Capítulo XVIII

A la Isla otra vez

—¿Qué deberían hacer? ¿Contarle a Bill Smugs su aventura? ¿Se enfadaría porque se habían evadido de su promesa sin llegar, en realidad, a quebrantarla, yendo a la isla en la embarcación de otro? Los niños llegaron a la conclusión de que pudiera enfadarse muchísimo. Tenía un concepto muy elevado del honor, de las promesas, del cumplimiento de la palabra empeñada…

—Y nosotros también —dijo Jack—. No hubiese sido capaz de quebrantar mi promesa. No la quebranté. Me limité a encontrar un medio de esquivarla.

—Bueno, pero ya sabes lo que son las personas mayores —dijo Dolly—. No piensan de la misma manera que nosotros. Supongo que, cuando seamos más viejos, nosotros pensaremos como ellos… Pero Dios quiera que nos acordemos de cómo era el pensar como piensan los niños, y que comprendamos a los niños y a las niñas cuando nosotros seamos hombres y mujeres.

—Estás hablando como una persona mayor ya —dijo Jorge, con hastío—. Cállate.

—A mí no me hables así —saltó Dolly—, nada más que porque hablo con un poco de sentido común.

—¡Cállate! —ordenó Jorge.

Y recibió una bofetada de Dolly por toda contestación. Él correspondió dándole con la mano abierta un golpe que sonó como un pistoletazo. Dolly soltó un chillido.

—¡Animal! —dijo—. ¡De sobra sabes que los niños no deben pegar a las niñas!

—Sería incapaz de pegarle a una chica decente y normal, como Lucy —contestó el hermano—; pero tú tienes un genio insoportable. Debieras saber que, si me das a mí un bofetón, yo te contesto con una torta. Y te está bien…

—Jack, di le que es un bestia —exclamó Dolly.

Pero Jack, aunque jamás había pegado a una muchacha, no podía menos de pensar que Dolly se merecía las que con frecuencia le daban.

—No debieras tener tan largas las manos —le contestó—. Eres muy amiga de repartir bofetones y debieras saber que Jorge no te lo aguanta.

—Lárgate de aquí hasta que se te pase el mal humor —dijo Jorge, que tenía la oreja muy colorada del golpe.

El rostro de Lucy reflejaba angustia. No le gustaban ni pizca aquellas riñas entre hermanos.

—Anda, lárgate —repitió Jorge.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una caja en la que conservaba desde hacía días un escarabajo extraordinariamente manso. Dolly comprendió que tenía la intención de abrir la caja y acercarle el escarabajo. Soltó un chillido y salió corriendo de la estancia.

Jorge volvió a guardarse la caja después de dejar que el escarabajo se diera una vuelta por la mesa. Cada vez que alargaba el dedo, el escarabajo corría a él, con deleite. Es verdaderamente asombroso lo que le querían a Jorge todos los bichos.

—No debieras tenerle metido en una caja —dijo Lucy—. Estoy segura de que la odia viviendo siempre en ella.

—¿Ah, sí? Pues mira.

Sacó la caja de nuevo. La abrió. Sacó el escarabajo y lo colocó al otro extremo de la larga mesa. Depositó la caja, con la tapa entreabierta, en el centro. El escarabajo, después de explorar la superficie del muelle, se dirigió a la caja, la examinó, y luego se metió dentro, instalándose cómodamente en ella.

—¿Lo ves? —inquirió el niño, cerrando la caja y volviéndosela a meter en el bolsillo—. No se metería adrede en la caja si la odiara, ¿no te parece?

—Será entonces porque le gusta estar contigo —respondió Lucy—. A la mayoría de los escarabajos no les gustaría nada estar encerrados.

—Jorge es amigo de todos —anunció Jack—. Apuesto a que sería capaz de domesticar pulgas y formar un circo con ellas.

—Eso sí que me haría muy poca gracia —dijo Lucy, con repugnancia—. ¡Oh!, ¿dónde habrá ido a parar Dolly? Ojalá no riñerais así. Estábamos discutiendo tan agradablemente lo que íbamos a hacer ahora…

Dolly había abandonado el cuarto enfurecida, doliéndole aún el brazo del golpe que le diera Jorge. Vagó por el corredor que conducía al despacho de su tío, pensando en la serie de barrabasadas que le haría a su hermano. De pronto se abrió la puerta del despacho y asomó su tío.

