Capítulo XVII

Jo-Jo se enfurece

Con gran sorpresa suya, los niños encontraron más de aquellos agujeros estrechos y profundos, todos ellos en la vecindad de los «edificios».

—No pueden ser pozos de agua —dijo Jack—. Eso es imposible. Nadie querría ni necesitaría tantos. Pero tienen que haberlos abierto por su cuenta y razón.

—¿Crees tú que pueden haber sido minas? —inquirió Jorge, recordando que las minas de carbón siempre tenían pozos profundos por los que se bajaba para sacar el combustible. ¿Crees tú que hay minas antiguas aquí…, de carbón, por ejemplo?

—No, de carbón, no. Y no se me ocurre de qué. Tendremos que averiguarlo. Supongo que tu tío lo sabe. ¡Qué emocionante si fueran minas de «oro»! A lo mejor lo son. Cualquiera sabe.

—Pues entonces se agotarían hace siglos. No quedaría oro ahora, de lo contrario, aún las estarían explotando. Oye…, ¿quieres que bajemos a ver qué hay?

—No lo sé —contestó Jack, dubitativo—. Esas escaleras no son muy seguras, ¿no te parece? Pudiéramos caernos un centenar de metros… y ése sería nuestro fin.

—¡Qué lástima! ¡Qué lástima! —murmuró «Kiki».

—¡Sí! ¡Vaya si resultaría una lástima! —observó Jorge, riendo—. Bueno, quizá sea mejor que no lo intentemos. ¡Hola! Aquí hay otro pozo, Jack… Y es un poco más grande que los demás.

Los niños se asomaron a él. Tenía una escalera en mucho mejor estado que las otras. Descendieron por ella un poco, sintiéndose la mar de osados. No tardaron en volver a salir, sin embargo; no les gustaba la oscuridad ni la sensación de hallarse encerrados.

Y fuego hicieron un descubrimiento que les sorprendió aún más que los pozos. No muy lejos de allí, y amontonadas bajo una roca que sobresalía, vieron unas latas de carne y de fruta vacías.

Tan extraordinario resultaba el hallazgo, que los niños apenas podían dar crédito a sus ojos. Se quedaron mirando boquiabiertos las latas, y «Kiki» bajó a inspeccionarlas por si quedaba en ellas algo que comer.

—¿De dónde crees tú que han salido? —exclamó Jack, por fin—. ¡Qué cosa más extraña! Algunos están muy oxidadas…, pero otras se ven nuevas. ¿Quién puede haber venido a esta isla… y por qué… y dónde vive?

—Es un misterio —dijo Jorge—. Vamos a recorrerlo toda, ya que estamos aquí, y ver si encontramos a alguien. Más vale andar con cuidado, porque es evidente que quienquiera que sea el que vive aquí, no tiene el menor deseo de que se sepa.

Conque los niños dieron la vuelta a toda la isla; pero no vieron a nadie ni encontraron nada que explicase el misterio del montón de latas. Siguieron asombrándoles las rocas rojas por el lado del mar del islote, y volvieron a contemplar interesados el color rojizo del riachuelo que iba a desembocar en el mar. Había muchos más pájaros por aquel lado, y Jack los escudriñó todos en busca de un Alca Mayor. Pero no vio ninguna, cosa que le desilusionó una barbaridad.

—¿No vas a sacar ninguna fotografía? —inquirió Jorge—. Dijiste que ibas a hacerlo. Date prisa, porque no debiéramos quedarnos aquí mucho más tiempo.

—Sí…, tomaré unas cuantas —dijo Jack.

Y se escondió detrás de una roca para fotografiar a unos pájaros jóvenes. Luego, quedándole un retrato por tomar, se le ocurrió una idea.

—Sacaré una instantánea de ese montón de latas —dijo—. Pudieran no creernos las muchachas cuando les contemos lo que hemos visto; pero no podrán dudarlo cuando les enseñemos la fotografía.

