Capítulo XIV

Fugaz visión de la Isla Lóbrega

Los niños cruzaron apresuradamente por el acantilado hasta llegar donde se hallaba Bill Smugs. Éste les aguardaba, preparado ya. Metió en el barco el paquete de bocadillos y el pastel, el termo, y otro con galletas y chocolate que aportó él. Embarcaron todos a continuación.

Había acercado el bote a la costa en lugar de esconderlo entre las rocas, lo empujó, con los pies metidos en el agua, hasta que empezó a flotar. Luego subió a su vez y empuñó los remos hasta que se alejaron de las rocas.

—Bueno —dijo, cuando se hallaron en mar abierto—, arriba con la vela, muchachos, y ¡a ver qué tal lo hacéis!

Los niños lo hicieron sin dificultad. Luego se turnaron en el timón, y Bill se mostró satisfecho.

—Sois discípulos aprovechados —elogió—. Yo creo que seríais capaces de salir solos con esta embarcación ya.

—¡Oh, Bill! ¿Nos lo permitiría? —inquirió Jack, con avidez—. Podría fiarse de nosotros, ya lo creo que sí.

—Quizás os lo permita algún día —respondió Bill—. Tendríais que prometerme no navegar demasiado lejos, he ahí todo.

—¡Oh, sí!; le prometeríamos lo que usted quisiera —aseguraron los niños.

¡Cuan emocionante resultaría marchar solos en la embarcación de Bill!

Había una buena brisa, y el barco surcó con suavidad las aguas meciéndose un poco de vez en cuando al topar con una ola. El mar estaba, en verdad, muy sereno.

—Es delicioso —anunció Jack—. Me gusta el ruido que hace la vela al agitarse, y el del agua al lamer la quilla… y el silbido del aire…

Dolly y Lucy dejaron arrastrar las manos por las frescas aguas. «Kiki» lo observaba todo con interés desde la vela, sobre la que se había posado. Apenas lograba conservar allí el equilibrio, viéndose obligado a desplegar a medias las alas para sostenerse. Parecía estar disfrutando tanto como los muchachos.

—Límpiate los pies y cierra la puerta —le chilló a Smugs, al encontrarse su mirada con la de él—. ¿Cuántas veces he de decirte?…

—¡Cállate, «Kiki»! —exclamaron todos a un tiempo—. No seas grosero con Bill, o te tirará por la borda.

«Kiki» rió a carcajadas, se elevó en el aire, y se reunió con un par de gaviotas sobresaltadas, a las que aconsejó que usaran el pañuelo. Luego lanzó un grito ensordecedor que hizo huir alarmados a los pájaros. Volvió luego a su percha, la mar de satisfecho consigo mismo. Disfrutaba causando sensación, ya fuera entre seres humanos, aves o cuadrúpedos.

—Sigo sin ver la Isla Lóbrega —dijo Jack, que no dejaba de otear el horizonte—. ¿Por dónde está, Bill? Parezco haber perdido el sentido de orientación ahora que me encuentro en el mar.

—Por allá —le respondió Bill, señalando.

Los niños siguieron la dirección de su dedo; pero nada vieron. No obstante, les emocionaba pensar que la isla maléfica, como la llamaba Jo-Jo, se iba acercando cada vez más.

El velero siguió adelante, y el aire refrescó un poco a medida que se fueron alejando de la costa. A las niñas, les ondeaba el pelo detrás, o se lo aplastaba el viento contra la cara y Bill exhaló una exclamación al arrancarle el cigarrillo de los dedos una ráfaga y llevárselo.

—Si «Kiki» sirviera de algo —dijo, mirando al loro—, volaría a buscármelo otra vez.

—¡Pobre «Kiki»! —respondió el loro, moviendo con melancolía la cabeza—. ¡Pobre «Kiki»! ¡Qué lástima! ¡Qué lástima! ¡Qué…!

Jack le tiró una concha y el pájaro se interrumpió, soltando una carcajada. Bill intentó encender otro cigarrillo, cosa que el viento hizo difícil.

