Un suceso extraño y una excursión magnífica
Aquella noche Jack les contó a los otros su plan. Al principio le miraron dubitativos; luego, emocionados, y, por último, excitados a más no poder.
—¿Podríamos encontrar la entrada de veras? —preguntó, Lucy, asustada.
—Fácilmente —aseguró Jack, que, habiendo tomado una decisión, se negaba rotundamente a ver dificultades—. Vi la entrada esta tarde, estoy seguro. Y, desde luego, la vi en ese mapa. Y Dolly también.
—Y Dolly también, y Dolly también, y Dolly también —cantó el loro.
Nadie le hizo caso. Todos continuaron hablando, excitados.
—Una vez me encuentre completamente familiarizado con la embarcación de Bill Smugs —dijo Jack—, no le tendré el menor miedo a salir con la de Jo-Jo.
—Te dejará medio muerto a golpes como se entere —observó Jorge—. ¿Cómo vas a arreglártelas sin que él lo sepa?
—Aguardaré a que saque el automóvil y se vaya de compras —respondió sin vacilar el niño—. Ya había pensado en todo eso. En cuanto se marche, saldré en el barco, y espero estar de vuelta antes de que él regrese. Y si no lo consigo… Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Tendréis que distraerle de alguna manera… o encerrarle en los sótanos… o algo por el estilo.
Los otros se echaron a reír. La idea de encerrar con llave a Jo-Jo les encantaba.
—Pero, escucha —intervino Jorge—, ¿no vamos a ir nosotros contigo? No puedes ir solo.
—No pienso llevarme a las niñas —anunció Jack con firmeza—. No me importa correr riesgo yo… pero no pienso ponerlas en peligro a ellas. Tú puedes venir. Jorge, claro.
—Y yo pienso ir también —anunció Lucy sin vacilar.
No iba a permitir que Jack se fuera a correr peligro sin tenerla a ella a su lado.
—Mira, tú no puedes venir, y no hay más que hablar —le respondió con determinación su hermano—. No seas tonta, Lucy. Lo echarías a perder todo si vinieses. Tendríamos que ir con demasiado cuidado si tú y Dolly estuvierais a bordo. No nos atreveríamos a correr riesgos de ninguna clase.
—Yo no quiero que corras riesgos —dijo la pobre Lucy con lágrimas en los ojos.
—No seas tan criatura. ¿Por qué no puedes ser como Dolly y no fastidiarme cuando quiero hacer algo? Dolly no le molesta a Jorge porque corra riesgos, ¿verdad, Dolly?
—No —contestó la niña, que sabía que su hermano era muy capaz de cuidarse sin ayuda—. De todas formas, me gustaría que fuésemos nosotras.
Lucy contuvo las lágrimas. No quería estropearle las cosas a Jack. Pero resultaba terrible pensar que pudiese naufragar o ahogarse. Deseó de todo corazón que jamás hubieran existido las Alcas Mayores. De no haber existido, no hubiera habido toda aquella excitación ante la posibilidad de encontrar vivo un ejemplar.
Jack no durmió gran cosa aquella noche. Estuvo pensando en la isla y en sus aves, lleno de impaciencia por hacerse a la vela y descubrir si era un Alca Mayor o no lo que viera con los gemelos por la tarde. A lo mejor le darían la mar de dinero si conseguía apresar un Alca Mayor. No era capaz de volar: sólo sabía nadar. Quizá fuese tan manso que se dejara coger. Tal vez hubiese tres o cuatro ejemplares. Sería maravilloso descubrirlos y aprisionarlos.
Se alzó del colchón y se acercó a la ventana. Miró hacia el Oeste, donde se hallaba la isla. No había luna aquella noche y no pudo ver nada al principio. Pero tras un rato de concentración quedó sorprendido al observar algo verdaderamente insólito.
