En las minas de cobre
Lucy miró a su alrededor con temor, como si medio esperara encontrarse con alguien escondido detrás de una roca.
—No me gusta pensar que pueda haber por aquí gente de la que no sepamos nada —dijo.
—No seas tonta —le contestó Jack—. Están en las minas. ¿Bajamos por este pozo ahora a ver qué descubrimos?
Las niñas no querían; pero a Lucy le pareció que resultaría aún peor quedarse arriba sola con Dolly, que bajar y estar al lado de los muchachos. Conque dijo que estaba dispuesta a bajar y Dolly, que no pensaba consentir que la dejaran sola, anunció inmediatamente su propósito de acompañarles.
Jorge extendió el mapa de las minas en el suelo, y se arrodilló para estudiarlo.
—Fijaos —dijo—; este pozo desciende hasta el centro de un verdadero laberinto de corredores y galerías. ¿Nos metemos por éste?… Es una especie de carretera principal y conduce a la parte de la mina que se explotaba debajo mismo del mar.
—¡Oh, no, no vayamos allí! —exclamó Lucy, alarmada.
Pero los otros tres votaron en contra suya, conque quedó decidido.
—Ahora, «Kiki» —advirtió Jack—, si has venido con nosotros, no debes hacer el menor ruido. Porque si nos acercamos adonde estén los mineros, te oirán y nos descubrirán. ¿Comprendes?
—Una, dos, tres, cuatro —dijo «Kiki», solemnemente, rascándose la cabeza.
—Eres un pájaro tonto —le dijo Jack—. No olvides lo que te he dicho… ¡Dios te libre de dar gritos ni chillidos!
Se acercaron a la boca del pozo. Echaron una mirada por el agujero, experimentando todos una sensación de solemnidad. Una aventura siempre resultaba emocionante; pero, sin saber por qué, aquélla parecía inspirar de pronto cierto miedo.
—Vamos —dijo Jorge, empezando a descender la escala—. Nada puede pasarnos en realidad, aun suponiendo que nos descubran. Después de todo, nuestro propósito al venir a esta isla la primera vez era encontrar un Alca Mayor para Pecas. Aun cuando nos pillaran, podríamos decir que no despegaríamos los labios. Si los hombres que hay aquí son amigos de Bill Smugs, tienen que ser personas decentes. Siempre podremos decir que somos amigos suyos.
Todos iniciaron el descenso.
Antes de haber bajado la mitad del camino, empezaron a arrepentirse de haberlo intentado siquiera. No habían creído tener que bajar tanto. Era como irse hundiendo en las entrañas de la tierra, muy, muy adentro, en las tinieblas, iluminadas tan sólo por la luz de las cuatro lámparas.
—¿Estáis bien, niñas? —preguntó Jorge, con ansiedad—. Yo creo que debemos andar cerca del fondo ya.
—Tengo los brazos cansadísimos —contestó la pobre Lucy, que no era tan fuerte como los otros.
Dolly se parecía más a un chico en su atrevimiento y su fuerza, pero Lucy resultaba pequeña en comparación con ella.
—Paraos un poco a descansar —dijo Jack—. ¡Troncho! ¡«Kiki» me pesa en el hombro! Eso es porque también tengo algo cansados los brazos, supongo, de tanto agarrarme a los travesaños.
Descansaron un poco, y luego continuaron bajando. Jorge soltó una exclamación.
—¡Ya he tocado fondo!
Los demás se reunieron con él, experimentando un gran alivio. Lucy se sentó inmediatamente en el suelo, porque le dolían las rodillas además de los brazos. Jorge barrió los alrededores con el cono luminoso de su lámpara.
Se encontraban en un túnel bastante ancho. Paredes y techo eran de roca que despedía destellos cobrizos al herirle la luz. Del túnel principal arrancaban muchas galenas y corredores más pequeños.
—Haremos lo que dijimos —anunció Jorge—. Iremos por este túnel, que es una especie de camino principal de las minas.
Jack dirigió un chorro de luz por uno de los corredores pequeños.
—¡Mirad! —dijo—. Se ha hundido el techo por ahí. No podríamos bajar por ese camino aunque quisiéramos.