Al cabo de unos momentos, Jack soltó una exclamación:

—¡Mirad! ¡Tierra a la vista! ¿No es ésa la Isla Lóbrega? Por fuerza ha de serlo.

Esforzaron todos la mirada. Por entre el vaho del calor asomaba tierra, de eso no cabía la menor duda.

—Sí…, ésa es la isla, en efecto —respondió Bill, con gran interés—. Y es bastante grande, por añadidura.

La embarcación se acercó más. La isla se vio más claramente y se dieron cuenta entonces de lo rocosa y montañosa que era. A su alrededor estaba muy revuelto el mar. El agua saltaba, pulverizada, a gran altura y aquí y allí se veían asomar dentadas peñas por entre las olas.

Se acercaron aún más, encontrándose en aguas muy picadas. Lucy empezó a palidecer. Era la menos marinera de todos. Pero nada dijo, y acabó pasándosele un poco el mareo.

—Ahora podéis ver el círculo de rocas que da la vuelta a la isla —anunció Bill Smugs—. ¡Qué mala cara tienen! Apuesto a que más de un barco ha naufragado contra ellas. Navegaremos por la vecindad un poco a ver si descubrimos un sitio por donde entrar. Pero… no nos acercaremos más; conque es inútil que me lo supliquéis.

«The Albatross» navegaba ya por un mar muy revuelto y Lucy empezó a cambiar de color otra vez.

—Toma una galleta seca, Lucy —le dijo el hombre, comprendiendo—. Róela. Quizá mantenga a roya el mareo.

Lo consiguió, en efecto. Lucy no tardó en poder interesarse de nuevo por lo que sucedía a su alrededor.

La Isla Lóbrega hacía honor a su nombre, desde luego. Era un lugar desolado y desierto a más no poder. Parecía compuesta de dentados riscos que se alzaban hasta convertirse en elevadas colinas por el centro de la isla. Aquí y allá crecían algunos árboles achaparrados, y se veía algo de hierba verde en algunos puntos. Las rocas tenían un color rojizo singular por el lado de la isla que daba al mar abierto, pero eran negras por todos los demás sitios.

—Hay montones y montones de pájaros allí, tal como yo había supuesto —anunció Jack, observando el islote con sus gemelos de campaña, excitado—. ¡Troncho! ¡Fíjese usted en ellos, Bill!

Pero Bill se negó a abandonar el timón. Era peligroso navegar cerca del anillo de rocas en un mar tan picado.

—Te creo bajo palabra —le contestó a Jack—. Dime si reconoces a alguno de los pájaros.

—¡Bill! ¡Los hay a miles y miles! —exclamó—. Oh, desembarquemos en la isla, por favor. Descubro un camino por entre los escollos. Por favor…

—¡No! —contestó con firmeza Bill—. Ya os dije que no. Resultaría peligroso acercarse a la isla aunque conociésemos el camino, y no lo conocemos. No pienso arriesgar vuestras vidas y la mía nada más que para ver de cerca unos cuantos pájaros… pájaros que podéis ver en Craggy-Tops a todas horas.

La embarcación dio la vuelta a la isla, manteniéndose bien apartada de los escollos contra los que rompían las olas sin cesar. Los niños las contemplaron viendo cómo resbalaban por las traidoras rocas emitiendo una especie de rugido que no dejaba un momento de sonar. Era la mar de emocionante y los muchachos se sentían alborozados y con ganas de gritar.

Jack era el que con más claridad veía la isla, gracias a sus gemelos. No se los apartaba un instante de los ojos, observando a los centenares de pájaros, en vuelo y posados, que entraban dentro de su campo visual. Jorge le dio un golpecito en el brazo.

—Ya podías dejar que los demás vieran un poco también —dijo—. Dame los gemelos.

Jack no quería hacerlo. Temía que se le escapara alguna Alca Mayor. Pero acabó entregándoselos, no obstante. A Jorge no le interesaban tanto los pájaros. Barrió la costa de la isla con los gemelos y luego exhaló una exclamación.