Se frotó los ojos y volvió a mirar. Parecía como si brillara una luz allá al Oeste, donde se encontraba el islote. Se apagó lentamente mientras la observaba, y volvió a aparecer más tarde.
—No puede ser una luz de verdad —se dijo el niño—. No puede ser una luz en la isla, por lo menos. Debe de ser algún barco que hace señales desde lejos.
La luz desapareció de nuevo y ya no volvió a verse, Jack retiró la cabeza, con la intención de acostarse, convencido de que era la luz de un barco lo que había visto.
Pero antes de que tuviese tiempo de retirarse al colchón otra cosa le atrajo. La ventana estrecha del lado opuesto, la que daba hacia la cima del acantilado, se veía recortada en luz. Jack la contempló con asombro.
Corrió a la ventana de nuevo y se asomó. El resplandor procedía de la cima del acantilado. Alguien había encendido allí una hoguera, o tenía una linterna muy brillante. ¿Quién podía ser? ¿Y a qué exhibir aquella luz? ¿Para hacerle señas a algún barco, quizá?
La habitación de Jack era la más alta de Craggy-Tops y el torreón en que se hallaba sobresalía por encima del farallón. Pero aunque alargó el cuello todo lo que pudo, no alcanzó a ver qué era aquel resplandor ni de dónde procedía con exactitud. Decidió averiguarlo.
No despertó a Jorge. Se puso el pantalón, la chaqueta y los zapatos, y bajó en silencio la escalera de caracol. Pocos momentos más tarde ascendía la senda hacia la cima del acantilado. Pero cuando llegó allí no encontró resplandor de ninguna clase, ni siquiera olor de fuego. Se quedó un tanto desconcertado.
Caminó por el farallón, dando traspiés. Y de pronto se llevó el susto mayor de su vida. Alguien le asió, sujetándole con fuerza.
—¿Qué haces tú aquí? —inquirió la voz de Jo-Jo. Zarandeó al niño hasta dejarle sin aliento—. ¡Anda…, dime lo que hacías aquí!
Demasiado asustado para que se le ocurriera más explicación que la verdad, el niño la soltó.
—Vi resplandor desde la alcoba del torreón y salí a ver qué era.
—Te dije que había «cosas» por el acantilado de noche, ¿no? —exclamó Jo-Jo con aterradora voz—. Bueno, esas cosas resplandecen, y a veces gimen y aúllan, y Dios sabe cuántas cosas más. ¿No te aconsejé que no erraras por ahí de noche?
—¿Y qué haces tú fuera de casa? —quiso saber Jack, empezando a reponerse del susto.
El negro volvió a zarandearle, encantado de tener a uno de los niños en sus manos.
—También yo salí a ver qué era ese resplandor —gruñó—. ¿Comprendes? A eso salí, claro está. Pero son siempre esas «cosas» que causan disturbios y dan quehacer. Ahora prométeme que no volverás a abandonar tu alcoba de noche.
—No te prometeré nada —contestó Jack, empezando a forcejear—. Y suéltame, bestia, que me estás haciendo daño.
—Mucho más daño te haré si no me prometes no salir más de noche —le amenazó el negro—. Tengo un trozo de cuerda aquí, ¿ves?, y me la reservo para ti y para Jorge.
Jack tenía miedo. Jo-Jo era muy fuerte, muy rencoroso y muy cruel. Volvió a forcejear al darse cuenta de que el otro se estaba soltando la cuerda que llevaba atada a la cintura.
Fue «Kiki» quien le salvó. El loro, que había estado durmiendo tranquilamente en la percha que su amo le había instalado en la alcoba, despertó de pronto, echó de menos al niño y salió en su busca. No permanecía mucho rato separado de él si podía evitarlo.
En el preciso momento en que Jack se preguntaba si sería una buena idea darle un fuerte mordisco a Jo-Jo o no, «Kiki» descendió sobre él con un grito de alegría.
—¡«Kiki»! ¡«Kiki»! —aulló el muchacho—. ¡Muérdele, muérdele!
