Capítulo XXIII

Otro pasadizo secreto

Lucy y su amiga intentaron coser un poco después de marcharse Jorge. Pero a la primera le temblaba tanto la mano, que no hacía más que pincharse el dedo.

—Más vale que vaya a decirle a ti Jocelyn que tía Polly no se encuentra bien y se ha metido en la cama —dijo Dolly al cabo de un rato—. Ven conmigo, Lucy.

Marcharon las dos niñas al despacho y llamaron a la puerta. El anciano hizo un gesto de asentimiento cuando dieron la noticia, sin darse cuenta apenas de lo que le decían.

—Tío Jocelyn —preguntó la niña—, ¿tienes más mapas de la Isla Lóbrega? ¿O algún libro que hable de ella?

—¡No! —respondió el otro—. Aunque…, aguarda…, sí que creo que hay un libro que trata de Craggy-Tops. ¿Sabéis que en esta casa se celebraban muchas reuniones ilegales y ocurrían muchas cosas secretas hace doscientos o trescientos años? Hasta creo que había un pasadizo secreto que conducía a ella desde la playa.

—Sí que lo hay —anunció Dolly—. Lo conocemos.

El tío se puso la mar de excitado. La obligó a que le contara todo lo que del pasadizo sabía.

—¡Caramba! —dijo—, creí que se había hundido hace tiempo. Pero esos pasadizos tallados en la roca viva duran años y años. Sin embargo, supongo que el que pasa por debajo del mar hasta la Isla Lóbrega debe haberse inundado hace años.

Las dos niñas miraron al viejo con asombro. Dolly recobró el uso de la voz por fin.

—Tío Jocelyn, ¿quieres decir con eso que hay «otro» pasadizo secreto aquí…, que va por debajo del agua hasta la isla? Pero ¡si está la mar de lejos!

—¡Se aseguraba que lo había! —respondió el tío—. Algo se dice de él en el libro. Bueno…, ¿dónde rayos lo he metido?

Las niñas aguardaron con la mayor impaciencia mientras buscaba el libro. Lo encontró por fin, y Dolly casi se lo arrancó de la mano.

—Gracias, tío —dijo.

Y antes de que pudiera prohibirle sacarlo del despacho, Lucy y ella corrieron a la puerta y se dirigieron a la sala tan aprisa como pudieron. «Otro pasadizo»… ¡esta vez a la propia isla! ¡Qué emoción! ¿No estaría equivocado tío Jocelyn?

—Es muy probable que sea verdad, sin embargo —dijo Dolly, excitada—. Sé que toda esta costa está acribillada de cavernas y pasadizos…, es famosa por eso. Algunos destruidos, claro. Supongo que el pasadizo va a comunicar con las galerías de la mina que se extiende por debajo del mar. Sabemos que hay kilómetros y kilómetros de ellas.

Abrieron el curioso libro.

No podían leer lo impreso, en parte porque estaba tan borroso como consecuencia del tiempo transcurrido, y en parte porque las letras tenían una forma distinta a las que ellas conocían. Pasaron página tras página, buscando mapas o ilustraciones.

El libro era, al parecer, la historia de Craggy-Tops, que tenía muchos siglos de existencia. En tiempos antiguos debió de ser casi un castillo, firmemente construido sobre la roca del acantilado, protegido detrás por éste, y por el mar delante. Ahora, claro, se hallaba medio en ruinas, y la familia vivía en los pocos cuartos que aún estaban en condiciones de habitabilidad.

—Mira —dijo Dolly, señalando un mapa raro—, así era Craggy-Tops antiguamente. ¡Qué sitio más hermoso! ¡Fíjate en los torreones! Y…, ¡qué fachada más grandiosa tenía!

Siguieron pasando páginas. Llegaron a una en la que aparecía una especie de diagrama. Las niñas lo estudiaron atentamente. De pronto Lucy exhaló una exclamación.

—¡Ya sé lo que es esto! —dijo—; el pasadizo secreto que va desde el sótano a la playa, ¿no?

En efecto, lo era. No cabía la menor duda de ello. Las muchachas estaban muy excitadas. Quizá se viera el otro pasadizo en el libro también.

Había otros dos o tres planos más, algunos de ellos tan borrosos, que resultaba imposible ver lo que querían representar. Dolly exhaló un suspiro.

—Ojalá pudiera leer esta letra. Si supiese, quizá descubriera si alguno de estos planos es el del otro pasadizo…, el que conduce a la isla. ¡Qué emocionante si lo descubriéramos! ¿Qué dirán los niños cuando les digamos que existe un camino hasta la isla por debajo del propio mar?

Aquello te hizo pensar a Lucy en Jack, y se le nubló el semblante. ¿Dónde estaba Jack? ¿Había conseguido Jorge que Bill Smugs marchara en su barco a rescatarle? ¿Se hallarían en aquellos momentos camino de regreso acompañados de Jack?

