Extraños descubrimientos
Durante los tres días que siguieron, los niños practicaron con asiduidad el remo y la vela, hasta encontrarse como en su casa a bordo de la embarcación, y llegar a manejarla casi tan bien como Bill. Éste estaba encantado de ellos.
—Confieso que me gusta ver perseverar a los niños, aun cuando se trate de algo que represente mucho trabajo —dijo—. El mismo «Kiki» ha aguantado hasta el final, perdiendo el equilibrio la mitad de las veces, pero sin soñar ni un instante en permitir que os marcharais solos. En cuanto a Lucy, ella es la que más vale de todos, porque ha tenido que luchar con el mareo casi todo el tiempo.
Aquella tarde, después de asegurarse de que el negro se hallaba en el patio de detrás de la casa sacando agua del pozo, los niños fueron a examinar cuidadosamente la embarcación, para ver si les sería posible manejarla solos.
La contemplaron mecerse en el agua. Era más grande que la de Bill, pero no mucho más. Adquirieron el convencimiento de que podrían manejarla sin dificultad.
—Es una lástima que «Kiki» no pueda remar —dijo Jack—. Podría encargarse de la tercera pareja de remos e iríamos divinamente.
—¡Divinamente! —repitió «Kiki»—. ¡Divinamente! ¡Dios salve al rey!
—Idiota —murmuró Jorge, pero con tono afectuoso. Quería tanto al loro como a Jack y a Lucy. Y el pájaro acudía a él en cuanto le llamaba—. Escucha, Pecas…, ¿cuándo crees tú que marchará Jo-Jo de compras otra vez? Ardo en deseos de probar suerte con su barco. ¿Tú, no?
—Ya lo creo que sí —contestó Jack—. No hago más que pensar en el Alca Mayor que vi. No seré feliz hasta haberle visto de cerca.
—Apuesto a que no lo encuentras. Tendría gracia que lo consiguieras, no obstante, y volvieses con él en brazos. ¡Los celos que le darían a «Kiki»!
Con gran alegría de los niños, tía Polly anunció que Jo-Jo iba a ir de compras al día siguiente.
—Conque, si queréis algo, tendréis que decírselo —les anunció—. Tiene una lista muy larga de cosas que ha de comprar para mí. Podéis agregar a ella lo que queráis, y darle el dinero.
Pusieron en la lista otra pila para la lámpara de bolsillo. Dolly se había dejado la suya encendida por descuido toda una noche, agotando por completo la batería. Necesitaba una nueva. Jack pidió un rollo de película. Había estado sacando fotografías de los pájaros de los alrededores de Craggy-Tops y ahora necesitaba más película para llevarla cuando fuera a la Isla Lóbrega.
Aguardaron con ansiedad a que Jo-Jo se marchara al día siguiente. Se mostró de una lentitud exasperante. Por fin puso en marcha el automóvil y lo sacó del desvencijado cobertizo en que lo conservaban.
—No hagáis travesuras durante mi ausencia —les dijo a los niños, mirándoles con desconfianza.
Quizá presintiera que estaban deseando que se marchara por razones que le ocultaban.
—Nunca hacemos travesuras —le contestó Jorge—. Pásalo bien… y no tengas prisa en volver. Resultará agradable no tenerte por aquí por una vez.
Jo-Jo le dirigió una mirada torva; pisó el acelerador, y partió a la velocidad suicida habitual.
—No comprendo cómo puede aguantar un coche tan viejo esas sacudidas y meneos —murmuró Jorge, viéndolo desaparecer por el camino—. Bueno, pues ya se ha marchado. Y ahora, ¿qué? Se presentó la oportunidad buscada.
Los niños corrieron, excitados, a la playa, encaminándose a la embarcación. Los muchachos subieron a bordo. Dolly desató la cuerda y dio un empujón a la quilla.
—¡Cuidaos mucho! —gritó Lucy, con ansiedad, conteniendo los deseos de saltar a bordo tras ellos—. ¡Cuidaos mucho, por favor!
—¡Conforme! —gritó Jack en respuesta.
Y «Kiki» se hizo eco de la palabra.
—¡Conforme, conforme, conforme! ¡Cierra la puerta y límpiate los pies!
Las niñas vieron remar a sus hermanos y luego izar la vela en cuanto se hallaron apartados de la costa. Había una buena brisa, y no tardaron en correr a buena velocidad.
—¡En marcha hacia la Isla Lóbrega! —exclamó Lucy—. Bueno, Dios quiera que Jack traiga de allá por fin un Alca Mayor.
—No hay peligro —repuso Dolly, a quien el sentido común le decía que sería un verdadero milagro que encontrase ave semejante—. Bueno, espero que encontrarán la entrada sin dificultad. Parecen estar manejando bien el barco, ¿verdad?