El loro hincó de muy buena gana el pico en la parte carnosa del brazo del negro. Éste soltó a Jack y exhaló un alarido de dolor. Dirigió un golpe al loro, que se encontraba ya fuera de su alcance, aguardando una oportunidad para atacarle de nuevo.
La segunda vez le dio un picotazo en la oreja y Jo-Jo gritó:
—¡Llama a tu pájaro! ¡Le retorceré el cuello si no!
Jack desapareció sendero abajo. Cuando se encontró a una distancia suficiente del negro llamó a «Kiki».
—¡«Kiki»! ¡Ven acá! ¡Eres un pájaro muy bueno!
«Kiki» le dirigió otro picotazo a la oreja del negro y marchó luego, lanzando un alarido. Se posó sobre el hombro del niño, murmurándole al oído. Él le rascó la cabeza al regresar a la casa, latiéndole con violencia el corazón.
—Procura mantenerte fuera del alcance de Jo-Jo, «Kiki» —le dijo—. Ahora sí que te retorcerá el cuello si puede. No sé lo que habrás hecho, pero estoy seguro de que habrá sido algo bastante doloroso.
—Despertó a Jorge y le contó lo ocurrido.
—Supongo que la luz procedería de un barco en alta mar —dijo—; pero no sé lo que la otra luz sería. Jo-Jo dice que él también subió a investigar; pero que creía que el resplandor era el de las «cosas» que siempre anda mencionando. ¡Troncho! ¡Por poco me dio una paliza, Jorge! De no haber sido por «Kiki», creo que lo hubiese pasado bastante mal.
—¡Buen pájaro «Kiki»! —dijo Jorge.
Y «Kiki» repitió las palabras, encantado:
—Buen pájaro «Kiki», buen pájaro «Kiki», buen pájaro «Kiki»…
—¡Basta ya! —bufó Jack.
Y «Kiki» calló.
Jack se instaló lo más cómodamente que pudo sobre el colchón.
—Estoy cansado —anunció—. Dios quiera que me duerma pronto. No lo conseguí antes. No hacía más que pensar y pensar en la Isla Lóbrega.
No tardó mucho esta vez en dormirse, soñando con un mapa muy grande en el que se hallaba señalada la Isla, luego con un barco en el que intentaba llegar hasta ella y, por último, con Jo-Jo, que le agarraba, intentando hacerles volver a él y a la embarcación.
Los niños estaban la mar de contentos a la mañana siguiente al recordar que Bill Smugs les había dicho que podían sacar el barco solos. Emprendieron la marcha muy temprano, después de haber terminado a toda prisa sus quehaceres. Jo-Jo estaba de mal humor aquel día. Rondó por la casa, fruncido el entrecejo, dirigiéndoles a Jack y a «Kiki» miradas asesinas, como si ardiera en deseos de pillarlos a los dos por su cuenta.
Por una vez no intentó seguirles ni averiguar dónde iban. Tía Polly había resuelto que trabajara aquella mañana de lo lindo, y no hacía más que señalarle tareas. El negro se dio cuenta que nada adelantaría intentando esquivarlas; conque se puso a trabajar con hosca expresión, y los niños pudieron escapar fácilmente sin ser vistos.
—Me marcho a la población hoy —les dijo Bill cuando llegaron a su choza—. He de comprar martillo, clavos y madera para arreglarme un poco la casa. Se han caído algunos trozos de pared y me he pasado la noche en medio de un vendaval, o lo que parecía un vendaval en este sitio tan reducido. ¿Queréis ir conmigo y hacer compras otra vez?
—No, gracias —se apresuró a contestar Jack—. Preferimos salir en el barco. La mar está serena hoy. E iremos con mucho cuidado.
—Recordarás la promesa que me hiciste —observó Bill, mirando vivamente al muchacho.
Éste asintió con un movimiento de cabeza.
