Capítulo XXV

Un hallazgo extraordinario

Y ahora, ¿qué les había ocurrido a Jack y a «Kiki» durante todo aquel tiempo? Muchas cosas; algo de ello extraordinariamente sorprendente e increíble.

Jack no sabía que los otros se habían escapado. Es más, ni siquiera tenía conocimiento de que los hubiesen encerrado. En su afán por encontrar al loro, se había extraviado. Como ya sabemos, los hombres habían oído gritar a «Kiki» horas más tarde al perseguir a Jorge y a las muchachas; pero no se encontraron con el niño, porque tiraron por distinta galería.

El pobre Jack estaba aterrado. Erró por un laberinto de corredores, pasando por numerosos criaderos abandonados. Temía que se le apagara la lámpara. Temía que el techo se le cayese encima. Temía la mar de cosas.

—Puedo seguir aquí perdido eternamente —pensó—. Quizá me esté alejando kilómetros y kilómetros del túnel principal.

Se encontró de pronto con un gran agujero en el techo por encima de él, y comprendió que se trataba de un pozo de bajada.

—Claro…, había muchos —pensó Jack, empezándole a latir el corazón con violencia—. ¡Gracias a Dios! Ahora podré salir al aire libre.

Pero, con gran desilusión suya, comprobó que no había manera de ascender por allí. La escala o la cuerda que pudiera haber habido en otros tiempos, se habría podrido, porque ni rastro de medio de ascenso descubrió.

Era terrible estar allí, en el fondo, sabiendo que la libertad, la luz del día y el aire puro le aguardaban arriba, y no disponer de medios para alcanzarlos.

—Si fuera niña, apuesto a que rompería a llorar —dijo en voz alta, sintiendo detrás de los párpados algo que se parecía sospechosamente a una lágrima—. Pero como soy niño, tendré que aguantarme y sonreír.

Sonrió con determinación.

«Kiki» escuchó sus palabras con la cabeza ladeada.

—Pon el agua a hervir —dijo, animador.

Lo cual le hizo sonreír al niño de verdad.

—Eres un verdadero idiota —anunció con tono afectuoso—. Ahora lo importante es: ¿adónde vamos? Me da la sensación de que he estado recorriendo los mismos pasadizos otra vez. Pero…, aguarda…, los pozos se encuentran todos en la isla…, conque debo haber retrocedido sobre mis pasos, porque nos encontrábamos todos debajo del mar cuando nos separamos. Que yo recuerde, todos estos pozos iban a parar a una misma galería recta y larga. Bajaré por aquí para ver si llego al pozo principal por casualidad. Si lo encuentro, podré subir por él.

Reanudó la marcha hasta llegar a un punto en que estaba obstruido el paso. No tuvo más remedio que retroceder y emprender otro camino, que también halló cerrado por un desprendimiento. Era muy desalentador. «Kiki» empezó a cansarse de aquel viaje interminable por oscuros corredores, y bostezó de una manera la mar de realística.

—Ponte la mano delante de la boca —se dijo a sí mismo con severidad—. ¿Cuántas veces he de decirte que cierres la puerta? ¡Dios salve al rey!

—Tu bostezo me ha hecho bostezar a mí también —dijo Jack. Y se sentó—. ¿Y si descansáramos un poco? Estoy cansadísimo ya, «Kiki».

Apoyó la espalda contra la pared rocosa y cerró los ojos. Empezó a dormitar y acabó sumiéndose en un sueño que duró un par de horas. Cuando se despertó, apenas supo dónde se encontraba y se asustó al recordarlo. Se puso en pie con «Kiki» anclado firmemente en el hombro aún y cosa rara, callado en aquel momento.

Fue por entonces cuando «Kiki» oyó el ruido que hacían los hombres al perseguir a los otros niños y se puso a dar gritos. Pero Jack nada percibió y torció por uno de los corredores antes de que llegaran los individuos aquellos. No sabía que estaba muy cerca del pozo por el que bajara. Pero, al poco rato, llegó al túnel principal y se detuvo.