—¡Hola! ¡Aún hay cosas o algo! ¿Es posible que viva gente aquí aún?

—Claro que no —respondió Bill Smugs—. Hace años que está desierta. Lo que no logro comprender es cómo ha podido vivir en ella nadie jamás. A la agricultura no podían dedicarse. A la pesca, tampoco. Es un lugar desolado… imposible…

—Supongo que las que veo no serán más que ruinas. Parecen estar en las colinas. No las distingo bien en realidad.

—¿Anda alguien por ahí? ¿Alguna de las «cosas» de Jo-Jo? —preguntó Dolly riendo.

—No; ni un alma —contestó Jorge—. Echa una mirada con los gemelos, Dolly… y luego tú, Lucy. No me extraña que la llamen la Isla Lóbrega. Tiene lóbrego el aspecto en verdad. No hay en ella nada vivo… salvo las aves marinas.

Las niñas miraron por los gemelos también. No les gustó ni pizca el aspecto de la isla. Era fea y desnuda, con un extraño aire de desamparo.

El velero dio la vuelta completa a la isla, manteniéndose alejado de las rocas que la aguardaban. El único lugar por el que pudiera haber una entrada entre las rocas era un punto al oeste. Allí el mar estaba menos picado y, aunque el agua pulverizada se alzaba muy alta, no se veían rocas en la superficie. El agua procedía de las olas que rompían contra rocas vecinas.

—Apuesto a que ésa es la única entrada a la isla —dijo Jack.

—Bueno, pues no vamos a probarla —anunció Bill sin vacilar—. Voy a dejar la isla ahora y poner proa a mar más tranquila. Luego quitaremos la vela y tomaremos el té, mecidos suavemente y no zarandeados como aquí. La pobre Lucy no hace más que cambiar de color.

Jack dirigió una última mirada con los gemelos y dio tal grito que Dolly por poco perdió el equilibrio y «Kiki» se cayó de su percha.

—¿Qué pasa? —inquirió Bill con sobresalto.

—¡Un Alca Mayor! —chilló Jack, pegados los gemelos a los ojos—. ¡Lo es, lo es… un pájaro enorme… con alas pequeñas pegadas a los costados… y un pico grande afilado! ¡Es un Alca Mayor!

Bill le entregó a Jack el timón unos segundos y tomó los gemelos. Pero no pudo ver ningún Alca Mayor y se los volvió a dar al excitado niño, cuyos ojos verdes resplandecían de alegría.

—Supongo que se trata de una de las alcas —dijo—. El Alca Mayor se parece mucho a un alca grande. Te has dejado obsesionar por tus propios deseos. Ése no era un Alca Mayor, estoy seguro.

Jack, no obstante, estaba completamente convencido de que no se había equivocado. No lo veía ya; pero, al dejar la isla atrás, se lo quedó mirando con nostalgia. La Gran Alca estaba allí. Tenía la seguridad completa. ¿Cómo era capaz Bill de sugerir que se trataba de un alca corriente?

—Bill… Bill haga el favor de volver —le suplicó, casi sin poderse contener—. Sé que era un alca… el Alca Mayor. Lo vi de pronto. ¡Imagínese! ¿Qué dirá el mundo si se entera de que he encontrado un Alca Mayor, un pájaro que se extinguió hace años?

—Al mundo no le conmovería gran cosa —respondió Bill secamente—. Sólo unas cuantas personas aficionadas a los pájaros se excitarían. Tranquilízate un poco… Me temo que ése no era el pájaro que creíste.

Jack no podía serenarse. Le brillaban los ojos, tenía encendido el rostro, el viento le agitaba el cabello. «Kiki» se dio cuenta de ello y bajó a posársele en el hombro, picoteándole en la oreja para que le prestase atención.

—Era un Alca Mayor, vaya si lo era —aseguró Jack.