Conque retrató el montón de botes de conserva también, y luego, tras echar una última mirada por la boca del pozo grande, regresaron a la embarcación.

—Bueno —dijo Jack—, Dios quiera que hagamos tan buen viaje de vuelta como lo hicimos al venir. ¿Si estará Jo-Jo de vuelta ya? Espero que las muchachas se hayan encargado de quitarle del paso de una manera u otra si es que lo está.

Empujaron el barco hasta meterlo en el agua y subieron a bordo. Cruzaron a remo las aguas serenas hacia la abertura entre las rocas, donde las olas saltaban pulverizadas. Lograron esquivar el escollo que les raspaba la quilla al llegar, y salieron sin dificultad del estrecho paso.

Tuvieron que hacer más esfuerzos fuera, donde la mar estaba muy picada. Había virado un poco el viento agitando con más furia las olas. Izaron la vela y surcaron las aguas a gran velocidad, disfrutando de lo lindo al sentir cómo les azotaba el aire las mejillas y le salpicaba el agua pulverizada el rostro.

Al aproximarse a la costa, vieron a las dos niñas que les aguardaban, y agitaron los brazos. Dolly y Lucy hicieron otro tanto. Por fin entraron en el atracadero y los muchachos saltaron a tierra, amarrando la embarcación.

—¿Encontrasteis el Alca Mayor? —preguntó Lucy.

—¿Está Jo-Jo de vuelta? —inquirió Jorge, en lugar de contestar.

—Habéis tardado una barbaridad —dijo Dolly, impaciente por oírlo todo.

—Hemos corrido una aventura magnífica —aseguró Jorge.

Y volvió a decir:

—¿Está Jo-Jo de vuelta?

—Sí —respondió Dolly, con una risita—. Regresó hace cosa de una hora. Estábamos esperándole. Afortunadamente, se fue derecho a los sótanos con unas cajas que trajo en el automóvil, y le seguimos. Abrió la puerta interior y se metió en el sótano del fondo con las cajas…, en el sótano donde está la compuerta… Nos acordamos de dónde habíais dejado la llave, fuimos a buscarla, y le encerramos. Está golpeando la puerta ahí dentro como un desesperado.

—¡Magnífico! —exclamaron los niños, encantados—. Así no sabrá que hemos salido en su barca. Pero ¿cómo vamos a soltarle sin que se entere de que le hemos encerrado nosotros?

—Tendréis que pensar en algo —respondió Dolly.

Echaron a andar hacia la casa, devanándose los sesos por el camino.

—Mejor será que nos acerquemos sin hacer ruido y que hagamos girar la llave mientras descansa —dijo Jorge, por fin—. No puede estar golpeando la puerta siempre. En cuanto se pare un momento, meteré la llave en la cerradura, le daré la vuelta, y luego me retiraré a toda prisa.

La próxima vez que pruebe la puerta, se le abrirá… y él no sabrá por qué.

—¡Buena idea! —aprobaron los otros.

Parecía un medio sencillo de poner en libertad al negro sin que pudiese él adivinar que tuvieron ellos nada que ver con el asunto.

Jorge tomó la llave y bajó al sótano tan silenciosamente como pudo. En cuanto llegó, oyó los golpes que daba Jo-Jo. Aguardó a que el negro se hubiese detenido a recobrar el aliento, e introdujo la llave en la cerradura. Oyó toser a Jo-Jo, e hizo girar la llave en el mismo instante, para que el sonido de la tos ahogara el del pestillo al descorrerse. La puerta quedaba abierta. Jo-Jo podría salir cuando quisiera. Retiró la llave, subió corriendo los escalones, salió a la cocina, y reunió con los demás.

—Saldrá dentro de unos instantes —jadeó—. Subamos al acantilado y, en cuanto volvamos a ver a Jo-Jo, echaremos a andar hacia casa, fingiendo regresar en ese instante de dar un paseo. Eso le desconcertará por completo.