—Sí —dijo Lucy, esforzando la vista para seguir a la embarcación, que empezaba a hacerse difícil de ver como consecuencia del vaho. La Isla Lóbrega no se veía en absoluto—. ¡Ah, Dios mío!… Espero que todo les irá bien.
Los muchachos estaban disfrutando de lo lindo. Descubrieron que, aunque la embarcación de Jo-Jo era más pesada y engorrosa de manejar que la de Bill, no ofrecía verdaderas dificultades. Había viento suficiente y avanzaban como si estuviesen haciendo una carrera. Resultaba muy estimulante sentir el cabeceo del barco, oír el viento en la hinchada vela, ver pasar las olas por el costado.
—No hay nada como una embarcación —dijo Jack, muy contento—. Día llegará en que tenga una de mi propiedad.
—Cuestan la mar de dinero —dijo Jorge.
—Bueno, pues ganaré mucho, entonces. Luego me compraré un barco bien hermoso, y marcharé navegando a islas lejanas habitadas sólo por pájaros, y, ¡qué ratos más maravillosos pasaré!
—¡Ojalá pudiésemos ver la isla! —dijo Jorge—. Este vaho es un engorro. Dios quiera que no nos confundamos de dirección.
Antes de ver la isla, oyeron el fragor de las olas al estrellarse contra el anillo de rocas de alrededor. Luego, de pronto, tras lo que pareció mucho rato, surgió la isla de entre la neblina y los niños sintieron caer sobre ellos el agua pulverizada.
—¡Cuidado! ¡Vamos derechos a las rocas! —exclamó Jorge, con alarma—. Arría la vela. Tendremos que remar. No podemos manejar el barco con este viento…, se ha hecho demasiado fuerte. Viajamos a una velocidad excesiva.
Arriaron la vela; echaron manos de los remos, y se pusieron a bogar. Jack intentó ver la elevada colina. Pero era mucho más difícil conseguirlo en la realidad, que verla en el mapa. Todas parecían aproximadamente del mismo tamaño. Dieron la vuelta al anillo de rocas, manteniéndose fuera del alcance de la corriente que corría hacia la isla.
—Allí hay una colina alta…, mira…, a la izquierda —dijo de pronto Jack—. ¡Rema hacia ella, Copete! Eso mismo. Yo creo que es ésa la que buscamos.
Bogaron con fuerza, observaron con alegría una abertura entre las rocas; un hueco estrecho, era cierto, pero no obstante, una abertura por la que un barco podía pasar sin pena.
—¡Cuidado ahora! —advirtió Jorge—. Ésta es la parte más difícil. ¡Ojo! Pudiéramos desviarnos y dar contra los escollos. Y, de todas formas, aunque no se vea ninguno ahí, en la abertura, pudiera haber algún risco debajo del agua que nos deshiciera la quilla. ¡Con cuidado, Pecas, con cuidado!
Jack tuvo muchísimo cuidado. Todo dependía de que pudieran pasar por la abertura sanos y salvos. En tensión y llenos de ansiedad, los dos muchachos remaron con cautela. «Kiki» no dijo una palabra. Se daba cuenta de que los niños estaban angustiados.
La abertura o pasaje era estrecho pero largo. Costó trabajo y angustia traspasarlo. Varias corrientes parecían estar haciendo todo lo posible por desviar la embarcación hacia un lado o hacia el otro. Una vez sintieron que una roca sumergida les raspaba la quilla.
—¡Qué justa ha sido la cosa! —exclamó Jorge en voz baja—. ¿Oíste cómo raspaba?
—Y lo sentí también —contestó Jack—. ¡Hola!…, parece que hemos salido de apuros ya. ¡Es maravilloso, Copete! Nos encontramos en agua completamente tranquila.
Allende el anillo de rocas había un canal o un foso de aguas apacibles y brillante azul. Resultaba extraño verlas después de la turbulencia de las olas qué barrían los escollos. Aun llegaba a sus oídos el fragor de estas últimas.
—Ya no queda mucho para llegar a la isla —dijo Jorge, emocionado—. Vamos…, estoy la mar de cansado… o lo están mis brazos por lo menos…, pero es «absolutamente» necesario que lleguemos a tierra. Estoy ardiendo en deseos de explorar.
Miraron a su alrededor en busca de un sitio apropiado para desembarcar. La isla era rocosa en extremo; pero en un punto hallaron una minúscula caleta en la que brillaba la arena. Decidieron atracar allí.
Fue fácil desembarcar y arrastrar la embarcación un poco fuera del agua, aunque tuvieron que apelar a todas sus fuerzas. Pero Bill les había enseñado a sacar el máximo provecho a sus esfuerzos y no tardaron en encontrarse libres para explorar la isla desierta.
Escalaron el acantilado detrás de la caleta y contemplaron aquel lado de la Isla Lóbrega.