—No me apartaré mucho de la costa —respondió.
Y los otros dijeron lo mismo.
Despidieron a Bill y le vieron bajar con cuidado por la desigual senda hacia la carretera que conducía a la población.
Luego fueron a buscar el barco. Bill lo había dejado en su escondite, entre las rocas. Los niños no habían descubierto por qué le gustaba tenerlo allí, pero supusieron que era para que no se lo robaran durante su ausencia. Tuvieron que cruzar hacia el escondite a nado, envolviendo la ropa seca en una bolsa impermeable que Bill les prestó con ese objeto. Jorge la iba remolcando.
Llegaron a las rocas y se dirigieron a la parte llana donde se encontraba el barco, fuera del alcance de las olas. Abrieron la bolsa impermeable y se pusieron la ropa. Echaron los trajes de baño en la nave y tiraron de ella hacia el agua.
Era profundo el mar en la vecindad de las rocas y el barco entró en el agua sin salpicar casi. Embarcaron todos, y los niños tomaron los remos.
Con un poco de trabajo alejaron la embarcación de los escollos. Luego se entregaron a la tarea de izar la vela sin la ayuda de Bill Smugs.
—Debiera resultarnos fácil —jadeó Jack, tirando de varias cuerdas—. Lo hicimos ayer solos.
Pero el día anterior Bill les había estado gritando instrucciones. Y ahora no había quien pudiese ayudarles si se equivocaban. Ello no obstante, lograron izar la vela al cabo de un rato. A Dolly por poco la tiraron al agua, pero logró salvarse a tiempo. Se puso furiosa.
—Eso lo hiciste a propósito. Jorge —le dijo a su hermano, que aún luchaba con las cuerdas—. ¡Pídeme inmediatamente perdón! Bill dijo que no había que andar con bromas ni tonterías a bordo.
—Cállate —le ordenó Jorge, que se vio enredado en una cuerda que parecía dispuesta a estrangularle—. Ayúdame, Jack.
—Toma el timón, Dolly —ordenó Jack—. Yo ayudaré a Copete. ¡Dolly! ¿No me has oído? Toma el timón para que pueda ayudar yo a Jorge.
Pero fue Dolly quien, viendo de pronto que Jorge se hallaba, en efecto, en dificultades, acudió en su auxilio y le desenredó.
—Gracias —dijo el niño—. ¡Malditas cuerdas! Me parece que he desatado demasiadas. ¿Está bien la vela?
Parecía estarlo. El viento la llenó y la embarcación empezó a correr. Fue en extremo divertido. Los niños se sentían la mar de importantes al hallarse solos y estar manejando el barco sin ayuda. Después de todo, era una embarcación demasiado grande para que la manejaran unos muchachos.
Jack dirigió la mirada hacia donde se alzaba la Isla Lóbrega. Iría allá algún día… desembarcaría… echaría una mirada a su alrededor y… ¡Dios sabe lo que llegaría a encontrar! Surgió en su mente la imagen de un Alca Mayor y, en su excitación, dio un viraje. La vela trazó, como consecuencia de ello, un arco, dándole en la cabeza a los otros niños, que se habían agachado al ver el peligro.
—¡Idiota! —exclamó Jorge, indignado—. Quita. Deja que tome yo el timón Iremos a parar todos al agua como andes jugando así.
—Perdonad. Es que estaba pensando en una cosa… cómo me iría en la embarcación de Jo-Jo. ¿Cuándo crees tú que podremos comprobarlo, Jorge? ¿Dentro de dos o tres días?
—Yo creo que para entonces podremos navegar en su barco —contestó el otro—. Es bien fácil una vez se le coge el secreto, si es uno ágil. Empiezo a conocer la sensación del viento y su fuerza… a sentirme a bordo como en mi propia casa. Nunca le ocurriría lo propio a la pobre Lucy, sin embargo. Fíjate cómo ha cambiado de color.
