Capítulo XXI

La huida, pero… ¿y Jack?

Se descorrieron los cerrojos. Se abrió la puerta y apareció Jake, con un plato de galletas y una lata grande de sardinas. También depositó sobre la mesa una jarra de agua.

Luego miró con asombro a los tres niños. Jorge parecía estarse ahogando y rodó del banco al suelo. Dolly estaba haciendo los ruidos más extraordinarios y asiéndose con fuerza la cabeza. Lucy parecía a punto de arrojar, y exhalaba los gemidos más alarmantes que puedan imaginarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Jake.

—¡Aire! ¡Queremos aire! —jadeó Jorge—. ¡Nos estamos ahogando! ¡Aire! ¡Aire!

Dolly se cayó al suelo también, Jake la levantó y la empujó hacia la puerta, haciendo lo propio con los otros dos. Creyó que, en efecto, se hallaban medio asfixiados por haberse viciado el aire de la celda.

Jorge aguardó el momento propicio, y se tambaleó hacia el hombre, como si no pudiera tenerse derecho. Al acercarse a él, alzó la pierna, dio un puntapié a la linterna y la tiró al suelo. Se oyó un ruido de vidrio y un grito de Jake, y se apagó la luz.

El niño buscó la mano de las asustadas niñas y las empujó apresuradamente delante suyo hacia un corredor de la izquierda.

Jake, al encontrarse a oscuras, empezó a tantear a su alrededor, llamando a gritos a su compañero.

—¡Olly! ¡Eh, Olly! ¡Trae una linterna! ¡Aprisa! ¡Esos malditos chicos me han engañado! ¡Eh, «Olly»!

Jorge, haciendo esfuerzos por no perder la orientación, obligó a caminar aprisa a las niñas. Les latía el corazón con violencia y Lucy sentía ahora en verdad como si fuera a ahogarse. No tardaron en quedar bien atrás los gritos de Jake. Se encontraban, por fin, en el túnel principal por el que bajaron horas antes. El niño estaba usando ya su lámpara de bolsillo y resultaba agradable ver el chorro de brillante luz.

—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Nos hallamos sobre la ruta!

Se detuvo a escuchar. No oyó nada más que el bramido del mar por encima de ellos. Examinó su vecindad con ayuda de la lámpara. Sí; iban bien.

—¿Podemos descansar un poquito? —jadeó Lucy.

—No —les respondió Jorge—. Esos hombres se pondrán a perseguirnos casi inmediatamente… tan pronto como recojan otra linterna. Adivinarán que nos dirigimos al pozo de salida. Vamos… No hay tiempo que perder.

Los niños reanudaron a toda prisa la marcha; pero, al cabo de unos momentos, y con gran susto suyo, oyeron gritos tras ellos. Eso significaba no sólo que los hombres les seguían ya, sino que les estaban alcanzando. Lucy se sintió tan alarmada que apenas pudo correr.

Llegaron, por fin, al pozo. Era tan profundo, que no podían ver la boca superior.

—Andando —exclamó el niño, con ansiedad—. Tú primero, Lucy. Ve tan aprisa como puedas.

Lucy inició el ascenso. Dolly la siguió. El niño fue el último. Oía las voces de los hombres con mayor claridad ya. Y luego, de pronto, se apagaron y no volvió a oírlas más. ¿Qué ha sucedido?

Algo extraordinario. «Kiki», oyendo tumulto en la lejanía, se había excitado y daba gritos. Jack y él seguían errando, completamente perdidos en el laberinto de corredores y galerías. El fino oído del loro oyó a los hombres y se puso a chillar y dar alaridos.

—¡Límpiate los pies! ¡Cierra la puerta! ¡Eh, eh, Polly! ¡Pon el agua a calentar!

Los hombres oyeron los gritos y creyeron que los daban los niños.

—Se han perdido —dijo Jake, deteniéndose—. No saben cómo llegar al pozo. Están desorientados y piden auxilio.

—Que griten —respondió agriamente Olly—. Jamás encontrarán el camino del pozo. Ya te lo dije yo. Deja que se pierdan y mueran de hambre.

—No —respondió Jake—; no podemos hacer eso. No nos interesa tener que explicar la presencia de niños medio muertos de hambre a los que vengan en su busca. Más vale que vayamos a atraparles. Iban en esa dirección.

Se desviaron del túnel principal, con la intención de buscar a los niños en el punto de donde habían partido los gritos. La voz de «Kiki» volvió a sonar:

—¡Límpiate los pies, idiota, límpiate los pies!