Conque subieron corriendo a la cima, se tumbaron en el suelo, y atisbaron para ver cuándo aparecía el negro. Mientras tanto, les contaron en voz baja a las muchachas todo lo que habían descubierto en la Isla Lóbrega.

Las niñas escucharon con asombro. Pozos profundos en el suelo…, un riachuelo rojo…, un montón de latas de conservas vacías…, ¡qué extraño era todo aquello! Nadie había esperado una cosa así. Porque, para lo que habían ido, era para buscar pájaros.

—Hemos de volver a averiguar a dónde conducen esos pozos —dijo Jack—. Y averiguaremos también si es que hubo alguna vez minas de alguna clase allí. Quizá lo sepa tu tío Jocelyn, Dolly.

—Sí que lo sabrá —repuso la niña—. ¡Oh! ¡Ojalá pudiésemos conseguir ese mapa viejo de la isla del que nos habló…, de ése que no pudo encontrar! Seguramente encontraríamos en él muchas cosas interesantes, ¿verdad?

«Kiki» emitió de pronto uno de sus chillidos de tren expreso, lo que significaba que había visto a su enemigo Jo-Jo. Los niños le vieron abajo mirando a su alrededor, evidentemente buscándoles. Se pusieron en pie y bajaron por el sendero hacia casa.

El negro les vio y les salió al encuentro, retratada en su rostro la ira.

—Me encerrasteis con llave —bufó—. Se lo diré a la señorita Polly. Merecéis una buena paliza.

—¡Encerrarte con llave! —exclamó Jorge, con gesto de asombro—. ¿En dónde te encerramos? ¿En tu cuarto?

—En el sótano —respondió el negro, enfurecido—. Aquí está la señorita Polly. Se lo diré. Señorita Polly, estos niños me encerraron con llave en el sótano.

—No digas tonterías —respondió la anciana—. De sobra sabes que no hay cerradura en la puerta del sótano. Los niños estaban de paseo… ¿No ves que regresan ahora? ¿Cómo puedes decir que te encerraron? Estás loco.

—Me encerraron con llave —dijo Jo-Jo, hoscamente.

Y se acordó de pronto que la existencia del sótano interior era un secreto exclusivamente suyo, y que más valía no entrar en detalles, no fuera que la señorita Polly bajara y descubriese la puerta que tan cuidadosamente había él ocultado.

—Yo no le encerré, tía Polly —anunció Jorge, con sinceridad—. He estado la mar de lejos de aquí durante toda la mañana.

—Y yo también —aseguró Jack, cosa en la que no mentía.

Tía Polly les creyó y, como sabía que los cuatro niños andaban siempre juntos, se imaginó que las niñas les habían acompañado. Conque, ¿cómo podía haberle gastado ninguno de ellos una treta a Jo-Jo? Y, en cualquier caso, pensó tía Polly, la puerta del sótano no tenía cerradura siquiera; conque, ¿qué quería decir el negro con aquello? Debía de estar perdiendo el juicio, en efecto.

—Anda a hacer tu trabajo, Jo-Jo —le dijo, con cierta aspereza—. Pareces haberlas tomado con los niños. Siempre estás acusándoles de algo. Déjalos en paz. Son unos niños muy buenos.

No opinaba igual Jo-Jo. Les dirigió una de sus acostumbradas miradas torvas, gruñó algo entre dientes, gruñido que «Kiki» imitó a maravilla, y regresó a la cocina.

—No le hagáis caso —dijo tía Polly—. Yo creo que no está bien del todo de la cabeza, y tiene muy mal humor. Pero, en realidad, es completamente inofensivo.

Los niños regresaron a casa guiñándose un ojo. Resultaba agradable tener a tía Polly de su parte. Pero Jo-Jo iba acumulando más rencor y más quejas contra ellos. Tendrían que andar con cuidado.

«Es curioso —pensó Jack—. Tía Polly dice que Jo-Jo es completamente inofensivo… y Bill Smugs dice que es un hombre peligroso. Uno de los dos está equivocado, desde luego».