—¡Caramba! ¡Dios quiera que el techo de este túnel no se nos hunda encima a nosotros! —exclamó Lucy, alzando hacia él la mirada, con alarma.
En algunos sitios estaba apuntalado con postes y vigas; pero la mayor parte era de roca dura.
—Vamos… no corremos el menor peligro —dijo Jack, con impaciencia—. Oíd…, ¿verdad que es emocionante encontrarse a tantos metros debajo de la tierra, en una mina de cobre tan antigua como las montañas?
—Es raro que el aire aquí sea tan bueno, ¿eh? —murmuró Dolly, recordando el olor de la atmósfera en el pasadizo secreto de Craggy-Tops.
—Tiene que haber muy buena ventilación en estas minas —respondió Jorge, intentando recordar cómo funcionaba el sistema de ventilación de las minas carboníferas—. Ésa es una de las primeras cosas en que piensan los hombres cuando empiezan a explotar minas bajo tierra… cómo conseguir que corra aire fresco por las galerías que van abriendo… y cómo canalizar el agua que pudiera acabar inundando la mina.
—Detestaría tener que trabajar en una mina —dijo Lucy, estremeciéndose—. Jorge, ¿estamos debajo del mar ya?
—Aún no. Calculo que no hemos recorrido más de la mitad del camino. ¡Hola! Aquí hay un sitio muy trabajado. ¡Es toda una caverna!
El túnel desembocaba de pronto en una enorme caverna en la que se observaban numerosas muestras de explotación. Aquí y allá, aún se veían en las rocosas paredes las señales de utensilios mineros. Jack corrió de pronto hacia un lado, y recogió lo que parecía la cabeza de un martillo pequeño.
—¡Mirad! —les dijo con orgullo a los otros—. Esto debe ser parte de una herramienta rota de las que usaron los antiguos mineros. Es de bronce… una aleación de cobre y estaño. ¡Troncho! ¡Cómo van a envidiármelo los compañeros de colegio!
Estas palabras impulsaron a los otros a buscar con avidez a su alrededor también, y Lucy hizo un descubrimiento que les interesó mucho a todos. No era un instrumento antiguo, de bronce, sino un trozo de lápiz, de un color amarillo brillante.
—¿Sabéis de quién es este lápiz? —exclamó la niña, brillando sus ojos verdes como los de un gato a la luz de las lámparas de bolsillo—. ¡De Bill Smugs! Le vi tomar con él notas el otro día. Estoy segura de que es el de Bill.
—Entonces, tiene que haber estado aquí y se le habrá caído accidentalmente —dijo Jorge, excitado—. ¡Troncho! ¡Así, pues, teníamos razón! No tiene nada de observador de pájaros. Vive en la costa con su automóvil y su barca porque es amigo de los hombres que trabajaban esta mina y les trae comida y todo lo que necesitan. ¡Qué pillo es! ¡Jamás nos dijo una palabra!
—Uno no va desembuchándoselo todo a cuantos niños encuentra —observó Dolly—. Vaya, vaya… ¡lo sorprendido que quedaría si supiese que conocíamos su secreto! ¿Si estará aquí abajo, ahora?
—Claro que no, boba —respondió Jorge, sin vacilar—. No estaba su embarcación en la playa. Y no hay ningún otro medio de llegar aquí más que en barco.
—Me había olvidado de eso —asintió Dolly—; Sea como fuere, ya no tengo miedo de encontrarme con los mineros sabiendo que son amigos de Bill. De todas formas, procuraremos que no se enteren de que estamos aquí si puede ser. Pudieran creer que uno no puede fiarse de los niños, y ponerse muy enfadados.
Examinaron detenidamente la caverna. Sostenían el techo gruesas vigas, rotas algunas ya, de suerte que empezaba el techo a hundirse. Unos cuantos escalones tallados en la roca viva conducían a una caverna superior; pero se había hundido la techumbre de ésta y no pudieron entrar en ella.
—¿Sabéis lo que yo creo? —exclamó Jack de pronto, deteniéndose para encararse con sus compañeras—. La luz que yo vi en el mar la otra noche «no era» la de un barco… procedía de esta isla. Los mineros hacían una señal para anunciar que se les había acabado las provisiones y que necesitaban más… y la luz del acantilado la encendió Bill para decirles que se presentaría con alimentos.