Cuando pensaba en esto, oyó la voz de Jorge en el corredor, a la puerta de la sala. Se puso en pie de un salto, llena de alegría. ¿Habrían traído a Jack ya? ¡Con cuánta rapidez lo habían conseguido! Corrió a la puerta, henchido el corazón de esperanza.

Pero fuera sólo encontró a Bill y a Jorge, no a Jack. Lucy los llamó.

—¿Dónde está Jack? ¿No le habéis salvado? ¿Dónde está?

—Alguien le ha roto el barco a Bill —contestó Jorge, entrando en el cuarto—; conque vinimos en busca del de Jo-Jo. Pero ha desaparecido también. Supongo que Jo-Jo ha ido a pescar de noche, como hace otras veces. Conque no sabemos qué hacer.

Las niñas los miraron chasqueadas, ¿no había barco…, no había medio de rescatar a Jack? A Lucy se le llenaron de lágrimas los ojos al pensar en su hermano, perdido en aquellas cuevas oscuras e interminables, con aquellos hombres feroces prestos a capturarle y encerrarle. Se alegró, por lo menos, de que tuviera a «Kiki» consigo.

—¡Oh, Jorge! —exclamó Dolly, acordándose de pronto—. ¿Sabes lo que nos dijo tío Jocelyn esta noche? ¡Que había antiguamente un camino por debajo del mar hasta las minas de cobre de la isla! Conocía la existencia del otro pasadizo, pero no sabía que estuviera en condiciones de ser empleado. Quedó sorprendido. Oh, Jorge, ¿crees tú que puede haberse hundido o estar inundado? ¡Oh! ¡Ojalá pudiéramos encontrarlo!

Bill dio muestras de interés. Tomó el libro que llevaba Dolly en la mano.

—¿Trata este libro del antiguo edificio?

La niña asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí; está en él nuestro propio pasadizo secreto…, el que descubrimos nosotros… y supongo que el otro estará también, sólo que no entendemos los mapas antiguos ni la letra de imprenta esa.

—Pues yo sí la entiendo —anunció Bill.

Y se enfrascó en la lectura del tomo, volviendo las páginas muy despacio, saltándose alguna de vez en cuando, buscando detalles del camino a la Isla Lóbrega.

Empezó a dar muestras de excitación de pronto y pasó una o dos páginas muy aprisa. Escudriñó cuidadosamente un mapa y luego otro. Luego hizo una pregunta muy extraña.

—¿Qué profundidad tiene vuestro pozo aquí?

—¿El pozo? —exclamó Jorge con asombro—. ¡Ooooh!… una profundidad muy grande…, tanta como el pozo de la isla, creo yo. Se hunde por debajo del nivel del mar, desde luego, porque no tiene el agua ni rastro de gusto de sal.

—¡Mirad! —clamó Bill, y deletreó unas cuantas palabras del libro, para que las comprendieran con claridad los niños. Luego indicó un mapa—. ¿Veis? La entrada al pasadizo que conduce a la isla se encuentra en el fondo de vuestro pozo. Es evidente que se me hubiera ocurrido pensar en esa posibilidad de haberme parado a reflexionar. Porque, para pasar por debajo del fondo del mar, la entrada tenía que estar por debajo del nivel del mar también. Y no hay más que un sitio que reúna esas condiciones aquí: el pozo, naturalmente.

—¡Troncho! —exclamaron los niños a coro.

¡El pozo! No habían pensado en eso. ¡Cuan extraordinario!

—Pero hay agua en el fondo del pozo —dijo Jorge—. No podemos caminar por dentro del agua.

—No…, mirad —atajó Bill Smugs, señalando el mapa—, la entrada al pasadizo se encuentra por encima del nivel del agua del pozo. ¿Lo veis? Éstos deben ser escalones, creo yo, tallados en una abertura del pozo, y que conducen hacia arriba durante un trecho corto, y luego a través de un pasadizo en la propia roca… Seguramente se trata de una hendidura natural como las que abundan en esta costa. Alguien la descubrió, lo siguió y, con ayuda de algunos picos o barrenos, lo convirtió en un corredor transitable.

—Comprendo —dijo excitado Jorge—. Supongo que cuando hicieron el pozo para obtener agua, alguien descubriría el agujero en el fondo, lo exploraría y, al darse cuenta de que se trataba de una especie de pasadizo natural, lo siguió como usted dice y lo dejó en condiciones. Bill…, ¿podríamos bajar a investigar?

—No ahora en plena noche —contestó sin vacilar Bill—. Ya habéis corrido todos aventuras suficientes para un solo día. Es preciso que nos acostemos.

—Pero, pero ¿y Jack? —inquirió Lucy, llenos de ansiedad los verdes ojos.