—Ah, Dolly…, ¿eres tú? El tintero está vacío… ¿Por qué no lo llena alguien? —inquirió, irritado.

—Ya te buscaré yo el frasco de la tinta —contestó la niña.

Y fue a sacarlo del armario de su tía.

Lo llevó al despacho y llenó el tintero. Cuando se volvía para marcharse, observó un mapa sobre una silla cercana. Era el que su tío no había conseguido encontrar la vez anterior, el mapa grande de la Isla Lóbrega. La niña lo miró con interés.

—Ah, tío…, aquí está el mapa del que nos hablaste. Di, tío…, ¿había antes minas en la isla?

—¡Caramba, caramba!…, ¿cómo has sabido eso? —inquirió el tío, asombrado—. Eso pasó ya a la historia. Sí; había minas en la isla hace siglos. Minas de cobre… y muy ricas, por añadidura. Pero se agotaron hace muchísimo tiempo. No hay cobre allí, ahora.

Dolly contempló el mapa. Con gran alegría suya, vio señalados en él los pozos. ¡Cuánto les gustaría a los muchachos estudiarlo!

El tío volvió a enfrascarse en su trabajo, olvidándose de Dolly. Ella recogió el mapa, y salió, sin hacer ruido, del despacho. ¡Lo que se iba a alegrar Jorge con el mapa!

Había olvidado por completo su ira. Eso era lo mejor de Dolly: no guardaba rencor, y sus furias se desvanecían aprisa. Corrió pasillo abajo hacia el cuarto en que dejara a los otros. Abrió la puerta con violencia e irrumpió en la estancia.

Los niños se quedaron asombrados al ver su rostro, excitado y sonriente. Lucy no se acostumbraba nunca a la rapidez con que cambiaba de humor Dolly. Jorge la miró dubitativo, sin sonreír.

Dolly se acordó de la riña.

—Oh —dijo—, siento haberte dado un bofetón en la oreja. Jorge, Mira…, tengo ese mapa antiguo de la isla. ¿Qué os parece? Y tío Jocelyn me dijo que «había» habido minas allí en otros tiempos… de cobre… muy ricas. Pero están agotadas ya. Conque esos pozos deben haber conducido a las minas en otros tiempos.

—¡Troncho! —exclamó Jorge, quitándole el mapa de las manos, y extendiéndolo—. ¡Qué mapa! ¡Oh, Dolly, qué lista eres!

Le dio un apretoncito cariñoso a su hermana, que se puso radiante de satisfacción. Reñía con su hermano continuamente, pero le encantaba sobremanera que Jorge le dirigiese una palabra de alabanza.

Los cuatro niños se inclinaron sobre el mapa.

—Ahí está la abertura entre las rocas…, claro a más no poder —dijo Dolly.

Y los muchachos asintieron con un gesto.

—Debe de haber estado ahí siempre —dijo Jack—. Supongo que es el único camino que podían usar antiguamente los mineros para ir a la isla y salir de ella. ¡Qué emocionante resulta pensar en las ¡das y venidas de sus embarcaciones…, transportando alimentos de ¡da y cobre de vuelta! ¡Troncho! Me gustaría bajar a ver cómo son.

—¡Mirad, todos los antiguos pozos están marcados! —observó Jorge, señalando con el dedo—. Ahí está aquel cerca del cual debimos encontrar las latas…, ¡mira, Pecas! Y aquí está el río. Y ahora ya sé por qué es encarnado. Lo colorean los depósitos de cobre de las colinas.

—Bueno, pues entonces quizá haya cobre allí todavía —exclamó Dolly, con gran excitación—. ¡Pepitas de cobre! ¡Oooh! ¡Ojalá encontráramos nosotros alguna!