—Sí… pero la luz procedía del acantilado «nuestro», no del de Bill —objetó Jorge.
—Ya lo sé. Pero de sobra sabes que cualquier señal que partiera del lado de la caleta de la isla sólo podría verse desde la parte más alta del acantilado. Si alguien se colocara en la colina del centro de la isla y encendiera una hoguera o agitara una lámpara muy potente, sólo podrían verle desde nuestro acantilado y no desde el de Bill. Conque Bill debió trasladarse a nuestro acantilado aquella noche para contestar a la señal.
—Creo que tienes razón —asintió Jorge—. Bill debió de andar errando por detrás de Craggy-Tops aquella noche… y tú viste su señal, y Jo-Jo también. ¡Ya no me extraña que Jo-Jo diga que andan por ahí «cosas» de noche, y que esté asustado de ellas! Debe de haber oído con frecuencia a Bill y visto sus señales sin saber lo que eran.
—Supongo que Bill cruzaría la isla en su barco tan pronto como pudo con provisiones —dijo Jack—, y se llevó el montón de latas. Así se explica su desaparición. ¡Qué Bill más astuto! ¡Qué secreto más lindo guarda! Y nosotros somos los únicos que lo conocemos.
—Me gustaría poder decirle que lo sabemos —dijo Lucy—. Y no veo por qué no hemos de hacerlo. Estoy segura de que preferiría estar enterado de que lo conocemos.
—Bueno… quizá pudiéramos dejar escapar algunas cosas que le hicieran adivinar que estamos al tanto —murmuró Jorge—. Entonces, si lo adivina, lo confesará, y charlaremos de las minas, y Bill nos contará toda clase de cosas emocionantes.
—Sí, eso es lo que haremos —asintió Jack—. Vamos… exploremos un poco más allá. Me parece conocer ya esta caverna de memoria.
El túnel torcía bruscamente hacia la izquierda al cabo de un rato, y a Jorge le dio un vuelco el corazón. Sabía, por el mapa, que cuando la galería torcía a la izquierda, se encontraban debajo del propio mar. Resultaba emocionante de verdad estar caminando por debajo del techo del océano.
—¿Qué es ese ruido tan raro? —preguntó Dolly.
Todos escucharon. Se percibía, allá a lo lejos, un curioso rumor lejano que no cesaba ni un instante.
—¿Mineros con maquinaria? —murmuró Jorge. Luego, de pronto, se le ocurrió su verdadero significado—. ¡No! ¡Es el mar que brama encima de nosotros!
Y así era. Los niños escucharon, parados, el lejano y amortiguado ruido. ¡Buuuuuu-hum! ¡Buuuuuu-hum! El mar. Moviéndose inquieto por su pétreo lecho, golpeando las rocas a su paso, hablando con su voz continua y rítmica.
—Es curioso encontrarse debajo del propio mar —murmuró Lucy, algo asustada.
Se estremeció. ¡Era tan grande la oscuridad y tan singular el sonido!
—¿Verdad que hace mucho calor aquí abajo? —preguntó.
Los otros asintieron. Hacía calor, en efecto, en las antiguas minas de cobre.
Siguieron adelante, sin apartarse del túnel principal, huyendo de las numerosas galerías que partían de trecho en trecho como ramales y que, probablemente, conducirían a otros lugares de laboreo.
—Si nos apartamos de esta galería principal, nos perderemos —dijo Jorge.
Y Lucy soltó una exclamación. No se le había ocurrido pensar en la posibilidad de que se extraviaran. ¡Cuan terrible era andar errando por kilómetros y kilómetros de túneles sin encontrar nunca el pozo de salida!
Llegaron a un recodo por el que un destello de luz parecía escaparse. Al doblarlo, se encontraron con una gruta iluminada por una potente lámpara. Se detuvieron, sorprendidos.
Y entonces llegó a sus oídos un ruido; un ruido raro, no el amortiguado bramar del océano, sino un sonido metálico que no reconocieron, seguido de un golpe fuerte, y luego el ruido metálico otra vez.
—Hemos descubierto dónde trabajan los mineros —dijo Jack, con excitado susurro—. Atrás un poco… Queremos verles…, pero…, ¡no nos interesa que ellos nos vean a nosotros!