Capítulo XXIV

Una excursión por debajo del mar

Bill no pudo alcanzar las primeras abrazaderas; conque Jorge tuvo que ir en busca de una cuerda. Se ató fuertemente a un poste de hierro, junto al pozo, y luego Bill se deslizó por ella y posó los pies en los primeros hierros.

—Bueno, va —anunció—. Sígueme tan pronto como puedas, Jorge. Dame tiempo de bajar unos cuantos travesaños primero. Y, por el amor de Dios, no resbales.

Las muchachas no habían de acompañarles. Y, en verdad, que el solo pensar en descender por el pozo sin más agarradero que unas abrazaderas nada seguras, les aterraba a las dos. Vieron cómo desaparecían los dos en la oscuridad y se estremecieron.

—Es horrible que nos dejen atrás; pero creo, honradamente, que aún resultaría más terrible bajar —dijo Dolly—. Vamos…, no podemos ver ni oír a Bill y a Jorge ya…, más vale que regresemos a la cocina y hagamos algo de trabajo. ¡Cuánto tarda Jo-Jo!

Regresaron, preguntándose cómo les iría a Bill y a Jorge dentro del pozo. Éstos iban bajando despacio, pero con seguridad. Las abrazaderas parecían ancladas tan firmemente en la pared como el día en que las instalaron.

Fue un descenso penoso y hubiese resultado completamente imposible de no haber sido por los lugares de descanso que encontraron, inesperadamente, de trecho en trecho. El primero de ellos chocó a Bill. Se trataba de una abertura practicada en la pared del pozo, de unos cuantos pies de profundidad, con capacidad suficiente para que pudiera sentarse en él una persona. Al principio la tomó por la entrada del pasadizo, sorprendiéndole encontrarse con ella tan pronto. Pero no tardó en darse cuenta de su objeto y agradeció la oportunidad de reposar unos momentos. A continuación descansó Jorge allí mientras Bill reanudaba el descenso, buscando siempre con los pies la abrazadera o peldaño siguiente.

Parecieron estar bajando años enteros. En realidad, emplearon cerca de una hora en la tarea. Hicieron uso de todos los nichos para reposar, lo que no impidió que se cansaran mucho. De pronto, la lámpara de bolsillo de Bill, que éste se había metido encendida en el cinturón, brilló sobre la superficie del agua. Había llegado al fondo.

—¡Ya estamos! —le gritó Bill a Jorge—. Voy a buscar la entrada.

Ningún trabajo les costó hacerlo porque allá, en la pared del pozo, había un agujero redondo que parecía un túnel pequeño. Se metió en él. Era oscuro, cubierto de pegajoso y resbaladizo fango, y mal oliente.

—Es curioso que aún sea fresco el aire —pensó Bill—. Pero durante toda la bajada he sentido soplar a mi alrededor una corriente de aire… Conque debe haber un sistema de ventilación que conserva el aire puro y respirable.

Aguardó a Jorge. Luego los dos emprendieron la marcha por lo que debía ser, sin duda, uno de los caminos más extraños del mundo, una senda por debajo del mar.

Al principio, el túnel era estrecho y ascendía por medio de escalones, y tuvieron que agacharse para avanzar. Pero, al cabo de un rato, se hizo más ancho y más alto de techo. Seguía cubierto de pegajoso limo, y oliendo mal, pero se fueron acostumbrando a eso.

Luego, el pasadizo inició el descenso, haciéndose muy pendiente a veces. En las partes de mayor declive, había toscos escalones para que no resbalaran tanto los viajeros. Pero estaban tan legamosos, que hasta una cabra hubiese dado algún resbalón. Bill se dio un batacazo, y Jorge se cayó tras él.

—Quítame el pie del cuello —dijo el hombre, intentando levantarse—. ¡Caramba! ¡Bueno me he puesto!

Continuaron andando. Por fin el pasadizo dejó de bajar y se prolongó entonces en línea horizontal. Atravesaba la roca. No había tierra, ni arena, ni nada caliza; todo era roca negra, que despedía de vez en cuando extraños destellos.

En una o dos ocasiones, el pasadizo se estrechó tanto, que casi resultó imposible pasar.

—Menos mal que no somos gordos —comentó Jorge, encogiendo el vientre—. ¡Qué justo ha sido eso! ¿Se han juntado las rocas en el transcurso de los años, Bill…, o cree que el pasadizo ha sido siempre estrecho por ese punto?