—El cobre se encuentra en vetas —dijo Jorge—; pero creo que se encuentra también en pepitas. Pudieran ser de valor. Escuchad…, ¿queréis que, nada más que por la aventura, crucemos la isla, bajemos a las minas, y busquemos por ahí un poco? ¿Quién sabe? A lo mejor «encontramos» pepitas de cobre.

—No las habrá —aseguró Jack—. Nadie abandonaría una mina si aún hubiese cobre que sacar. Lleva desierta siglos.

—Hay algo pegado al dorso del mapa —dijo Lucy, de pronto.

Los niños le dieron la vuelta y encontraron un mapa menor sujeto al grande. Lo alisaron para examinarlo. Al principio no le encontraron ni pies ni cabeza, pero luego Jorge soltó una exclamación.

—¡Claro está! Es un mapa subterráneo de la isla…, un mapa de las minas. Fijaos en estos pasadizos y galerías… y en estos canales de desagüe para llevarse la humedad. ¡Troncho! ¡Parte de estas minas se encuentran debajo del nivel del mar!

Les causaba un efecto extraño contemplar un plano del laberinto de túneles que había debajo de la isla. Era evidente que se había trabajado una extensión muy grande, parte de ella debajo del propio océano.

—Esta sección se encuentra debajo del lecho del mar —dijo Jack, señalando—. ¡Qué curioso trabajar ahí y saber que las olas corren por encima del techo rocoso que nos cobija!

—A mí no me haría ni pizca de gracia —aseguró Lucy, estremeciéndose—. Tendría miedo de que el techo se hundiera y el agua inundara el túnel.

—Escuchad…, «hemos» de volver a la isla —exclamó Jorge, excitado—. ¿Sabéis lo que yo creo? Pues que hay gente trabajando esas minas en la actualidad.

—¿Por qué crees cosa semejante? —inquirió Dolly.

—Hombre, no hay más que ver las latas. Alguien come conservas allá. Y no pudimos ver a nadie por parte alguna. Conque por fuerza se encontrarían en las minas, trabajando. Apuesto a que ésa es la solución del misterio.

—Vayamos a ver a Bill mañana y contémosle todo eso, y llevemos este mapa para enseñárselo —sugirió Dolly—. Él nos dirá qué debemos hacer. No tengo demasiadas ganas de que seamos nosotros solos los que exploremos las minas. Me gustaría que Bill estuviera con nosotros.

—No —intervino bruscamente Jack—; no se lo diremos a Bill.

Los otros le miraron con sorpresa.

—¿Por qué no? —quiso saber Dolly.

—Pues… porque se me ha ocurrido una idea de pronto.

—Yo creo que quien trabaja en esas minas es un amigo… o unos amigos… de Bill. Yo creo que Bill ha venido aquí para estar cerca de ellos…, para llevarles comida… y todo eso. Apuesto a que emplea su embarcación para eso. Debe tratarse de algo secreto. Bueno…, pues no le haría mucha gracia que hubiésemos descubierto ese secreto nosotros. No volvería a dejarnos salir en su barco.

—Pero, Jack…, estás exagerando. Bill sólo ha venido aquí de vacaciones. Está observando a los pájaros —dijo Jorge.

—No se dedica gran cosa a observar a los pájaros «en realidad» —dijo Jack—; y aun cuando me escucha cada vez que me pongo a hablar de los pájaros de aquí, él, personalmente, apenas los menciona…, no como haría yo, si alguien me diese la oportunidad. Y no sabemos a qué se dedica. Nunca nos lo ha dicho. Os apuesto lo que queráis a que él y sus amigos están intentando explotar una mina de cobre en la isla. No sé a quién pertenecerán esas minas…, si es que pertenecen a alguien…, pero se me antoja que, si se sospechara que aún hay cobre allí, la gente que hiciera el descubrimiento guardaría su secreto ante la posibilidad de sacar algunas buenas pepitas por su cuenta.

Jack hizo una pausa, completamente sin aliento. «Kiki» murmuró la palabra nueva que acababa de oír.

—Cobre, cobre, cobre…

—Qué listo es, ¿verdad? —exclamó Lucy.

Pero nadie le hizo caso a «Kiki». Las cosas que se estaban discutiendo eran demasiado importantes para que se le permitiera a un loro que las interrumpiese.

