Prisioneros bajo tierra
Los niños se apretujaron contra la pared, intentando ver qué había en la gruta delante de ellos, parpadeando ante la brillante luz.
Distinguieron cajones y cajas de embalaje; pero nada más. No había ningún hombre allí. Allá en la vecindad, no obstante, alguien trabajaba, haciendo el extraño sonido que percibían.
—Volvamos atrás —aconsejó Lucy, asustada.
—No. Pero, mirad… un corredor parte de aquí —susurró Jorge, iluminando un pasadizo oscuro con su lámpara—. Nos deslizaremos por él a ver si nos encontramos con los mineros trabajando por algún punto cercano.
Conque se deslizaron todos por aquel túnel. Cuando bajaron por él, bien pegados a las rocosas paredes, una piedra se desprendió del techo. Le dio tal susto a «Kiki», que lanzó un graznido y voló del hombro de Jack.
—¡Vuelve, «Kiki»! —llamó Jack, temiendo perderle.
Pero el loro no volvió a su percha. El niño retrocedió por el túnel en su busca, silbando como solía cuando deseaba hacerle venir a su lado. Los otros no se dieron cuenta de que ya no estaba con ellos, y continuaron túnel adelante, laboriosamente y despacio.
Y, de pronto, las cosas empezaron a suceder muy aprisa. Alguien subió rápidamente por el túnel, con una linterna en la mano, y la luz de ésta iluminó a los tres muchachos. Se aplastaron contra la pared, e intentaron no quedar deslumbrados por la claridad. El hombre que llevaba la linterna se detuvo, estupefacto.
—¡Vaya! —exclamó con voz profunda y bastante ronca—, que me ahorquen si no se lleva esto la palma.
Alzó bien alta la linterna para ver mejor a los muchachos. Luego gritó, por encima del hombro:
—¡Eh, Jake! ¡Ven a echar una mirada! Tengo aquí algo que te va a dejar boquiabierto.
Se acercó rápidamente otro hombre, alto y oscuro en las sombras. Soltó una exclamación al ver a los niños.
—¡Hombre! ¡Ésta sí que es buena! —dijo—. ¡Niños! ¿Cómo llegaron «éstos» aquí? ¿Son de verdad? O… ¿estoy soñando?
—Son niños, en efecto —dijo el primero.
Les dirigió a los tres la palabra, y su voz era áspera y dura.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Con quién estáis?
—Estamos solos —respondió Jorge.
El hombre rió ruidosamente.
—A mí, no —dijo—; a mí no hay quien me cuente un cuento como éste. ¿Quién os trajo aquí y para qué?
—Vinimos nosotros solos en un barco —anunció Lucy, indignada—. Conocemos la abertura entre las rocas y vinimos a ver la isla.
—¿Por qué bajasteis aquí? —exigió Jake, acercándose.
Ahora les fue posible a los niños ver cómo era, y no les gustó ni pizca su aspecto. Tenía tapado un ojo con un parche negro, y el otro les contemplaba con un brillo malévolo. Estaba tan apretada la boca, que casi parecía carecer de labios. Lucy se sobrecogió.
—Vamos, contestar; ¿por qué bajasteis aquí?
—Encontramos el agujero y bajamos a ver las ruinas —contestó Jorge—. No nos iremos de la lengua, no tengan miedo.
—¿Que no os iréis de la lengua? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, con brutalidad, Jake—. ¿Qué es lo que sabes, muchacho?
Nada dijo Jorge. En realidad, no sabía qué contestar. Jake le hizo una seña al primer hombre, que se colocó entonces detrás de los niños. Ahora ya no podían retroceder ni avanzar.
Lucy empezó a llorar. Jorge la rodeó con un brazo y se preguntó por primera vez dónde estaría Jack. Lucy miró a su alrededor también, buscándole. Se echó a llorar con mayor desconsuelo al no verle.
—Lucy —le susurró Jorge—, no les digas a estos hombres que Jack se ha escapado. Si nos hacen prisioneros, Jack podrá huir y buscar ayuda. Conque no digas una palabra de él.
—¿Qué estás susurrando? —preguntó Jake—. Escucha, niño, supongo que no querrás que les ocurra nada malo a tus hermanas, ¿verdad? Bueno, pues dinos lo que sabes, y quizá os dejemos marchar.