—Se me antoja que lo habrá sido siempre. Es una grieta natural abierta en el lecho rocoso, por debajo del mar…, una hendidura asombrosa…, aun cuando he oído hablar de otras como ésta en diferentes partes del mundo. Creo que en esta costa hay muchas.

Hacía calor en el túnel. Aquí y allá, el aire no era puro y hombre y niño se pusieron a jadear. Parecían existir pozos, baches o trechos sin aire. Pero siguieron adelante, brillando la luz de sus lámparas sobre las paredes negras y legamosas, que despedían de vez en cuando fosforescencias singulares. Jorge empezó a sentirse como si estuviese viviendo un sueño. Lo dijo.

—Bueno, pues no estás soñando —le aseguró Bill—. Nos encontramos en un sitio muy raro, pero completamente real. No estás dormido. ¿Quieres que te dé un pellizco?

—Pues creo que sí —respondió el niño, que experimentaba una sensación extraña después de tanto rato en el oscuro y estrecho corredor.

Conque Bill le dio un pellizco, y tan fuerte, que Jorge soltó un alarido.

—¡Bueno! —dijo—. Estoy despierto y no sueño. Nadie sería tan estúpido como para soñar pellizco semejante.

Bill sintió de pronto que algo le corría junto a los pies, y bajó la luz y la mirada con asombro. Con gran estupefacción suya vio un ratón pequeño que parecía mirarle. Se detuvo en seco.

—Mira —dijo—. Un ratón. ¡Un ratón aquí abajo! ¿De qué vive? Resulta increíble. No concibo que pueda vivir animal alguno en este túnel.

Jorge se echó a reír.

—No se ponga así. No es más que mi ratón «Woffly». Debe haber bajado por mi manga y saltado a tierra.

—Pues más vale que vuelva a refugiarse en tu manga si quiere conservar la vida. Ningún bicho puede vivir mucho aquí abajo.

—Oh, ya volverá. No estará lejos de mí mucho rato.

Tuvieron que descansar dos o tres veces, porque el camino era penoso y difícil. Seguía una dirección singularmente recta un buen trecho, para torcer de pronto, prolongándose en ángulo recto unos metros y volver a la recta otra vez. Jorge empezó a preguntarse cuánto tiempo duraría su lámpara. Sintió, de súbito, miedo al pensar en la posibilidad de quedarse a oscuras allá abajo. ¿Y si la lámpara de Bill dejaba de lucir también?

Pero Bill le tranquilizó.

—Llevo otra pila de repuesto en el bolsillo —le dijo—; conque no temas nada. Luz no nos faltará. Y eso me recuerda…, tengo un paquete de caramelos por alguna parte. Se me antoja que resultaría más llevadera esta caminata si fuésemos chupando.

Hubo una pausa mientras se registraba los bolsillos. Encontró los caramelos y se metieron un par de ellos cada uno en la boca. Desde luego, resultaba más fácil andar con un caramelo en la boca, se dijo Jorge. Y más agradable.

—¿Cuánto trecho cree usted que habremos recorrido ya? —preguntó—. ¿La mitad?

—No lo sé —respondió Bill—. Hola…, ¿qué es eso?

Se detuvo, dirigiendo la luz hacia delante. Parecía obstruido el camino.

—¡Caramba! ¡Parece haber habido un desprendimiento! —dijo—. Si es así, estamos listos. Carecemos de medios para retirar la obstrucción y seguir adelante.

Pero con gran alivio suyo, el desprendimiento era muy leve y, uniendo sus esfuerzos, lograron echar a un lado la roca mayor y franquearse paso.

—Oiga, Bill —murmuró Jorge, al cabo de un buen rato—, ¿se ha dado usted cuenta de que las rocas están cambiando de color? Ya no son negras, sino rojizas. ¿Cree usted que eso significa que nos estamos acercando a las minas de cobre?

—Probablemente. Resulta esperanzador. No sé cuántas horas llevamos en marcha…, aunque a mí me parece cien por lo menos…, pero sí que creo que ya es tiempo de que nos acerquemos a esa maldita isla.

—Me alegra de que desayunáramos tan bien —anunció el niño—. Empiezo a tener apetito ahora otra vez, sin embargo. Lástima que no se nos ocurriera cargar con algo de comer.

—Llevo yo chocolate en abundancia —respondió Bill—. Te daré dentro de unos momentos…, si es que no se ha fundido. Hace tanto calor aquí abajo ahora, que nada me sorprendería que se hubiese convertido en líquido.