—Preguntémosle a Bill Smugs sin rodeos —sugirió Dolly, a quien le gustaba dejar bien aclaradas las cosas.

Le molestaban los misterios cuya solución no podía hallar.

—No seas boba —le respondió Jorge—. Jack te ha dicho ya por qué sería mejor no dejar saber a Bill que conocemos su secreto. Quizá nos lo diga él mismo algún día… y, ¡lo sorprendido que quedará cuando sepa que lo habíamos adivinado ya!

—Cruzaremos otra vez en la embarcación de Jo-Jo dentro de poco —anunció Jack—. Bajaremos por el pozo grande y lo exploraremos un poco. Pronto descubriremos si hay alguien allá abajo. Nos llevaremos este mapa para no extraviarnos. Señala las galerías subterráneas con mucha claridad.

Era emocionante hablar de aquellos secretos. ¿Cuándo podrían marchar a la isla otra vez? ¿Se llevarían a las niñas aquella vez… o no?

—Bueno, yo creo que nos las arreglaremos aún mejor ahora —dijo Jorge—. No había gran peligro en realidad la última vez en cuanto descubrimos el paso por entre las rocas. Estoy seguro de que llegaremos fácilmente a la isla la próxima vez. Igual podremos llevarnos a las niñas.

Dolly y Lucy se emocionaron profundamente. Ansiaban una oportunidad para marchar sin perder instante; pero Jo-Jo no abandonaba Craggy-Tops durante el tiempo suficiente para que se llevaran su embarcación. Él, sin embargo, la empleó dos o tres veces.

—¿Vas de pesca? —le preguntó Jorge—. ¿Por qué no nos llevas contigo?

—No pienso molestarme cargando con niños como vosotros —le respondió el negro a Jorge con su habitual hosquedad.

Se alejó tanto de la costa, que desapareció su barco en el vaho que parecía cernerse siempre hacia el oeste.

—Igual puede haberse ido a la isla —comentó Jack—. Desaparece y no podemos ver hasta dónde llega. Ojalá traiga pescado para cenar esta noche.

Sí que lo trajo. Regresó después del té y los niños le ayudaron a trasladar a la casa una buena cantidad de peces.

—Podías habernos llevado a nosotros —observó Dolly—. Eres muy poco complaciente. Hubiésemos podido echar nosotros las redes también.

Al día siguiente Jo-Jo partió para la población de nuevo, con gran alegría de los niños.

—Hoy hará fiesta todo el día —anunció tía Polly—. Tendréis que hacer vosotros algunas de sus tareas. Los niños pueden encargarse de sacar agua para el día.

Jack y Jorge marcharon al pozo y descolgaron el pesado cubo, soltando cadena hasta que éste llegó al agua. Jack se asomó al brocal.

—Es igual que los pozos esos de la isla —dijo—. Dale al manubrio. Copete…, ¡va!

Hicieron aprisa todo el trabajo que tía Polly les asignó. Luego, tras asegurarse de que el automóvil no se encontraba en el garaje, le pidieron merienda a la señora y corrieron a la embarcación del negro.

Lanzaron amarras, y los dos niños se pusieron a remar. En cuanto se encontraron en mar abierta, izaron la vela.

—¡En marcha a la Isla Lóbrega! —exclamó Dolly, con deleite—. ¡Caramba! ¡No sabes cuánto me alegro de que vayamos con vosotros esta vez, Jack! Nos hizo muy poca gracia quedarnos atrás la ocasión anterior.

—¿Trajiste las lámparas de bolsillo? —le preguntó Jorge a Lucy.

Ésta movió afirmativamente la cabeza.

—Sí; están allá, con la merienda.

—Las necesitaremos en las minas —anunció Jorge, muy excitado.

¡Qué aventura aquélla…, ir a bajar a minas antiquísimas en las que posiblemente habría hombres que buscaban cobre en secreto! Se estremeció deliciosamente de emoción.

El velero, manejado expertamente por los cuatro niños, surcó el agua a buena velocidad. No pareció transcurrir mucho tiempo antes de que la isla surgiera de la neblina.