El tono del hombre alargó a Jorge. Por primera vez se le ocurrió pensar que pudiera haber peligro. Aquellos hombres eran feroces y no permitirían que tres niños compartieran sus secretos. ¿Y si los mantenían prisioneros bajo tierra… si los hacían pasar hombre… si los apaleaban? ¿Quién sabía lo que podía suceder? Jorge decidió decir algo de lo que adivinaba.
—Escuche —le dijo a Jake—, sabemos con quién trabajan ustedes, ¿sabe? Y es amigo nuestro. Se enfadará mucho si nos hacen ustedes daño.
—¿De veras? —respondió Jake, burlón—. Y ¿quién es ese maravilloso amigo vuestro?
—Bill Smugs —anunció Jorge, convencido de que todo quedaría arreglado con pronunciar su nombre.
—¿Bill Smugs? —exclamó el hombre con ironía—. ¿Y quién es «ese»? En mi vida le he oído mencionar siquiera.
—Tienen que haberlo oído por fuerza —dijo Jorge desesperado—. Les trae a ustedes provisiones y les hace señales. De sobra lo sabe. «Por fuerza» ha de conocer a Bill Smugs y a su barco «The Albatross».
Los dos hombres miraron atentamente a los niños. Luego hablaron rápidamente entre sí en un idioma extranjero. Parecían desconcertados.
—Bill Smugs no es amigo nuestro —dijo Jake, tras una pausa—. ¿Os dijo él que nos conocía?
—Oh, no. Sólo lo supusimos nosotros.
—Pues supusisteis mal. Vamos… os instalaremos cómodamente en alguna parte hasta que decidamos qué hacer con unos niños que meten la nariz en asuntos que nada tienen que ver con ellos.
Jorge comprendió que los iban a tener prisioneros en algún lugar subterráneo, y se alarmó y enfureció. Las niñas estaban asustadas. Dolly no lloró; pero Lucy, desconsolada por no tener a su hermano a su lado, sollozaba sin cesar.
Jake dio un empujón a Jorge para obligarle a caminar delante de él. Dirigió a los niños por un corredor estrecho que hacía ángulo recto con el túnel en que se encontraban. Había una puerta en el fondo de aquel corredor, y Jake descorrió el cerrojo. Empujó a los niños dentro de una pequeña cueva, que parecía un cuartito, puesto que tenía bancos y una mesa.
—Aquí estaréis seguros —les dijo, con una sonrisa horrible—. Completamente seguros. No os mataré de hambre, no os asustéis.
Dejó a los muchachos solos. Oyeron éstos cómo corrían el cerrojo, y el rumor de pasos que se alejaban. Lucy lloraba aún.
—¡Qué mala suerte! —exclamó Jorge, intentando hablar alegremente—. No llores, Lucy.
—¿Por qué no conocían esos hombres a Bill Smugs? —inquirió Dolly, extrañada—. Sabemos que ha de traerles provisiones por fuerza, y que probablemente se llevará el cobre que saquen.
—Eso es fácil de adivinar —respondió Jorge, sombrío—. Apuesto a que Bill nos dio un nombre falso. Suena bastante raro, en realidad, Bill «Smugs»… nunca había oído un nombre así antes, ahora que lo pienso.
—¡Oh!, ¿crees que ése no es su verdadero nombre? —dijo Dolly—. Conque, claro, esos hombres no lo conocen. ¡Maldita sea! Si supiéramos cómo se llama de verdad, todo se arreglaría.
—¿Qué vamos a hacer? —sollozó Lucy—. No me gusta ser prisionera en una mina de cobre debajo del mar. Es horrible.
—Pero es una aventura emocionante, Lucy —dijo Jorge, intentando animarla.
—No me gustan las aventuras emocionantes cuando me encuentro yo, y muy asustada, de lleno en ellas —contestó la niña.
Tampoco le gustaba aquello gran cosa a los otros dos. Jorge pensó en Jack.
—¿Qué puede haberle sucedido? —murmuró—. Dios quiera que se encuentre sano y salvo. Podrá salvarnos a nosotros.