Lucy le asió el brazo y le dio un apretoncito. También ella estaba segura de que se trataba de un Alca Mayor… y, en cualquier caso, no pensaba darle a su hermano una ducha de agua fría diciendo que no lo era. Ni Jorge ni Dolly creían por un momento que lo fuese.

Tomaron el té en agua más tranquila, arriada la vela y con la embarcación a la deriva. Lucy, con apetito ahora después del mareo, se comió la ración de Jack con verdadero deleite. Los otros disfrutaron también. Había sido una tarde emocionante.

—¿Podremos salir solos con su embarcación alguna vez, como nos ha prometido? —preguntó Jack de pronto.

Bill Smugs le miró vivamente.

—Sólo si me prometéis no alejaros mucho —repuso—. Nada de correr en busca del Alca Mayor a la Isla Lóbrega, ¿comprendes?

Como era eso precisamente lo que había estado pensando Jack, se puso muy colorado.

—Bueno —dijo por fin—. Prometo no ir a la Isla Lóbrega con su barco, Bill. Pero ¿de veras podemos salir solos otros días?

—Sí. Creo que sabéis manejar divinamente la embarcación… y no puede sucederás gran cosa si escogéis un día tranquilo.

Jack puso cara de satisfacción. Una mirada soñadora apareció en sus ojos. Sabía lo que pensaba hacer. Cumpliendo la palabra empeñada, se abstendría de ir a la Isla Lóbrega en el barco de Bill Smugs. Con éste se limitaría a entrenarse en el uso del remo y de la vela. Una vez completamente seguro de que contaba con la necesaria experiencia, se trasladaría en la embarcación de Jo-Jo a la Isla.

Era un plan atrevido y temerario; pero estaba tan emocionado ante la idea de encontrar un Alca Mayor cuando nadie creía que existiese ejemplar vivo alguno, que correría sin vacilar cualquier riesgo con tal de llegar al islote. En su fuero interno tenía la seguridad de poder dar con la entrada del peñón. Al acercarse a los escollos aferraría la vela para evitar accidentes, recorriendo el resto del camino a remo. Aun cuando el barco de Jo-Jo era grande y pesado, contaba con habilidad suficiente para manejarlo.

Nada les dijo a los otros en presencia de Bill, porque no quería que éste se enterara de sus propósitos. Bill era jovial y bondadoso. Se portaba como un buen amigo. Pero era persona mayor. Y las personas mayores siempre tienden a impedir que hagan cosas arriesgadas los niños. Conque Jack guardó silencio, madurando su plan, tan absorto en sus pensamientos que no oyó los comentarios de sus compañeros, ni se dio cuenta siquiera de que estaban intentando hacerle rabiar.

—Se ha ido a la isla a ver a su Alca Mayor —dijo Dolly, riendo.

—¡Pobre Jack! —murmuró Jorge—. ¡Ese pájaro le ha hecho perder por completo el apetito!

—¡Despierta! —exclamó Bill, dándole un golpecito—. Sé un poco más sociable.

Después del té decidieron regresar a la costa a remo, bogando por turnos, porque Bill Smugs creyó conveniente que los niños hicieran un poco de ejercicio. Éstos, por su parte, disfrutaban manejando los remos. Jack, pensando en su futura escapatoria, bogó con vigor para dar principio a su entrenamiento.

—Henos aquí de nuevo, sanos y salvos —anunció Bill cuando la proa tocó tierra.

Los niños desembocaron, ayudándole a arrastrar la nave fuera del agua. Las niñas le siguieron con el termo.

—Bueno, pues hasta la vista —dijo Bill—. Hemos pasado una tarde muy agradable. Venid mañana si queréis, y os dejaré probar a salir solos en el barco.

—¡Oh, gracias! —exclamaron los niños.

—¡Oh, gracias! —exclamó «Kiki», haciéndose eco de sus palabras—. ¡Oh, gracias! ¡Oh, gracias!

—Cállate —le ordenó Jack, riendo.

Pero «Kiki» no dejó de repetir las palabras hasta llegar a Craggy-Tops.