Resultó haberse reblandecido bastante, pero no había llegado a fundirse. El chocolate era bueno; un poco amargo, pero el niño lo encontró delicioso. Continuó caminando, tocando las legamosas paredes, observando los destellos cobrizos que emitían, y preguntándose cuándo tardarían aún en llegar a su mesa.

—¿Llevas por casualidad ese mapa? —inquirió Bill de pronto—. Me olvidé de decirte que lo cogieras. Lo necesitaremos dentro de poco.

—Sí. Lo tengo en el bolsillo. ¡Mire! ¡El túnel se está ensanchando una barbaridad!

Así era, en efecto. Desembocaba bruscamente en un gran espacio abierto; evidentemente la extremidad de los criaderos. Debía haberse agotado allí el cobre, pensó Jorge. ¡Qué minas más grandes debían haber sido… y cuan ricas en su tiempo!

—Bueno…, por fin hemos llegado —dijo Bill, en voz baja—. Y no olvides, Jorge, que desde este momento en adelante hemos de procurar no hacer ruido. Hemos de encontrar a Jack, si podemos, sin llamar la atención de nadie.

Jorge quedó asombrado.

—Pero, Bill —dijo—, ¿por qué no puede usted irse derecho a la parte de la mina en que se encuentran sus amigos y preguntarles dónde está Pecas? ¿A qué todo eso de no hacer ruido y no hablar? No comprendo.

—Mis razones tengo —le respondió Bill—. Conque hazme el favor de respetarlas. Jorge, aun cuando no las conozcas ni entiendas. Vamos…, ¿dónde está el mapa?

El niño se lo sacó del bolsillo. Bill lo desplegó sobre una piedra plana, lo iluminó con la lámpara, y lo estudió con sumo cuidado. Por fin señaló un punto con el dedo.

—Aquí es donde estamos, ¿ves? —dijo—. Al extremo de los criaderos. Creo que este trocito es el principio del pasadizo bajo el mar, pero no estoy seguro. Ahora, dime, ¿cuál de todos estos túneles seguisteis cuando entrasteis en las minas por el pozo?

—Éste es el pozo por el cual bajamos —contestó el niño, señalando el mapa—; y ésta es la galería principal por la que fuimos… y aquí está la caverna con la luz brillante… y fue en los alrededores de ella que oímos el ruido de hombres que trabajaban.

—¡Magnífico! —anunció Bill, satisfecho—. Ahora tengo una idea ciara de dónde ir. Vamos…, lo más silenciosamente posible. Nos dirigiremos al túnel principal y veremos si damos con Jack, o le oímos, en sus proximidades.

Avanzaron con mucha cautela por la galería principal, de la que partían numerosos corredores. Bill tenía colocado un dedo por delante de la lámpara para que no saliera demasiada luz. Aún no estaba cerca de la cueva en que vieran los niños la luz brillante y oyeran los ruidos. Pero tarde o temprano llegarían a ellos, se dijo Jorge.

—¡Chitón! —dijo Bill de pronto, parándose tan inesperadamente, que Jorge tropezó con él—. Oigo algo. Suenan como pisadas.

Aguzaron el oído. Producía una sensación extraña, casi sobrenatural, estar allí parados en las tinieblas, escuchando el amortiguado bramido de las aguas que se movían, inquietas, sobre el lecho del mar por encima de ellos. También creyó Jorge oír algo, el tropezar de un pie contra un guijarro suelto.

Luego, silencio completo. Conque reanudaron la marcha y un instante después creyeron oír otra vez un ruido esta vez cerca de ellos. Bill estaba seguro de que oía respirar a alguien no muy lejos. Contuvo el aliento para escuchar mejor.

Pero quizá la otra persona también estuviese conteniendo el aliento, porque Bill no oyó nada ya. Avanzó silenciosamente con Jorge.

Llegaron a un recodo, y Bill lo dobló a tientas, porque habían apagado las lámparas al oír el primer ruido. Y, al alargar la mano en busca de la pared, alguien hizo lo propio desde el otro lado; alguien que caminaba en dirección contraria. Antes de que Jorge supiera lo que estaba sucediendo, oyó exclamaciones y se dio cuenta de que Bill y otra persona estaban forcejeando violentamente delante de él. ¡Troncho! ¿Qué sucedía ahora?