle pedido que volviéramos a buscar a «Kiki» —murmuró con humildad, Jack.
—Soy yo tan culpable como tú —respondió Bill, encendiendo un cigarrillo—. ¡Caramba! ¡Qué calor hace aquí abajo!
Después de lo que pareció una eternidad, se abrió la puerta otra vez, y entró Jo-Jo acompañado de Jake y Olly, y seguidos de dos o tres hombres más.
—Sólo deseamos despedirnos afectuosamente de vosotros —anunció Jo-Jo, brillándole el negro rostro a la luz de la lámpara—. Hemos terminado lo que nos retenía aquí. Llegaste en el último instante, Bill Smugs, demasiado tarde para poder hacer nada. Tenemos ya todos los billetes que podremos usar mientras vivamos.
—Conque os largáis, ¿eh? —dijo Bill, sereno—. Destruyendo las máquinas para ocultar vuestra pista… llevándoos todo lo almacenado y los fajos de billetes falsos… No os escaparéis tan fácilmente. Se descubrirán vuestras máquinas, ya estén destruidas o enteras, y vuestro…
—No se encontrará nada jamás, Bill Smugs —contestó Jo-Jo—. Ni rastro. Puede venir a esta isla todo el Cuerpo de Policía, pero nunca darán con cosa alguna que pueda proporcionarles nuestra pista… ¡nunca!
—¿Por qué?
—Porque vamos a inundar las minas —contestó el negro, enseñando los dientes en feroz consigna—. Sí, Bill, Smugs, estas minas quedarán inundadas dentro de muy poco… el agua llenará todo túnel, todo pasadizo, toda cueva… ocultará nuestras máquinas y todo rastro de nuestra labor. Y me temo que os ocultará también a vosotros.
—No puedo creeros capaces de dejarnos aquí —dijo Bill—. Dejadme a mí, si queréis… pero llevaros a los niños.
—No queremos cargar con ninguno de vosotros —contestó el negro—. No haríais más que estorbarnos.
—¡No podéis ser tan crueles! —exclamó Bill—. ¡Si son sólo unos niños!
—Tengo órdenes concretas —anunció Jo-Jo.
No parecía ya el hombre estúpido y medio loco que habían conocido los muchachos. Era un Jo-Jo completamente distinto, y nada agradable, por añadidura.
—¿Cómo tenéis la intención de inundar las minas? —inquirió Bill.
—De una forma muy sencilla. Hemos minado parte del pasadizo por el que vinisteis de Craggy-Tops. Cuando nos hallemos sanos y salvos a flor de tierra, oiréis el ruido amortiguado de una gran explosión. La dinamita abrirá un agujero en el techo de esa galería, y se precipitará el mar por él. Como puedes suponer, el torrente se extenderá por toda la mina, llenándola hasta el nivel del océano. Me temo que no encontraréis muy agradable vuestra estancia aquí entonces.
Jack intentó ponerse en pie para demostrarle al negro que «él» no tenía miedo; pero las rodillas se negaron a sostenerle. «Tenía» miedo. Y Jorge también. El único que dio muestras de verdadero valor fue Bill. Se echó a reír.
—Bueno… haced lo que queráis. No os escaparéis tan fácilmente de todo eso. Se sabe mucho más de ti, de esta cuadrilla y de sus jefes, de lo que vosotros os podéis imaginar.
Uno de los hombres le dijo algo a Jo-Jo. Éste contestó con un gesto afirmativo. Los muchachos comprendieron que se aproximaba el momento de que reventara la techumbre rocosa y las aguas inundaran todos los rincones.
—Bueno, adiós —dijo Jo-Jo riendo y enseñando los dientes, asombrosamente blancos.
—Hasta muy pronto —replicó Bill en tono igualmente cortés.
Los niños nada dijeron. «Kiki», allá en el corredor, soltó una carcajada.
—Me hubiera gustado matar a ese pájaro antes de irme —murmuró Jo-Jo.
Se oyó cómo se alejaban las pisadas y, luego, silencio.
Bill miró a los niños.
—Animo —dijo—. Aún no estamos muertos. Daremos tiempo a esos hombres de alejarse un poco y luego abriré esta puerta y saldremos.
—¿Abrir la puerta? —exclamó Jack—. ¿Cómo?
—Oh, yo tengo mi sistema —rió Bill.
Y sacó una colección de limas y de delgadas llaves. Al cabo de un minuto o dos se puso a trabajar con la puerta y, a los pocos instantes, la abrió de par en par.
—Ahora, al pozo —dijo—. Vamos, aprisa, antes de que sea demasiado tarde.
Se dirigieron a la galería principal y luego medio corrieron hasta el pozo. Estaba bastante lejos.
Momentos antes de que lo alcanzaran y pudieran alzar la vista hacia donde se veía un leve destello de luz solar, sonó un ruido extraño.
Fue una especie de bramido amortiguado procedente de las profundidades de la mina. Repercutió a su alrededor de una forma extraña.