—Oh, me encuentro divinamente —respondió la niña, haciendo un esfuerzo para ser valiente.
Habían entrado en mar picado, y al estómago de la niña no le hacía ni pizca de gracia. Pero nada hubiera sido capaz de persuadirla a que dejara a los otros marchar sin ella, aun cuando supiese que iba a estar mareada todo el rato. Lucy tenía valor en abundancia.
Los niños aferraron la vela al cabo de un rato y sacaron los remos. Se acordaron de su promesa y no se alejaron demasiado. Se les ocurrió la buena idea de practicar el remo un rato también.
Conque todos ellos remaban por turnos y no tardaron en aprender a hacerlo muy bien y a dirigir incluso el barco sin necesidad del timón.
Luego desplegaron la vela otra vez y pusieron proa a la costa, muy orgullosos de sí mismos. Al aproximarse, vieron a Bill Smugs que les saludaba agitando el brazo. Estaba de vuelta ya.
Tocaron tierra y arrastraron el barco hasta dejarlo en su escondite.
—¡Magnífico! —dijo Bill—. Os he estado observando cuando estabais mar adentro. Lo habéis hecho muy bien. Venid a probar suerte otra vez mañana.
—¡Oh, gracias! —dijo Jack—. No podríamos probar esta tarde otra vez, ¿verdad? Dolly y Lucy no podrían, porque tienen que hacer unas cosas que les ha pedido tía Polly. Pero Jorge y yo, sí.
Las niñas comprendieron que lo que Jack deseaba era ver si Jorge y él podían manejar la embarcación solos, en preparación para la marcha a bordo del barco de Jo-Jo. Conque nada dijeron, a pesar de lo mucho que hubiesen deseado ir también. Bill Smugs dijo que sí, que los muchachos podían salir de nuevo aquella tarde si así lo deseaban.
—Yo no iré —dijo—. Voy a darle un repaso a mi aparato de radio. No funciona bien.
Bill tenía un aparato maravilloso —el mejor que los niños habían visto en su vida—. Estaba instalado en el fondo de la choza, y no había estación que Bill no pudiese captar. No les permitía a los niños tocarlo, sin embargo.
—Bueno, pues vendremos esta tarde entonces —anunció Jack, la mar de satisfecho—. Es usted muy amable con prestarnos su barco así, Bill. De veras que sí.
—Es para mí un placer —respondió Bill, riendo.
—Ah, eso me recuerda… —exclamó Jack, acordándose de su extraña aventura de la noche anterior—. Escuche esto, Bill.
Contó con todo lujo de detalles lo que había ocurrido por la noche, y su encuentro con Jo-Jo. Bill le escuchó con la mayor atención.
—Conque viste luces, ¿eh? —dijo—. En el mar… y en el acantilado. Es muy interesante. No me extraña que quisieras investigar. Jo-Jo, al parecer, experimentó la misma curiosidad. Bueno, pues si me permites que te dé un consejo, te diré una cosa: no vayas contra Jo-Jo ni le pongas de punta si puedes evitarlo. No me gusta mucho ese tipo. Suena bastante peligroso.
—¡Oh!, sólo está un poco mal de la cabeza, y odia a los niños; pero es muy estúpido… y no creo que se atreviera a hacernos mucho daño en realidad —contestó Jorge—. Hace años que está a nuestro servicio.
—¿De veras? —murmuró Bill, con interés—. Vaya, vaya… y supongo que trabajo le costaría a tu familia encontrar quien ocupara su lugar si se marchase. Ello, no obstante, ¡ojo con él!
Los niños se marcharon con las dos muchachas. A Jorge casi le daban ganas de reírse de la advertencia de Bill. Pero Jack la tomó en serio. No había olvidado el miedo de la noche anterior, al pillarle el negro.
—Me parece que Bill tiene razón —pensó, estremeciéndose—. Jo-Jo pudiera resultar un hombre muy peligroso.