—¿Será ésta la galería ancha que vimos en el mapa? —se preguntó—. Quizá lo sea. ¡Si tuviese una lámpara más potente! Dios quiera que no vaya a apagárseme ésta. No parece brillar tanto como antes.

Bajó por la escalera y vio unos escalones tallados en la roca y que ascendían. Los subió por pura curiosidad, y llegó a otro pasadizo que evidentemente conducía a otro de los laboreos. Dio un traspiés y pegó contra la pared, desalojando una piedra que cayó con gran estrépito. Alzó la lámpara para ver de dónde había caído, temiendo que el techo estuviese a punto de hundirse.

No había peligro. La luz dio sobre algo que brilló con color rojizo; una piedra grande e irregular. Y, de pronto, se dio cuenta de que no era una piedra… era… sí, tenía que serlo…, ¡una enorme pepita de cobre! ¡Troncho! ¡Qué hermosura! ¿Podría cargar con ella?

Con gran cuidado la arrancó de su sitio. Se hallaba en una especie de repisa formada allí por una hendidura de la roca. ¿La habría ocultado en aquel lugar alguien años antes? O…, ¿la había puesto allí alguno de los hombres que trabajaban la mina en la actualidad?… ¿O se encontraría allí por obra de la Naturaleza, una pepita de verdad en su matriz de tierra? No lo sabía Jack.

Pesaba mucho; pero podía con ella. ¡Una pepita de cobre! El niño no hacía más que repetirse las palabras. Casi valía tanto como haberse encontrado un Alca Mayor…, no tan emocionante, claro, pero casi. ¿Qué dirían los demás?

Se le ocurrió que debía procurar, ahora más que nunca, no encontrarse con ninguno de los mineros. Pudieran quitarle la pepita. Quizá fuera de ellos legalmente, claro, pero quería experimentar la emoción de enseñársela a los otros como hallazgo suyo antes de cedérsela a nadie.

Volvió a la galería principal con la pepita en las manos. Tuvo que meterse la lámpara en el cinturón porque no podía llevar las dos cosas a la vez y le resultaba más difícil el camino, porque la luz daba ahora hacia abajo en lugar de hacia delante.

—¡Hola! —exclamó, deteniéndose bruscamente al oír ruido en la distancia—. Me parece que me estoy aproximando otra vez al ruido metálico que oímos antes…, donde están trabajando los hombres. Quizá me encuentre cerca de Jorge y de las niñas también.

Avanzó con cautela. Se metió por un corredor que dobló bruscamente, conduciéndole de nuevo a la caverna brillantemente iluminada. La última vez que la viera, había estado desierta: ahora había hombres dentro. Estaban abriendo los cajones y las cajas que observaran con anterioridad los niños. Jack observó, preguntándose qué contendrían.

—Me encuentro en el mismo túnel en que me hallaba cuando se escapó «Kiki» y salí yo en persecución suya —pensó el niño—. ¿Qué habrá sido de los otros? ¡Troncho! ¡Qué agradable resulta ver una luz brillante otra vez! Si me agacho aquí, detrás de esta roca saliente, no creo que llegue a verme nadie.

«Kiki» guardó completo silencio. La brillante luz le asustaba después de llevar tanto rato en tinieblas. Permaneció agazapado en el hombro de su amo, observando.

Había latas en los cajones y cajas —latas de carne y de frutas—. A Jack se le abrió un apetito enorme al verlos, porque llevaba mucho tiempo sin probar bocado. Los hombres abrieron unos cuantos botes, los vaciaron en platos, y empezaron a comer, hablando entre sí. A Jack no le era posible oír lo que estaban diciendo. Tenía tanta hambre, que poco le faltó para salir a descubierto y suplicar a los hombres que le dieran de comer a él también aunque sólo fueran unos pocos bocados.