—Jo-Jo dijo la verdad después de todo —observó Bill—. Esa ha sido la detonación de la dinamita. Si ha logrado abrir brecha en el lecho del mar, las aguas se estarán precipitando ya por el largo pasadizo submarino hacia las galerías.
—Vamos, pues —dijo Jorge, ávido de salir al aire libre—. Vamos. Quiero salir al sol.
—Me tendré que atar la pepita a alguna parte —dijo Jack, que seguía cargado con el pesado trozo de cobre—. Pero… ¿qué ocurre, Bill?
La exclamación que este último acababa de soltar había sobresaltado a los muchachos.
—Mirad —respondió Bill, enfocando con la lámpara los primeros metros del pozo—. Esos hombres han subido por aquí y cortado cuidadosamente la extremidad inferior de la escalera para que no pudiéramos ascender aun suponiendo que lográsemos salir de la celda. No han querido dejar nada al azar. Estamos perdidos. No podemos huir. No hay manera de ascender sin una escalera.
Los tres contemplaron los travesaños destruidos con desesperación. «Kiki» exhaló un grito melancólico que les hizo dar un brinco.
—Bill… yo creo que podríamos encontrar una escalera de alguna clase en esa caverna grande, abierta, donde estaban las cajas de provisiones —dijo Jack—. Me parece que vi una. ¿Volvamos allá a ver? Seguramente no habrán destrozado más que los primeros travesaños de escala… comprenderían que no podríamos utilizar la parte de más arriba si no teníamos nada con que ascender el primer trozo.
—¿Estás seguro de que había una escalera en esa cueva? —inquirió Jorge—. Yo no recuerdo haber visto ninguna.
—Bueno… es la única probabilidad de salvación que tenemos de todas formas —dijo Bill—. Vamos… retrocederemos en su busca.
Pero no llegaron a la caverna. Sólo recorrieron un trozo pequeño del túnel principal antes de verse obligados a pararse, horrorizados. Algo corría hacia ellos… algo negro, extraño, potente…
—Las aguas han penetrado ya —gritó Bill—. ¡Atrás! ¡Id a la parte más alta! ¡Caramba! ¡El mar entero se está vertiendo en las minas!
Ahora se oía claramente el gorgoteo del agua al filtrarse por los corredores y meterse en todos los huecos. Era un sonido ávido, absorbente, que hasta al propio Bill le asustó. Los tres regresaron corriendo al pozo principal. Estaba un poco más alto que el suelo de los alrededores. Pero no tardaría el agua en alcanzar allí también.
—Buscará su propio nivel —anunció Bill—. Todos estos pozos descienden muy por debajo del nivel del mar, y es seguro que las minas se llenarán hasta el nivel de éste. Calculo que llenará estos pozos hasta la mitad también.
—Pero, Bill… ¡nos ahogaremos todos! —exclamó Jack con voz trémula.
—¿Sabéis nadar? —inquirió Bill—. Sí, claro que sí, Bueno, pues escuchadme. Sólo una esperanza nos queda. Cuando el agua llene este pozo hemos de subir con ella… dejar que nos alce. Creo que podremos mantenernos a flote divinamente si no nos dejamos dominar por el pánico. Luego, cuando lleguemos a la parte de la escala que no haya sido destrozada, podemos ascender por ella. Bien. ¿Creéis poder conservar la serenidad y, cuando llegue el agua, subir con ella por el pozo?
—Sí —dijeron los niños con valor.
Jack se volvió y miró, nervioso, corredor abajo. Le era posible ver las negras aguas en la distancia, brillando abajo la luz de la lámpara de Bill. Tenían un aspecto que se le antojaba horrible.
—Así, pues, éste es el fin de las minas, ¿eh, Bill? —dijo Jorge—. Nadie podrá volver a bajar aquí.
—Estaban agotadas ya, de todas formas —repuso el hombre—. Jack tuvo suerte con encontrar una pepita que llevarse para enseñar a la gente. Probablemente la ocultaría algún minero antiguamente, y olvidó luego dónde la había metido. Y años y años más tarde Jack la ha encontrado.
—Es «preciso» que vuelva con ella —dijo Jack—, preciso a más no poder. Pero sé que no puedo tenerla en las manos y nadar al propio tiempo. Pesa demasiado.
Bill se quitó el jersey que llevaba y la camiseta. Envolvió la pepita en la camiseta, la anudó y, a continuación, ató un grueso cordel a su alrededor. Se puso el jersey otra vez y se colgó la pepita al cuello.
—Pesa un poco —dijo sonriendo—, pero no representa un peligro. Tú carga con «Kiki», y yo con la pepita.
—Muchísimas gracias —dijo Jack—. ¿Está usted seguro de que no le arrastrará debajo del agua?
—Lo dudo —contestó Bill, que era muy fuerte.
—El agua se está acercando —anunció Jorge, inquieto—. ¡Mire!
Miraron todos. Avanzaba hacia la parcela de terreno en que se encontraban, que era más alta que el suelo de la galería.
—¡Qué horriblemente negra! —exclamó Jack—. Supongo que es la oscuridad lo que la hace parecer de ese color. Tiene un aspecto horroroso.