—¿Oís cómo rompen las olas contra las rocas? —inquirió Jack.

Las muchachas asintieron con un gesto. Aquélla era la parte más peligrosa. Confiaron en que los muchachos hallarían la abertura con la misma facilidad que la primera vez, y que pasaran por ella sin peligro.

—Ahí está la colina grande —dijo Jack, de pronto—. Abajo la vela, niñas… Eso es…, poco a poco… Cuidado con ese cabo, Lucy. No; ése no…, ése.

Quedó arriada la vela. Los niños tomaron los remos y se pusieron a bogar cautelosamente hacia la abertura de las rocas. Ahora ya sabían dónde estaba. Se metieron por ella, el ojo avizor para ver el escollo próximo a la superficie y esquivarlo. Sí que raspó levemente la quilla, y Lucy pareció asustarse un poco. Pero poco después se encontraron ya en el foso de agua mansa que se extendía todo alrededor de la isla, entre la ribera y el anillo de rocas.

Lucy exhaló un suspiro de alivio. Entre que se sentía un poco mareada, y un mucho asustada, se había puesto pálida. Pero ahora se rehízo aprisa, al ver la isla tan cerca.

Desembarcaron sin novedad, y arrastraron la embarcación playa adentro.

—Ahora nos dirigiremos a las colinas —anunció Jack—. ¡Troncho! ¡Fijaos en los millares de pájaros! ¡En mi vida vi tantos juntos! ¡Si al menos pudiese ver un Alca Mayor!

—A lo mejor te descubro yo alguna —dijo Lucy, ansiando con toda su alma que así fuera—. Jorge, ¿dónde está este riachuelo encarnado… y el montón de latas? ¿Por esta vecindad?

—No tardaréis en verlo —contestó el niño, echando a andar—. Hemos de entrar por este desfiladero entre los montes.

Poco después vieron el arroyo de color cobrizo que cruzaba el valle. Jack se detuvo para orientarse.

—Aguardad un poco… ¿Dónde estaba ese pozo grande exactamente?

Las niñas habían contemplado ya con exclamaciones los otros agujeros y los edificios derruidos vecinos.

—¿Dónde —prosiguió, mirando a su alrededor— estaba la pila de latas vacías? Era por aquí cerca. ¡Ah!… ¡Ahí está el pozo, muchachos! Venid, apresuraos, creo que deberíamos reconocerlo.

Todos corrieron hacia él enorme agujero y se asomaron. No cabía duda de que la escala que conducía al fondo se hallaba en muy buen estado.

—Éste es el pozo que usan esos hombres —dijo Jorge, convencido—. Es el único cuya escala ofrece seguridad.

—No hables tan alto —le advirtió Jack, en voz baja—. No sabes hasta dónde podrá oírse la voz por este pozo.

—¿Dónde están las latas que dijisteis? —inquirió Lucy.

—Allá…, junto a esa roca —respondió Jorge, señalando—. Id a verlas si queréis.

Dirigió la luz de su lámpara de bolsillo por el agujero, pero pudo ver muy poco. Tenía cierto aspecto siniestro y repulsivo. ¿Cómo se estaría allá abajo? ¿Habría allí hombres, en efecto? Era preciso que no les descubrieran a ellos. Las personas mayores siempre se enfadaban cuando los niños se metían en cosas que no eran cuenta suya.

—Jack…, no encuentro las latas —dijo Lucy.

Jorge soltó un gruñido de impaciencia. ¡Qué tontas son las niñas! Nunca sabían encontrar nada. Cruzó hacia ellas para enseñarles la pila.

Se detuvo de pronto, estupefacto. El sitio que ocuparan bajo la roca estaba vacío. Allí no había nada en absoluto. Las latas habían desaparecido.

—Fíjate en eso, Jack —dijo Jorge, olvidándose de hablar con cautela—. Han desaparecido los botes. ¿Quién se los llevó? Bueno…, eso sí que «demuestra» que hay gente en la isla…, gente que ha estado aquí después de la última vez que estuvimos nosotros, por añadidura. ¿Verdad que es emocionante?