—No podemos hacer nada por él esta noche —anunció Bill, bondadosamente, pero con firmeza—. Sea como fuere, si le han cogido, le han cogido, y, si no le han cogido, podremos ayudarle mañana. Pero no vamos a bajar a pozos metidos en cubos a las tantas de la noche, y no hay más que hablar. Jorge, dormiré contigo en el cuarto del torreón esta noche.

El niño se alegró. No quería dormir solo aquella noche. A las niñas las mandaron a la cama a pesar de sus protestas de que no estaban cansadas, y el niño y Bill subieron por la escalera de caracol a la extraña habitación. Jorge le enseñó a su compañero la ventana desde la que podían ver la isla a veces.

Luego se sentó en la cama para quitarse los zapatos. Pero estaba tan cansado, que hasta la tarea de deshacerse los cordones fue superior a sus fuerzas. Rodó sobre el lecho, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido sin haberse desnudado. Bill le miró con una sonrisa. Le tapó con una cubierta, y fue a sentarse junto a la ventana a pensar. Encendió un cigarrillo y permaneció un rato allí.

Al día siguiente verían si aún existía un camino desde Craggy-Tops a la isla o no. Bill sentíase completamente seguro de que habría dejado de existir. Cierto que el otro pasadizo seguía usable, pero era muy corto comparado con el de la isla, y no había tenido que soportar los ataques del mar durante años y años. La menor rendija, la menor filtración, y el pasadizo habría quedado inundado en muy pocas semanas. Y no habría forma humana de pasar por él.

Bill se acostó por fin, tumbándose junto al niño, y se durmió en seguida.

Le despertó Jorge, zarandeándole.

—¡Bill! ¡Es de día! Desayunemos e intentemos encontrar el pasadizo. ¡Dése prisa!

Pronto estuvieron abajo. Las niñas estaban levantadas ya, y freían tocino y huevos para el desayuno.

—¿Dónde esté Jo-Jo? —preguntó Jorge, con sorpresa.

—Aún no ha vuelto de pesca —contestó Dolly, sacando un huevo frito de la sartén, con habilidad—. Tome, Bill. Ahora te haré un huevo a ti. Jorge. Menos mal que Jo-Jo no ha regresado. Estaría preguntándose qué hacía Bill aquí. Lo encontraría la mar de sospechoso.

—Puede estar de vuelta en cualquier momento —anunció Lucy—. Conque démonos prisa antes de que venga. Me haría muy poca gracia que estuviese él junto al brocal, con ese gesto suyo tan hosco, mientras andábamos nosotros explorando las profundidades.

Terminaron aprisa el desayuno. Dolly les había servido ya el suyo a su tía en su alcoba, y a su tío en el despacho. Dijo que tía Polly se sentía mejor y que bajaría más tarde. No creía que tío Jocelyn se hubiese acostado siquiera.

—Estoy convencido de que trabaja toda la noche —anunció Dolly—. Bueno…, ¿hemos terminado todos ya?

Fregaré los cacharros cuando vuelva.

Salieron todos al patio pequeño que había en la parte de atrás, pegado a la pared del acantilado. Bill se asomó al pozo. No cabía duda de que era muy, muy profundo.

—¿Bajamos en el cubo? —inquirió Jorge.

—Podríamos si hubiese uno lo bastante grande —dijo Dolly—. Pero es imposible bajar en éste. Ni la propia Lucy cabría dentro.

—¿Sabéis una cosa? —murmuró Bill, sacando su lámpara de bolsillo—. Si este pozo es de veras el único camino para llegar a la entrada del pasadizo que conduce a la isla, debiera haber una escala. No puedo imaginarme a la gente subiendo y bajando en cubo.

—Bueno, pues no hay escala —anunció Jorge—. La hubiese visto yo de haberla habido.

Bill dirigió la luz de la lámpara pozo abajo, examinando las paredes.

—Mira —le dijo a Jorge—, es cierto que no hay escala…, pero ¿no ves esas abrazaderas que sobresalen de la pared? Bueno, pues ésas son las que se usarían para ayudar a cualquiera a descender. Las emplearían como travesaños, agarrándose con las manos a la de encima, y bajando poco a poco…, buscando con los pies la siguiente.

—¡Es verdad! —exclamó Jorge, excitado—. ¡Tiene usted razón! Así es cómo bajaría la gente en tiempos antiguas. Apuesto a que, cuando hubo lucha por los alrededores, muchos refugiados usarían el pozo como escondite, aun cuando no conocieran la existencia del pasadizo. Vamos, Bill… Bajemos. Ardo en deseos de arrancar.

—Ya va siendo hora de que lo hagamos —asintió Bill—. Iré yo primero. Tú vigila por si aparece Jo-Jo, Dolly.