Las palabras llenaron de asombro a los dos mineros. Echaron a andar hacia la voz. Pero Jack y «Kiki» se metieron por un corredor que lo pasaron de largo los otros. El loro guardó silencio, y los perseguidores hicieron una pausa.

—Ya no se les oye —murmuró Jake—. Más vale que vayamos al pozo. Quizá hayan encontrado el camino allí después de todo. No podemos permitirnos el lujo de dejarles escapar hasta que hayamos decidido qué hacer.

Conque retrocedieron hacia el pozo y alzaron la mirada. Una lluvia de piedrecitas les cayó encima despedidas por los que huían.

—¡Demonios! ¡Los niños sí que están allá arriba después de todo! —exclamó Jake, empezando a subir la escalera de mano.

Los muchachos casi habían llegado a la parte superior. A Lucy le parecía como si sus manos y piernas fueran incapaces ya de ayudarla a subir otro travesaño; pero aguantaron no obstante y, por fin, la cansada niña llegó arriba, salió y se dejó caer en el suelo, exhausta. Dolly salió a continuación, y se sentó con un prolongado suspiro. Luego, Jorge fatigado también, pero decidido a no reposar un instante.

—Estoy seguro de que los hombres esos subirán la escala en persecución nuestra —bufó—. No tenemos un minuto que perder. Vamos, muchachas, es preciso que lleguemos a la embarcación y nos hagamos a la mar antes de que nos detenga nadie.

Empezaba a oscurecer. ¡Cuánto tiempo debían de haber pasado bajo tierra! Jorge levantó a las niñas y echaron a andar todos hacia la playa. El barco, por su buena fortuna, seguía allí.

—No quiero marcharme sin Jack —dijo Lucy, testaruda, llena de ansiedad por su querido hermano. Pero Jorge la metió en la embarcación.

—No hay que perder tiempo —dijo—. Vamos. Le mandaremos ayuda a Jack en cuanto podamos. Tampoco yo puedo soportar la idea de dejarle atrás; pero he de conduciros a vosotras a lugar seguro.

Dolly tomó un par de remos, y Jorge el otro, bogando ambos en dirección al anillo de rocas contra las que se estrellaron con estrépito las olas. El niño sentía ansiedad. Una cosa era pasar por la abertura cuando veía por dónde iba, y otra hacerlo casi en la oscuridad.

Oyó gritos, pero estaban ya demasiado lejos de la costa para ver a los hombres. Jake y Olly habían salido del pozo, y corrido hacia la playa, y estaban buscando un barco. Pero no había ninguno. Estaba subiendo la marea, y ni siquiera quedaba una señal en la arena que indicara dónde había descansado la embarcación. En realidad, casi la habían encontrado a flote los niños al llegar, y suerte habían tenido con que no se la hubiera llevado las aguas a la deriva.

—Aquí no hay ningún barco —hipó Olly—. ¿Cómo llegaron esos chicos? Es extraño. «Tienen» que haber escapado en barco. No pueden estar aún bajo tierra. Más vale que hagamos una señal esta noche para que venga alguien aquí. Hemos de avisar que unos niños nos han encontrado en las galerías.

Volvieron al pozo y descendieron de nuevo, sin saber que uno de los niños aún andaba errando por la mina El pobre Jack seguía vagando por un laberinto de túneles, todos los cuales le parecían exactamente iguales.

Entretanto, Jorge, Lucy y Dolly habían tenido la suerte de dar con la abertura entre las rocas. En realidad debían su fortuna a que Lucy tenía un oído muy fino. Ésta, que escuchaba el ruido de las olas al pasar por encima de las peñas, notó que en un punto parecía amortiguado.

—Ahí es donde debe de estar la abertura —pensó—. El ruido muere un poco por ese lugar.

Conque, sentada al timón, procuró guiar la embarcación hacia donde ella creía que estaba el paso, y tuvo la suerte de dar con él. El barco se deslizó por la abertura, raspando otra vez la quilla sobre la roca sumergida. Luego salió a mar abierta.

Jamás supo con exactitud Jorge cómo se las arregló para izar la vela en la oscuridad y poner proa a la costa. Estaba desesperado. Era preciso llevar a las niñas a lugar seguro a toda prisa; conque puso manos a la obra con gran valor. Cuando llegó por fin, al atracadero al pie del acantilado, no pudo saltar del barco. Las rodillas le cedieron de pronto, y no pudo caminar.

—Tendré que esperar un minuto o dos —le dijo a Dolly—. Se me han puesto tiesas las piernas. En seguida me repondré.