Fue el número de aves lo que primero llamó la atención de los muchachos. Las habían a millares, de toda clase, tamaños y formas. El ruido que hacían era tremendo. Hicieron poco caso de los niños, que las observaban maravillados.
Pero no eran tan mansas como habían esperado. Las que estaban en tierra alzaron el vuelo en cuanto ellos se acercaron. Parecían tan silvestres y ariscas como las de Craggy-Tops. Jack sintió una desilusión muy grande.
—¡Es curioso! —dijo—. Siempre había creído que los pájaros de una isla desierta jamás visitada por el hombre eran completamente mansos. Así lo dice en todos mis libros, por lo menos. Pero éstos no son así. No nos dejan acercarnos.
Pocos árboles se veían y estos pocos crecían en lugares resguardados, acusando, no obstante, una inclinación lateral como consecuencia de los vientos que barrían el islote. Una hierba que parecía alambre cubría el suelo de trecho en trecho. Pero, aun ésta, no crecía en todas partes, asomando la roca desnuda en muchos lugares.
Dejaron el acantilado y se internaron por la isla repercutiendo el grito de millares de pájaros en sus oídos. Se dirigieron a la colina que se alzaba en el centro.
—Quiero ver qué son los edificios raros que vi con los gemelos —anunció Jack—. Y, ¡caramba!, ¡quiero encontrar un Alca Mayor! Aún no he visto ni rastro de una. No hago más que mirar y mirar.
El pobre Jack temblaba de excitación, esperando ver un Alca Mayor de un momento a otro, pero, encontrándose, en lugar de eso, con todas las especies de pájaros que viera ya en Craggy-Tops. «Sí» que resultaba desalentador. No había esperado ver toda una procesión de alcas mayores, pero sí una. El encontrar un ejemplar —uno tan sólo— hubiese sido maravilloso.
Había alcas grandes en abundancia, con sus curiosos picos, muchas gaviotas, numerosos corvejones y otras aves. Era un paraíso de pájaros marinos y Jack estaba asombrado de la multitud allí congregada. ¡Cuánto le hubiese gustado pasarse unos días en la isla, sacando fotografías!
Llegaron a las colinas y encontraron un desfiladero entre ellas. Allí había más hierba y minúsculas florecillas silvestres, claveles de mar y otras. En las laderas crecían algunos abedules achaparrados.
Entre las colinas yacía un valle pequeño y, en él, un arroyo que cruzaba hacia el otro lado de la isla en dirección al mar. Los niños se acercaron a verlo porque parecía tener un color extraño.
—Es de color rojizo de cobre —observó Jack, extrañado—. ¿Por qué será? Oye, ¡mira!…, ahí están esas construcciones raras, arriba de ese monte. Y, ¿te das cuenta, Copete, de cómo cambian las rocas de color por aquí? Ya no son negras, sino rojizas. Y algunas de ellas parecen de granito. ¿Es curioso, verdad?
—No creo que me guste mucho esa isla —dijo Jorge, estremeciéndose—. Da una sensación de soledad…, de algo raro…, de maldad…
—Tú has hecho demasiado caso de los cuentos de Jo-Jo —le contestó Jack, riendo, aun cuando a él tampoco le gustaba mucho la sensación que le producía la isla.
Era demasiado melancólica…, demasiado triste…, demasiado desolada… Y no se escuchaba más sonido en ella que el incesante griterío de las aves.
Subieron por la ladera de una colina para ver los «edificios». Se hallaban éstos tan derruidos, que hubiese resultado difícil decidir qué habían sido. Apenas eran otra cosa que simples montones de piedras y rocas. Y no daban la sensación de haber sido nunca habitados.
De pronto. Jorge descubrió, cerca de uno de ellos, algo que se le antojó muy extraño. Llamó a Jack, excitado.
—¡Oye! ¡Ven aquí a ver! ¡Hay un agujero enorme que se hunde en la tierra! ¡Es hondo a más no poder!
Jack corrió hacia el agujero y se asomó a él. Era grande. Tendría cerca de dos metros de diámetro. Y alcanzaba tal profundidad, que les era imposible ver el fondo.
—¿Para qué será? —murmuró Jorge—. ¿Crees tú que se trata de un pozo?
Dejaron caer dentro una piedra; pero no oyeron nada. O no se trata de un pozo, o era tan profundo que no podía oírse desde fuera el choque de la piedra contra el agua.
—No me gustaría a mí caerme dentro —observó Jorge—. ¡Mira!… ¡Hay una escalera de mano que baja! Es la mar de vieja y rota…, pero es una escalera, de eso sí que no cabe duda alguna.
—Es un misterio —respondió Jack, interesado—. Vamos a dar una vuelta por ahí. Quizás encontremos algo que nos lo aclare. ¡Un pozo que se hunde en las profundidades de la tierra en una isla tan solitaria como ésta! ¿Para qué lo harían?