—¡Oh, gracias!, ¡oh, gracias!, ¡oh, gracias!, ¡oh, gracias!

—¿Habéis pasado bien la tarde? —les preguntó tía Polly cuando llegaron a casa.

—¡Oh, ha sido una tarde deliciosa! —contestó Dolly—. ¿Está mejor del dolor de cabeza, tía Polly?

—No gran cosa —respondió la señora, que estaba pálida y parecía agotada—. Me parece que me acostaré temprano esta noche si te encargas tú de llevarle la cena a tu tío, Dolly.

—Claro que sí —respondió la niña.

Aunque no le hacía mucha gracia, porque le tenía algo de miedo a su erudito pero singular pariente.

Jo-Jo entró en aquel instante y se quedó mirando a los muchachos.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó con aspereza—. ¿Y dónde fuisteis esta mañana después de meteros en las cuevas?

—Volvimos a casa —le respondió Jorge, simulando una sorpresa que enfureció al negro—. ¿No nos viste? Y acabamos de volver de una merienda, querido Jo-Jo. ¿Por qué te interesas tanto por nuestro paradero? ¿Querías habernos acompañado?

Jo-Jo hizo un ruido grosero que copió inmediatamente «Kiki», rompiendo a reír luego con sus enloquecedoras carcajadas. Jo-Jo le dirigió al loro una mirada de odio, y luego abandonó la habitación.

—No le hagáis rabiar a Jo-Jo —dijo con cansancio tía Polly—. La verdad es que se está haciendo insoportable… grosero… y perezoso. No se ha acercado para nada a casa en toda la mañana. Bueno… me voy a la cama.

—Jack, ayúdame tú con la bandeja de tío Jocelyn —dijo Dolly cuando quedó preparada la cena—. Pesa mucho. Jorge se ha ido por ahí, como de costumbre. Siempre desaparece cuando hay algo que hacer.

Jack tomó la pesada bandeja y siguió a Dolly, que echó a andar hacia el despacho de su tío. Llamó a la puerta. Gruñó una voz, y la niña supuso que quería decir «¡Adelante!»

Entraron. «Kiki» iba posado en el hombro de Jack, como de costumbre.

—Tu cena, tío —anunció la niña—. Tía Polly se ha acostado. Está muy cansada.

—Pobre Polly, pobre querida Polly —dijo «Kiki» con tono compasivo.

Tío Jocelyn alzó la cabeza con sobresalto. Vio al loro y cogió el pisapapeles.

«Kiki» salió volando por la puerta al instante, y el anciano dejó el pisapapeles.

—¡Que no entre ese loro aquí! —gruñó—. Es un pájaro entrometido. Pon la bandeja ahí. ¿Quién eres tú, jovencito?

—Soy Jack Trent —respondió el niño, sorprendido de que pudiera ser nadie tan olvidadizo—. Nos vio usted a mí y a mi hermano el día que llegamos. ¿No lo recuerda?

—Hay demasiados niños en esta casa —contestó tío Jocelyn, gruñón—. No hay manera de trabajar con ellos.

—Oh, tío —exclamó Dolly, indignada—, bien sabes que nunca te molestamos.

El anciano se había inclinado sobre un mapa grande, muy antiguo. Jack le echó una mirada.

—Oh —murmuró—, ése es un mapa de parte de esta costa… y ésta es la Isla Lóbrega, ¿verdad?

Señaló el contorno de la isla. El anciano movió afirmativamente la cabeza.

—¿Ha estado usted alguna vez en ella? —inquirió Jack con avidez—. Nosotros la vimos esta tarde.

—En mi vida estuve en ella y no tengo el menor deseo de visitarla tampoco —contestó hoscamente tío Jocelyn.

—Vi un Alca Mayor allí esta tarde —anunció Jack, muy orgulloso.

Al anciano no le hizo la menor impresión.

—No digas tonterías, niño —respondió—. Ese pájaro se extinguió hace la mar de tiempo. Lo que tú viste fue un alca corriente. No seas tonto.