—Has sido la mar de hábil —dijo Dolly.

Y viniendo de ella, aquellas palabras ya significaban mucho.

Amarraron el bote por fin, y se dirigieron a la casa. Tía Polly les salió al encuentro, muy alarmada.

—¿Dónde habéis estado? He estado la mar de angustiada por vosotros. Casi me he trastornado la cabeza de ansiedad. Me siento rara de verdad.

Parecía muy pálida y enferma. No había hecho más que pronunciar estas palabras, cuando se tambaleó un poco. Jorge dio un salto hacia ella y la cogió cuando caía.

—Pobre tía Polly —dijo, metiéndola en casa con toda la dulzura que pudo, y echándola en el sofá—. No sabes cuánto sentimos haberte dado un disgusto. Te traeré un poco de agua… No: tráela tú, Dolly.

No tardó tía Polly en asegurar que se sentía mejor; pero era evidente que se encontraba enferma.

—Jamás pudo aguantar disgustos de esta clase —le dijo Dolly a Lucy—. Una vez, cuando Jorge estuvo a punto de caerse por el acantilado, estuvo enferma la mar de días. Parece atacarla al corazón. La llevaré a la cama.

—No digas una palabra de que falta Jack —le advirtió Jorge a Dolly en voz baja—. Eso sí que le provocaría un ataque cardíaco.

Dolly subió la escalera con su tía, sosteniéndola tan firmemente como le fue posible. Jorge fue a buscar a Jo-Jo. Aún no estaba de vuelta. ¡Menos mal! Así no habría echado de menos el bote. Contempló el pálido rostro de Lucy, los ojos cansados, el gesto de angustia. La compadeció.

—¿Qué vamos a hacer de lo de Jack? —inquirió la niña, tragándose el nudo que tenía en la garganta—. Tenemos que rescatarle, Jorge.

—Lo sé… Bueno, no podemos decírselo a tía Polly… y tío Jocelyn no serviría para nada… y seríamos unos idiotas si se lo dijéramos a Jo-Jo. Conque no queda nadie como no sea Bill.

—Pero…, dijiste que más vale no decirle a Bill que conocíamos su secreto.

—Ya lo sé. Pero no tenemos más remedio, ahora que se ha quedado Jack solo en la isla. Bill tendrá que ir a decirles a esos amigos tan feroces que tiene, que Jack es un ^ amigo, y le encontrará y le traerá sano y salvo. Conque no te pongas así, Lucy.

—¿Vas a decírselo ahora, sin perder momento? —inquirió Lucy, lacrimosa.

—Iré en cuanto haya comido algo —contestó el niño, sintiendo de pronto tan gran apetito, que se hubiese comido un pan entero, una libra de mantequilla y un tarro de mermelada. O esa impresión tuvo, por lo menos—. Más vale que comas tú algo también, Lucy… Estás pálida como un sudario. ¡Anímate! Jack volverá a estar pronto con nosotros, y todos estaremos riendo y charlando hasta por los codos.

Dolly bajó entonces, y se puso a preparar algo de comida. Todos tenían mucha gana, hasta la propia Lucy. Dolly estuvo de acuerdo en que lo único que podían hacer era avisar a Bill Smugs para que fuese a salvar a Jack antes que los hombres le encontraran.

—Estarán tan furiosos de que nos hayamos escapado nosotros —observó Dolly—, que a lo mejor las pagan con Jack.

Se arrepintió inmediatamente de haber dicho aquello, porque el rostro de Lucy reflejó un susto mortal.

—Por favor, ve. Jorge —suplicó la niña—. Ve ahora. Si no vas tú, iré yo.

—No seas boba —respondió Jorge, poniéndose en pie—. Tú no puedes cruzar el acantilado en una noche oscura. Te despeñarías. Bueno, ¡hasta luego!

Se marchó ascendiendo el pendiente sendero hacia la cima del acantilado. Luego emprendió el camino hacia la choza de Bill. A lo lejos vio los faros del coche de Jo-Jo, que regresaba de Craggy-Tops, y oyó el zumbido del motor. Apretó el paso para no ser descubierto.

—¡Lo sorprendido que va a quedar Bill cuando me vea! —pensó—. Se preguntará quién puede ser el que llama a su puerta a medianoche.

Pero ¡ay!, cuando llegó el muchacho, Bill no se encontraba en el lugar que le servía de cobijo. El chasco no pudo ser más grande.

«¿Qué iba a hacer ahora?», se preguntó Jorge.