Pero, en aquellos momentos, Jack andaba muy lejos de hallarse seguro. Había vagado por el túnel buscando a «Kiki», torcido por otro corredor, encontrando al loro y dado la vuelta por deshacer lo andado… y se había perdido. No tenía ni la más remota idea de que los otros habían caído prisioneros. «Kiki» iba montado en su hombro, hablando solo en voz queda.
Era Jorge quien llevaba el mapa, no Jack. Conque, habiéndose extraviado, no tenía medios de descubrir cómo volver al túnel principal. Se metió por galería tras galería, halló algunas obstruidas, viéndose obligado a retroceder, y erró por la mina sin norte.
—«Kiki», nos hemos perdido —dijo.
Gritó vez tras vez, tan alto como pudo, y la voz repercutió por los desiertos pasadizos, contestando eco tras eco. «Kiki» aulló también, pero nadie les respondió.
Los niños encerrados en la cueva-celda guardaron silencio al cabo de un rato. No había nada que hacer, ni que decir. Lucy sepultó la cabeza entre los brazos, que apoyó en la mesa, y se quedó dormida, completamente agotada. Dolly y Jorge se echaron en los bancos e intentaron conciliar el sueño también; pero no lo consiguieron.
—Jorge, «tenemos» que escapar de aquí —dijo Dolly, con cierta desesperación.
—Eso es muy fácil decirlo —repuso el niño, con sarcasmo—; pero no tan fácil de hacer. ¿Cómo sugieres tú que escapemos de una cueva del fondo de una mina de cobre, debajo del mar, que tiene una puerta de madera muy fuerte cerrada con cerrojo por fuera? No seas tonta.
—Tengo una idea. Jorge —dijo Dolly, por fin.
El niño soltó un gruñido. Jamás le habían interesado las ideas de su hermana que, por regla general, eran un poco fantásticas y cogidas por los pelos.
—Escúchame, Jorge haz el favor —insistió la niña—. Es una idea muy buena.
—¿De qué se trata?
—Jake o el otro hombre vendrán aquí tarde o temprano a traernos comida —empezó Dolly—. Cuando se presente alguno, propongo que nos encuentre a todos boqueando, gimiendo y agarrándonos la cabeza.
—¿Para qué? —preguntó Jorge con asombro.
—Para hacerle creer que el aire está aquí viciado, que no podemos respirar, y que casi nos estamos muriendo. Entonces quizá nos deje salir al corredor a respirar un poco de aire fresco… y tú puedes dar un traspiés, acercarte a él, y apagarle la linterna de un puntapié… y huiremos tan aprisa como podamos.
Jorge se incorporó y miró a su hermana con admiración.
—Me parece que, en efecto, has tenido una buena idea —anunció, y la niña se puso la mar de hueca—. Sí que lo es. Tendremos que despertar a Lucy y decírselo. También ella ha de desempeñar su papel.
Conque despertaron a la otra y le explicaron el plan. A ella le pareció magnífico. Se puso a jadear, a gemir y a agarrarse la cabeza de una manera la mar de realística. Jorge hizo un gesto de asentimiento.
—¡Magnífico! —dijo—. Haremos eso mismo todos cuando oigamos acercarse a Jake o a su compañero. Y ahora, mientras aún disponemos de tiempo para ello, más vale que averigüe exactamente dónde nos encontramos con ayuda del mapa para saber en qué dirección hemos de ir después de apagarle la linterna a quien venga.
Extendió el mapa sobre la mesa y lo estudió.
—Sí —dijo por fin—. Ya veo dónde estamos. Ahí está la caverna grande que vimos toda iluminada… ¿veis? Y el corredor que parte de ella, donde nos apresaron… y éste es el pasillo por el que nos bajaron… y aquí está la cueva pequeña en que nos encontramos ahora. Escuchadme bien, muchachas: en cuanto le haya apagado la linterna de un puntapié a ese hombre, agarradme de la mano y no os apartéis de mí. Yo os llevaré por buen camino y encontraremos el pozo de nuevo. Entonces subiremos la escala, nos reuniremos con Jack donde se encuentre, y marcharemos al barco.
—Muy bien —contestó Dolly, con excitación.
Y, en aquel momento, oyeron pasos que se acercaban a la puerta de madera.