Jack se molestó. La única persona que hacía algún caso de su descubrimiento era Lucy. Y no ignoraba que ella le hubiese creído a pie juntillas aunque hubiera dicho haber descubierto a Papá Noel en la isla. Contempló con algo de morro al descuidado anciano, que le miró a su vez frunciendo el entrecejo.

—¿Me permite ver el mapa, por favor? —preguntó Jack de pronto, pensando que quizás estuviese marcada en él la entrada a la isla.

—¿Por qué? ¿Te interesan esas cosas? —inquirió tío Jocelyn con sorpresa.

—Me interesa mucho la Isla Lóbrega —respondió el niño—. Por favor… ¿me permite que vea el mapa?

—Tengo en alguna parte uno más grande… uno muy detallado, que no tiene más que la isla —dijo tío Jocelyn, encantado ahora de que diese alguien muestras de interés por sus mapas—. Vamos a ver…, ¿dónde lo tengo?

Mientras fue a buscarlo, Jack y Dolly echaron una mirada al mapa de la costa. Allí, cerca de ella y rodeada de un círculo de rocas, se veía la Isla Lóbrega. Tenía una forma extraña, parecida a la de un huevo, con una protuberancia por uno de los lados; y era muy irregular su costa. Yacía casi al oeste de Craggy-Tops.

Jack estudió el mapa la mar de excitado. ¡Si se lo quisiera dejar tío Jocelyn!

—Mira —le dijo a Dolly en voz baja—. Mira. El anillo de rocas está quebrado ahí… ¿Te das cuenta? Apuesto a que es donde yo imaginé que estaba la entrada esta tarde. ¿Ves esa colina marcada en el mapa? La entrada por entre las rocas se encuentra enfrente, sobre poco más o menos. Si quisiéramos ir alguna vez allí… y bien sabe Dios que yo «sí» quiero… no tendremos más que buscar esa colina… yo creo que debe ser la más alta de la isla… y luego buscar la entrada enfrente. ¡Es facilísimo!

—Parece fácil en el mapa, pero apuesto a que resulta mucho más difícil cuando está uno en el mar —respondió la niña—. Suena como si tuvieras la intención de ir allá, Jack…, pero ya sabes lo que prometimos a Bill Smugs. No podemos dejar de cumplir nuestra palabra.

—De sobra lo sé, boba —dijo Jack, que jamás había dejado de cumplir una promesa—. Tengo otro plan. Ya te lo contaré después.

Con gran desencanto de los niños, tío Jocelyn no logró encontrar el mapa de la isla. No quiso prestarle el otro a Jack.

—Claro que no —respondió escandalizado al escuchar la petición—. Es un mapa muy, muy antiguo… tiene centenares de años. Ni soñarlo siquiera con prestártelo. Lo estropearías, o lo perderías, o algo por el estilo. Ya sé lo que son los niños.

—No es verdad, tío —saltó Dolly—. No tienes ni idea de cómo somos. Pero ¡si casi nunca te vemos! Anda, déjanos el mapa.

Pero no hubo manera de conseguir que el anciano se separara de su mapa. Conque, echando una última mirada al dibujo de la isla con su curioso anillo protector de rocas y la solitaria abertura entre ellas, Jack y Dolly abandonaron el descuidado despacho, cuyas paredes estaban cubiertas de libros.

—No olvides la cena, tío —advirtió Dolly al cerrar la puerta. Tío Jocelyn contestó con un gruñido. Se hallaba enfrascado en su trabajo de nuevo. Había olvidado la bandeja depositada a su lado.

—Apuesto a que no volverá a acordarse de ella —dijo Dolly.

Y no se equivocó. Cuando tía Polly entró en el despacho al día siguiente para limpiarlo un poco como de costumbre, la bandeja seguía sobre la mesa, sin que faltara ni un bocado de la comida.

—Eres peor que una criatura —le regañó—. Sí, eres en verdad peor que un niño, Jocelyn.