—Aún tardará un poco en llegar a nuestro pozo —anunció Bill—. Sentémonos a descansar un poco ahora que todavía disponemos de tiempo para hacerlo.
Se sentaron. El ratón de Jorge se le escapó por la manga y se alzó sobre las patas traseras, olfateando. «Kiki» lo vio y soltó un chillido.
—¡Te he dicho que te limpies los pies!
—Hazme el favor de no asustar a «Woffly» —dijo Jorge, asustando al loro.
Los tres observaron al ratón mientras aguardaban. El agua se fue aproximando, gorgoteando y subiendo por los corredores.
—Debe estar entrando a «torrentes» por el agujero del techo del pasadizo submarino —murmuró Jorge—. Oiga, Bill…, ¿se extenderá el agua en la otra dirección también? ¿Bajará por el pasadizo hacia Craggy-Tops… y salará el pozo?
—Pues…, sí, supongo que sí —replicó Bill—. El pozo se encuentra bajo el nivel del mar, claro está. Conque por fuerza se verterá el agua salada por el agujero de aquel extremo. Es un mal asunto. Jorge. Ello significará que ni tú ni tu familia dispondréis de agua de pozo ya… No sé lo que haréis.
—Aquí viene el agua a nuestros pies ya —dijo Jack, contemplando la ola que corría hacia ellos—. «Kiki», ¿quieres estarte quieto en mi hombro? Copete, ¿dónde está el ratón «Woffly»?
—Se me ha metido por el cuello —contestó el niño—. ¡Troncho! ¡Qué fría está el agua!
Hacía mucho calor en las minas, conque claro, el agua se sentía fría, muy fría. Jorge, Jack y Bill se pusieron en pie, viéndola arremolinarse en torno a sus tobillos. Fue subiendo poco a poco, hasta alcanzarles las rodillas. Continuó ascendiendo.
Los tres estaban de pie inmediatamente debajo del pozo, aguardando el momento en que las aguas les alzaran y pudieran nadar.
—Estoy helado —dijo Jorge—. Nunca conocí agua tan helada.
—No es que esté fría en realidad —dijo Bill—. Sólo que tenemos tanto calor aquí abajo, que el agua nos parece helada. Aún no ha tenido tiempo de calentarse.
Les subió el agua hasta la cintura y, más aprisa ya, hasta los hombros.
—¡Dios salve al Rey! —exclamó «Kiki», con voz horrorizada, contemplando, desde el hombro de Jack, las inquietas aguas negras.
No tardaron los tres en verse levantados y se pusieron a nadar, con dificultad, sobre la superficie.
—¡Hay tan poco sitio! —jadeó Jack—. ¡Estamos el uno encima del otro!
Estaban muy apiñados, en efecto, y costaba trabajo mantenerse a flote careciendo de espacio necesario para nadar. El agua continuó subiendo. Bill había tomado la lámpara pequeña de Jorge y la sostenía entre los dientes, de forma que la luz diera sobre la pared del pozo. Quería ver si la escala se encontraba destruida también por la parte de arriba, o si los falsificadores sólo habían destrozado la parte inferior.
Se sacó la lámpara de la boca por fin.
—Estamos salvados —dijo—. La escala no está rota por aquí. Hemos ascendido un buen trecho con el agua, y ahora podemos utilizar la escalera. Os ayudaré a vosotros primero. Tú ve delante, Jack, con «Kiki», que se está asustando demasiado.
Jack alcanzó el lado en que se encontraba la escala. Bill le alumbró, el niño asió los travesaños y empezó el ascenso. Luego, cuando hubo subido un poco, le siguió Jorge. El último fue Bill, que sentía el peso de la pepita alrededor del cuello. Le había costado bastante trabajo mantenerse a flote con semejante carga, pero lo había logrado.
Escalaron poco a poco el pozo. Parecieron transcurrir siglos antes de que se aproximaran siquiera a la boca. Dejaron de tiritar muy pronto, entrando en calor con el ejercicio. La ropa mojada se les pegaba al cuerpo, molestándoles. «Kiki» le habló a Jack al oído, compadeciéndose a sí mismo. No le gustaba aquella parte de la aventura.
Tampoco le gustaba al ratón de Jorge. Había permanecido colgado de la oreja del niño durante su permanencia en el agua, cuando sólo la cabeza de éste se hallaba asomada a la superficie. Y ahora no encontraba nada de su gusto la ropa mojada. No parecía poder encontrar un sitio cómodo y seco en ninguna parte.
—Casi hemos llegado —gritó Jack, por fin—. Queda muy poco ya.
La noticia era buena y animadora. Les dio nuevas fuerzas para mover piernas y brazos.
Jack fue, claro está, el primero en salir, alzando «Kiki» el vuelo desde su hombro con un grito de alegría. No bien estuvo fuera, no obstante, el niño se detuvo, mudo de asombro. Había un hombre sentado, en silencio, junto a la boca del pozo con un revólver en la mano.
—¡Manos arriba! —ordenó éste, con voz dura—. ¡No te atrevas a poner sobre aviso a los que te siguen! Quieto ahí. ¡Manos arriba he dicho!