Pero no era muy agradable su aspecto. No llevaban más que pantalón, yendo desnudos de cintura para arriba. Hacía tanto calor en las minas, que resultaba imposible llevar mucha ropa. Jack hubiese querido no llevar más que pantalón corto; pero sabía que le haría muy poca gracia sentir las garras de «Kiki» en el hombro desnudo.

Los hombres acabaron la comida, y luego bajaron por una galería del otro extremo de la cueva en que se encontraban. El lugar quedó desierto. El ruido metálico empezó a sonar de nuevo. Era evidente que los individuos aquellos habían vuelto a ponerse a trabajar.

El niño se metió en la caverna. La luz procedía de tres linternas suspendidas en el techo. Miró el interior de las latas abiertas. Quedaba un poco de carne en una de ellas y unos pedazos de pina en otra. Se lo comió todo en un santiamén, diciéndose que jamás había catado cosa tan deliciosa como las sobras de aquellos botes de conserva.

Decidió acercarse a la galería por la que los hombres habían desaparecido. Resultaría emocionante ver cómo trabajaban los mineros en una mina de cobre. ¿Empleaban picos? ¿Barrenaban el cobre? ¿Qué hacían para meter tanto ruido? Daba la sensación de que estaba funcionando una máquina muy grande.

Se deslizó por el túnel, descubriendo que iba a parar a otra caverna. Y quedó estupefacto ante lo que vieron sus ojos.

Había allí una docena de hombres, ocupados con unas máquinas que repiqueteaban y martilleaban, haciendo un ruido ensordecedor que repercutía por toda la cueva. Y había una especie de motor que aumentaba aún más el jaleo.

—¡Qué maquinaria más rara! —pensó Jack—. ¿Cómo se las arreglarían para bajarla a las minas? Debieron bajar las piezas sueltos, montándolas otra vez aquí. ¡Troncho! ¡Cómo funciona todo y qué ruido más grande hace! Miró, maravillado. ¿Estaban extrayendo cobre con ayuda de aquella máquina? Tenía una vaga idea de que muchos de los metales había que fundirlos o tratarlos de alguna otra manera antes de que quedaran puros. Supuso que era eso lo que estaban haciendo. Era evidente, pues, que el cobre de aquellas minas no solía encontrarse en pepitas grandes como la que él llevaba.

Uno de los hombres se enjugó el sudor de la frente y echó a andar hacia el lugar en que se encontraba Jack. El niño huyó metiéndose por un corredor sin salida para esperar a que hubiese pasado el otro. Éste regresó con un jarro de agua. Jack aguardó un minuto o dos, apoyado contra lo que creyó pared. Pero de pronto la «pared» cedió un poco y el niño resbaló hacia atrás. Encendió entonces la lámpara y descubrió que era una puerta aquello contra lo que se había apoyado y que ésta daba acceso a una especie de celda muy parecida a la que había servido de prisión a los otros niños.

Al oír pasos, se metió apresuradamente en la celda y cerró la puerta. Las pisadas pasaron de largo y Jack volvió a encender la lámpara.

El cuartito estaba lleno de pila tras pila de hojas de papel impreso, atadas fuertemente juntas las del mismo tamaño y colorido. Las miró, y luego volvió a mirarlas con ojos desorbitados.

¡En aquella cueva había almacenados millares y millares de billetes del Banco de Inglaterra!

Había fajos de billetes de una libra esterlina, fajos de a cinco libras, fajos de a diez libras…, una fortuna como para hacerle a cualquiera multimillonario de la noche a la mañana.

—Ahora sí que debo estar soñando de verdad —pensó el niño, frotándose los ojos—. No cabe la menor duda. Se trata de un sueño extraordinario. Dentro de un momento me despertaré y me echaré a reír. Estas cosas no se encuentran…, tesoros en una caverna subterránea. ¡Si parezco estar viviendo en pleno cuento de hadas! No puede ser. Es completamente imposible… Más vale que me despierte a toda prisa.